3. Nuevas Condiciones

La puerta de la habitación se cerró detrás de mí con un clic definitivo. No un golpe. No un portazo. Solo ese sonido pequeño y preciso que marca el final de algo.

Necesitaba aire. Necesitaba espacio lejos de él, lejos de Isabela, lejos de todo. Pero cuando entré al ala oeste, la realidad me golpeó.

Miré alrededor. Esta no era mi habitación de antes. Era una suite de invitados de lujo, impersonal y fría. La paleta de colores se movía entre grises austeros y beiges sin vida. Muebles de diseño minimalista, tan afilados y funcionales como el propio Max, estaban alineados con una simetría enfermiza. En las paredes, arte abstracto que no evocaba nada. Ni un libro fuera de lugar, ni una foto, ni un solo objeto personal. Era el estilo de Max: impecable, costoso y sin alma.

Recordé mis intentos inútiles de darle calidez a esta casa: un cojín mostaza, una manta tejida por mi madre, una planta junto a la ventana. Detalles pequeños que él borraba con la misma frase repetida: "La mansión tiene su propia identidad, Lorena. No la arruinemos con sentimentalismos".

Una identidad que nunca me contempló.

La puerta se abrió sin aviso.

Max llenó el marco con esa presencia que nunca necesitaba alzar la voz para imponerse. Sin chaqueta, la camisa desabotonada al cuello, sus hombros cargaban un cansancio que no suavizaba el filo de su mirada.

—¿Llamaste antes de entrar? —dije—. Ah, no. Claro que no. Esta es TU casa, ¿verdad?

—Vine a aclarar algunos puntos del acuerdo.

—El acuerdo ya está claro. El ala oeste será MI territorio. Tú no pondrás un pie en él.

Max soltó una risa seca, sin humor.

—Te equivocas, Lorena. El único que tiene un "ala" aquí soy yo. Tú tienes una habitación. Y esa habitación...

Sacó una llave plateada con el escudo de los Undurraga grabado y la giró entre sus dedos.

—...está conectada con la mía.

—¿Qué?

—El testamento de mi abuelo fue muy específico —dio un paso hacia mí—. "La señora Undurraga debe residir en la habitación principal del heredero, para garantizar la unidad familiar ante cualquier inspección."

Señaló una puerta lateral que yo no había notado, camuflada en la pared.

—Bienvenida a tu nueva celda, esposa.

—¡Dijiste que viviríamos separados! —mi voz subió, la furia reemplazando al shock—. ¡Que no nos cruzaríamos!

—Y lo cumplo —su voz se endureció—. Tú en tu habitación, yo en la mía. Pero esta puerta existe. Para efectos legales.

Di un paso hacia él, los puños cerrados.

—No es por el testamento. Es por ti. Para poder entrar cuando quieras, para controlarme.

—Para asegurarme de que no arruinas todo por orgullo —replicó, acortando la distancia—. Porque conozco esa mirada, Lorena. Estás planeando algo. Y necesito poder vigilarte.

—¿Vigilarme? Como si fuera una criminal.

—Eres una amenaza para lo que he construido —dijo con una honestidad brutal—. Aceptaste demasiado fácil. La Lorena que conozco habría peleado más.

—Tal vez ya no me conoces.

—Tal vez. Pero no voy a arriesgarme.

Me giré hacia la ventana, necesitaba espacio para pensar. Sentía su presencia detrás de mí, demasiado cerca.

—¿Y qué pasará con Isabela? —pregunté sin mirarlo—. ¿También tiene una llave de tu habitación?

—Isabela ya no es tu problema.

—¡Es MI problema cuando lleva al hijo de MI esposo!

Las palabras salieron como un grito, rompiendo la compostura que había mantenido.

Max no retrocedió.

—Ese hijo no cambia nada entre nosotros.

—Lo cambia TODO. Tú elegiste. La elegiste a ella para darle lo que yo no podía. Y ahora me pides que finja, que sonría, que duerma a metros de ti sabiendo que hay una puerta entre nosotros que puedes abrir cuando quieras.

—No voy a abrir esa puerta, Lorena.

—¿Por qué debería creerte? Ya rompiste todas tus promesas.

Algo cruzó por su rostro. Dolor, tal vez. O una sombra de la culpa que se negaba a admitir.

—Porque no gano nada abriéndola —dijo finalmente—. Solo necesito saber que está ahí. Que puedo llegar a ti si es necesario.

—¿Necesario para qué?

—Para protegerte.

—¿Protegerme? ¿De qué?

—De ti misma. De las decisiones impulsivas que podrías tomar.

—No necesito tu protección —escupí—. La necesitaba cuando estaba rota intentando darte un hijo, mientras tú te volvías más frío con cada resultado negativo. Ahora lo único que necesito es que me dejes en paz.

—No puedo hacer eso.

—¿Por qué no?

—Porque eres mi esposa —dijo, y había algo en su voz que no supe identificar—. Y porque, aunque me odies, sigo siendo responsable de ti.

—Tu responsabilidad terminó cuando te acostaste con mi mejor amiga.

Lo vi tensarse.

—Acepto tu condición de la puerta —dije finalmente, mi voz firme—. Pero no la uses. No te acerques. No me toques. Seremos extraños. Salvo para las apariencias.

Por primera vez lo vi vacilar.

—Trato hecho —dijo después de un momento—. Pero recuerda, Lorena... tengo la llave.

—Guárdala bien. Porque si alguna vez cruzas esa puerta sin mi permiso, el acuerdo se termina. No me importa lo que perdamos.

Nos miramos durante largos segundos. Una batalla silenciosa de voluntades.

—Entendido —dijo finalmente.

Se marchó sin mirar atrás, dejando tras de sí un vacío que me envolvió.

***

MAX

No volví al salón. Atravesé mi propia suite y me detuve frente a mi lado de la puerta conectada. Saqué la llave plateada —la única llave maestra— y la giré en la cerradura. Un clic sordo.

Apoyé la frente contra la madera fría. Podía oírla al otro lado, el silencio tenso.

"No la uses", me había ordenado.

Sonreí. No necesitaba usarla... todavía. El testamento era la excusa legal. La jaula perfecta. Pero la puerta... la puerta era para mí. Era la forma de recordarle, cada noche, que no importaba cuántas "alas" de la casa reclamara, yo seguía teniendo acceso.

Saqué mi teléfono y marqué el número de mi asistente.

—Carla —dije cuando respondió—. Prepara la agenda social de los próximos tres meses. Eventos benéficos, cenas de la junta, inauguraciones. Quiero que todos nos vean. A mi esposa y a mí. Y asegúrate de que cada foto que se publique nos muestre más felices que nunca.

Colgué antes de que pudiera responder.

Puedes poner todas las reglas que quieras, Lorena. El juego público ya empezó. Y yo lo controlo.

***

Cuando la puerta se cerró, me dejé caer en el borde de la cama. Las manos me temblaban.

Saqué mi teléfono. Necesitaba saber exactamente qué tanto dependía mi familia de la Constructora Undurraga. Busqué el contacto de mi hermano Diego y marqué.

Contestó al segundo tono.

—¿Lorena? ¿Estás bien? Max me llamó hace una hora. Me dijo que habían llegado a un acuerdo, que te quedarías.

Su voz sonaba aliviada. Demasiado aliviada.

—Diego, necesito que seas completamente honesto conmigo. ¿Qué tan involucrados están papá y tú con Max? ¿Qué pasa si me divorcio ahora?

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Escuché su respiración entrecortada.

—Lorena, no... no puedes hacer eso.

—Dime por qué, Diego.

—Papá invirtió todo en el proyecto de Max. TODO.

—¿Qué es todo?

Vaciló. —Los ahorros de su vida, Lorena. Y... y puso la casa como garantía.

Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies.

—¿La casa? —susurré.

—Max le aseguró que era una formalidad, que el proyecto era seguro. Mamá no lo sabe. Papá no quiso preocuparla. Si Max retira el apoyo ahora, lo perdemos. La casa, el negocio, todo. Por favor, hermana. Aguanta lo que tengas que aguantar. Te lo ruego.

La casa.

El olor de las rosas de mamá flotando en el aire de verano. El crujido familiar del parqué bajo mis pies. La luz del atardecer entrando por el ventanal del estudio de papá, iluminando las motas de polvo. Mis iniciales y las de Diego talladas en el viejo roble del patio trasero.

No era solo una propiedad. Eran todos nuestros recuerdos.

—Gracias, Lorena —la voz de mi hermano sonó rota—. Gracias por pensar en nosotros.

Colgué sin responder. No podía.

Cerré los ojos, pero las palabras seguían ardiendo en mi mente: "...lo perdemos. La casa, el negocio, todo."

No era solo mi orgullo lo que estaba en juego.

Max lo había calculado todo. Sabía exactamente cuánto poder tenía. Sabía que no podría irme. Que no podría arriesgar a mi familia.

Me levanté y caminé hacia la ventana. Apoyé la frente contra el frío cristal.

Afuera, los jardines perfectos de los Undurraga se extendían como un recordatorio de todo lo que odiaba. Perfección artificial. Control absoluto. Belleza sin alma.

Miré hacia la puerta que conectaba nuestras habitaciones. Una puerta cerrada con llave. Un recordatorio constante de que él controlaba los accesos.

Doce meses.

No solo sobreviviría.

Ganaría.

Pero primero, necesitaba un arma.

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