El peso de la maleta en mi mano parecía una broma comparado con la tormenta que comprimía mi pecho. No pesaba más de cinco kilos, pero cada paso la volvía más densa, como si tragara el aire que necesitaba para seguir avanzando. No era el peso de la ropa, sino el de todo lo que había dejado atrás. Dentro llevaba apenas unas prendas básicas y un pequeño kit de supervivencia: un cepillo de dientes, un par de mudas de ropa interior… y un orgullo astillado que apenas podía sostener.
Max, con esa frialdad calculada que siempre le había caracterizado, me había ordenado llevar únicamente lo imprescindible para el primer día. Según él, la mansión “proveería lo demás”. No me rebajé a suplicarle ni un par de pantalones más. Si quería limitarme, yo le dejaría claro que todo lo que poseía en ese momento estaba dentro de esa maleta. Su mirada ladeada fue un destello oscuro y fugaz, como si moviera fichas en un tablero cuyo jaque mate ya estaba decidido.
—Si no te presentas en el despacho del notario a la hora convenida, el trato queda anulado. Y la herencia, claro, también —sentenció, con esa voz de piedra que no dejaba margen de negociación.
No respondí. Había aprendido que en su juego, cualquier palabra podía volverse en mi contra.
Al cruzar el umbral de lo que había sido mi hogar, el aire pareció espesarse, indiferente a mi presencia. Las paredes, impecablemente blancas, devolvían un resplandor tan frío y aséptico que superaba al mármol helado bajo mis pies. Recordé mis intentos inútiles de darle vida: un cojín color mostaza, una manta tejida a mano, una planta junto a la ventana. Detalles pequeños que él borraba sin piedad, repitiendo su mantra como un dogma: “La mansión tiene su propia identidad”. Una identidad que no contemplaba a alguien como yo.
El mayordomo aguardaba en el vestíbulo, erguido como una estatua. Su rostro pétreo ocultaba apenas un desprecio reprimido, y en sus ojos había una dureza que no se molestaba en disimular.
—Bienvenida, señora Undurraga —musitó, con una reverencia casi invisible.
—No soy la señora Undurraga —respondí, con la voz firme y el corazón acelerado—. Soy Lorena.
Un leve carraspeo reveló su incomodidad antes de que señalara un pasillo con gesto preciso.
—El señor Max ha dispuesto que se retire a su ala de la mansión.
Mi ala. La palabra cayó sobre mí como una cadena invisible. Me condujeron por el ala oeste, el sector olvidado donde alojaban a los invitados y que quedaba apartado del núcleo donde Max reinaba. Perfecto para aislarme del resto del mundo… y para vigilarme sin que yo lo notara.
La habitación asignada era un lienzo de impersonalidad: una cama imponente cubierta con sábanas inmaculadas, cortinas pesadas cerradas a cal y canto, muebles dispuestos con simetría enfermiza. No era un refugio, sino un escaparate sin salidas, disfrazado de lujo. Dejé caer la maleta sobre el sofá con cuidado, reprimiendo el impulso de arrojarla solo para romper ese silencio opresivo.
Me acerqué al ventanal, buscando algún resquicio de alivio en los jardines. Pero, al igual que todo en este lugar, estaban demasiado ordenados, con cada arbusto recortado hasta la rigidez. Eran paisajes ensayados para una fotografía, no para la vida.
La puerta se abrió sin aviso y Max apareció en el marco. Sin chaqueta, la camisa desabotonada al cuello, llevaba en los hombros un cansancio que no alcanzaba a suavizar el filo de sus ojos.
—Así que esta es tu nueva prisión —dijo, y su sonrisa torcida fue apenas una mueca de desprecio contenido.
—Tu “ala”, Max. Al menos, eso dijiste —respondí, dejando que el hielo se filtrara en cada sílaba.
Él soltó una risa seca, sin rastro de humor.
—No te engañes, Lorena. Esto no es un ala. El único que tiene un ala en esta casa soy yo.
Sus pasos sonaron huecos al acercarse.
—¿Quieres comprobar si me comporto? ¿Si no destruyo nada? —pregunté, midiendo mis palabras con una calma que apenas sostenía.
Se acercó un paso más. El perfume a cedro, esa familiaridad masculina que conocía demasiado bien, invadió mi espacio. El calor de su proximidad despertó recuerdos que me golpearon como un cubo de agua helada, obligándome a retroceder.
—Mira esto —dijo, girando entre sus dedos una llave plateada con el escudo de los Undurraga—. La llave de mi ala. Y, claro, de tu vitrina de cristal.
El aire se escapó de mis pulmones.
—¿Vas a encerrarme? —murmuré, con la voz temblando apenas.
Se encogió de hombros, con una crueldad tranquila.
—El testamento de mi abuelo fue explícito: “La señora Undurraga debe permanecer en la habitación del señor Undurraga para asegurar la unión de la familia”. Por eso te asigné esta ala, que está conectada a la mi habitación. Ante el mundo, seguimos juntos. Pero me aseguraré de que no entres ni salgas sin mi permiso.
La rabia me subió por la garganta, áspera y ardiente.
—¡Dijiste que viviríamos separados! ¡Que no nos cruzaríamos!
Esta vez rió con una sinceridad amarga.
—Y lo cumplo. Tú en el ala oeste, yo en mi habitación. Nadie nos verá. El contrato sigue intacto.
Era una jugada perfecta, implacable.
—¿Y si me niego? —balbuceé, dejando que un hilo de desafío atravesara mis palabras.
Sus ojos se clavaron en los míos, helados.
—No lo hagas, Lorena. Es por el bien de tu familia. Y por la herencia.
Di un paso hacia él, los puños cerrados con fuerza.
—No es por mí. Es por ti. Para que tu amante y su hijo no queden en la calle. ¿No es así?
Encogió los hombros como si acabara de recordarle algo irrelevante.
—La familia Undurraga protege lo que es suyo. Y yo soy parte de ella. Tú también, aunque lo olvides. Una familia de mentirosos y traidores. ¿No te parece irónico?
Guardé silencio. Lo tenía todo menos lo único que importaba: mi amor. Y yo, que no tenía nada, había perdido incluso eso.
—¿Y qué pasará con Isabela? —pregunté, casi en un susurro.
Un destello de impaciencia cruzó su rostro.
—Eso no es importante ahora. Esto es entre tú y yo. Punto.
Me giré, agotada de sus medias verdades.
—Acepto. Pero una cosa: no te acerques. No me toques, no me hables, no me mires. El matrimonio es un contrato, ¿verdad? Pues seremos extraños, salvo para las apariencias. ¿Estamos?
Lo vi vacilar apenas un segundo. Algo —desesperación, furia, quién sabe— pasó por sus ojos antes de desaparecer.
—Estamos. Pero recuerda, Lorena… tengo la llave. Y no la soltaré hasta cumplir el último deseo de mi abuelo.
Se fue sin mirar atrás, dejando tras de sí un vacío que crecía como una marea oscura. Me quedé observando los jardines en penumbra, sintiendo un frío que no tenía que ver con la noche. Sabía que Isabela estaba en algún lugar, quizá en un apartamento pagado por él, cuidando la vida que ambos querían esconder.
Ese vientre que ella protegía era mi mayor obstáculo. No la herencia, no la traición, no el dolor… sino esa vida que crecería, respiraría y algún día caminaría por estos mismos pasillos, reclamando un lugar que yo nunca tendría.
Recordé la última vez que la vi, el día en que Max la expulsó del salón. Su mano, temblorosa pero decidida, acariciaba la curva de su abdomen con un gesto instintivo. Su rostro era una mezcla de miedo y resignación, y dejó en mi boca un sabor metálico de derrota. Me pregunté qué promesas le había hecho Max para convencerla de traicionarme: ¿amor, dinero, un futuro? ¿O solo la oportunidad de darle lo que yo nunca pude?
“No quiero que mi hijo crezca en la calle.” Así lo había dicho. Y esas palabras fueron un cuchillo más afilado que cualquier mentira. No solo tenía un hijo; también se preocupaba por él. Yo, su esposa, no era más que un nombre en un documento.
Me senté al borde de la cama, dejando que la habitación se cerrara sobre mí como una campana de vidrio. Sentía que me desvanecía en alguien que ya no reconocía. Sin amor, solo quedaban la rabia y un orgullo que me recordaba que el hijo de Isabela era la prueba más cruel de todas.
Ella, la intrusa, había conseguido lo que yo no: darle vida. Y él, el estratega, había usado mi silencio para proteger su construcción secreta. En el tablero de Max, yo era la pieza sacrificable. Y lo peor es que, por ahora, aceptaba seguir jugando.