El peso de la maleta en mi mano parecía una broma comparado con la tormenta que comprimía mi pecho. No pesaba más de cinco kilos, pero cada paso la volvía más densa. No era el peso de la ropa, sino de todo lo que había dejado atrás, de cada promesa rota que Max había decidido ignorar.
Dentro llevaba apenas unas prendas básicas: un cepillo de dientes, un par de mudas de ropa interior... y un orgullo astillado que apenas podía sostener. Cada objeto susurraba recuerdos que no quería revivir. Cada aroma olvidado me traía imágenes de lo que una vez fuimos.
Max, con esa frialdad calculada que siempre lo había definido, me había ordenado llevar únicamente lo imprescindible para el primer día. Según él, la mansión "proveería lo demás". Me limité a obedecer. No iba a darle el espectáculo de suplicarle por un par de pantalones más. Si quería reducirme a lo esencial, le demostraría que todo lo que poseía cabía en esa pequeña maleta.
Mi silencio fue mi única rebelión. En ese silencio me sentí más fuerte y, al mismo tiempo, más vulnerable que nunca.
Recuerdo su mirada ladeada, esa chispa oscura que aparecía cuando creía ganar. Su juego no era evidente; era sutil, silencioso, pero mortal. Cada gesto, cada palabra contenía un filo invisible.
—Si no te presentas en el despacho del notario a la hora convenida, el trato queda anulado. Y la herencia, claro, también —sentenció con su voz de piedra, sin espacio para negociación.
No respondí. Aprendí hace tiempo que cualquier palabra podía volverse en mi contra. Y aun así, sentí cómo mi corazón se aceleraba, recordando las noches antes de que todo se rompiera, antes de que la traición lo convirtiera en un extraño irresistible.
Al cruzar el umbral de lo que había sido mi hogar, el aire pareció espesarse, hostil e indiferente a mi presencia. Las paredes impecablemente blancas devolvían un resplandor frío que superaba al mármol bajo mis pies. Recordé mis intentos inútiles de darle calidez: un cojín mostaza, una manta tejida por mi madre, una planta junto a la ventana.
Detalles pequeños que él borraba con la misma frase repetida: "La mansión tiene su propia identidad". Una identidad que nunca contempló a alguien como yo.
El mayordomo aguardaba en el vestíbulo, erguido como una estatua. Su rostro apenas ocultaba un desprecio contenido. Sus ojos eran un recordatorio constante: yo era una intrusa, un adorno temporal que debía aprender a obedecer.
—Bienvenida, señora Undurraga —musitó con una reverencia tan mínima que parecía una burla.
—No soy la señora Undurraga —repliqué con voz firme, aunque el corazón me latía con violencia—. Soy Lorena Villalba.
Un carraspeo seco fue su única respuesta antes de señalar un pasillo con gesto exacto.
—El señor Max ha dispuesto que se retire a su ala de la mansión.
Mi ala. La palabra cayó sobre mí como un grillete invisible. Me condujeron por el ala oeste, ese sector olvidado donde se alojaba a los invitados cuando ya no había espacio en el resto de la casa. Apartado, silencioso, perfecto para aislarme del mundo... y para vigilarme sin que lo notara.
Cada paso me recordaba que, aunque estuviera bajo el mismo techo que él, estaba sola y a la vez vigilada, atrapada en una jaula de lujo.
La habitación asignada era un catálogo de impersonalidad: cama imponente, sábanas inmaculadas, cortinas cerradas, muebles alineados con simetría enfermiza. Todo parecía dispuesto para una fotografía, no para alguien que respirara allí dentro. Dejé caer la maleta sobre el sofá, conteniendo el impulso de arrojarla solo para romper ese silencio opresivo.
Me acerqué al ventanal, buscando algún resquicio de alivio en los jardines. Pero, como todo en esta casa, eran demasiado perfectos, podados hasta la rigidez. Eran paisajes congelados, diseñados para impresionar, no para sentir.
La puerta se abrió sin aviso. Max llenó el marco con esa presencia que nunca necesitaba alzar la voz para imponerse. Sin chaqueta, la camisa desabotonada al cuello, sus hombros cargaban un cansancio que no suavizaba el filo de su mirada. Sin entender cómo ni por qué, sentí un cosquilleo en la nuca, un recuerdo del calor que alguna vez nos había unido.
—Así que esta es tu nueva prisión —dijo, con una sonrisa torcida que no llegaba a los ojos.
—"Tu ala", Max. Al menos, eso dijiste —respondí, dejando que el hielo se filtrara en cada sílaba, aunque sentí cómo mi respiración se aceleraba ante su presencia.
Él soltó una risa seca, sin humor, y la habitación pareció encogerse bajo su mirada.
—No te engañes, Lorena. Esto no es un ala. El único que tiene un ala en esta mansión soy yo.
Sus pasos resonaron en el piso de mármol, huecos, amenazantes, hasta detenerse a un par de metros de mí. Sentí el calor de su cuerpo sin que me tocara, y de pronto la sensación de peligro se mezcló con un extraño deseo que no podía nombrar.
—¿Quieres comprobar si me comporto? ¿Si no destruyo nada? —pregunté, midiendo mis palabras con calma forzada.
El perfume a cedro, esa marca tan suya, invadió mi espacio. La cercanía me devolvió imágenes que intentaba olvidar: caricias que ya no eran mías, promesas que se habían vuelto armas. Retrocedí instintivamente, pero sentí un temblor en mi interior, una chispa de lo que alguna vez había sentido por él.
Él sonrió apenas, y giró entre sus dedos una llave plateada con el escudo de los Undurraga.
—Mira esto. La llave de mi ala. Y, claro, de tu vitrina de cristal.
El aire se me escapó de golpe. Sentí que la distancia entre nosotros era demasiado corta, y que, aunque mi mente gritara que lo odiaba, mi cuerpo recordaba demasiado bien lo que significaba estar cerca de él.
—¿Vas a encerrarme? —pregunté con la voz temblorosa, odiando mostrar debilidad.
Se encogió de hombros con esa crueldad tranquila que dominaba tan bien.
—El testamento de mi abuelo fue explícito: "La señora Undurraga debe permanecer en la habitación del señor Undurraga para asegurar la unión de la familia". Por eso te asigné esta ala, conectada con mi habitación. Ante el mundo, seguimos juntos. Pero me aseguraré de que no entres ni salgas sin mi permiso.
El calor de la rabia me subió por la garganta.
—¡Dijiste que viviríamos separados! ¡Que no nos cruzaríamos!
Rio con amargura, y esta vez sonó sincero, cercano. La cercanía me hizo sentir una mezcla de miedo y algo parecido a nostalgia.
—Y lo cumplo. Tú en el ala oeste, yo en la habitación principal. Nadie nos verá. El contrato sigue intacto.
Una jugada perfecta, implacable.
—¿Y si me niego? —balbuceé, dejando que el desafío se colara en mi voz.
Sus ojos se clavaron en los míos, fríos, duros, y al mismo tiempo sentí un destello de algo que no podía descifrar: deseo, frustración, furia contenida.
—No lo hagas, Lorena. Es por el bien de tu familia. Y por la herencia.
Di un paso hacia él, los puños cerrados, respirando con fuerza, intentando controlar el temblor que su sola presencia provocaba en mi cuerpo.
—No es por mí. Es por ti. Para que tu amante y su hijo no queden en la calle, ¿verdad?
El brillo de sus ojos cambió apenas, un parpadeo de incomodidad que me recordó que, incluso en su control absoluto, había algo que no podía dominar completamente.
—La familia Undurraga protege lo que es suyo. Y yo soy parte de ella. Tú también, aunque lo olvides.
Guardé silencio. Él lo tenía todo, menos lo único que importaba: mi amor. Y yo, que no tenía nada, había perdido incluso eso.
—¿Y qué pasará con Isabela? —pregunté en un susurro.
La impaciencia atravesó su máscara de control.
—Eso no es importante ahora. Esto es entre tú y yo. Punto.
Me giré, cansada de sus medias verdades, y sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Por un instante, la habitación pareció más grande y más vacía al mismo tiempo.
—Acepto. Pero una condición: no te acerques. No me toques, no me hables, no me mires. El matrimonio es un contrato, ¿verdad? Pues seremos extraños. Salvo para las apariencias. ¿Estamos?
Por primera vez lo vi vacilar. Sus labios se tensaron, y en sus ojos se asomó un destello fugaz: ¿furia, desesperación, miedo? No lo supe, y eso me hizo sentir que, quizá, había una rendija por donde aún podía escapar de este juego.
—Estamos. Pero recuerda, Lorena... tengo la llave. Y no la soltaré hasta cumplir el último deseo de mi abuelo.
Se marchó sin mirar atrás, dejando tras de sí un vacío que me envolvió como una marea oscura. Me quedé observando los jardines inmóviles, sintiendo un frío que no tenía que ver con la noche. El silencio era tan intenso que podía oír los recuerdos de Isabela y Max mezclarse en mi mente.
Sabía que Isabela estaba en algún lugar, quizá en un apartamento oculto, cuidando la vida que ambos querían esconder. Ese vientre que ella protegía era mi mayor obstáculo. No la herencia, no la traición, no el dolor... sino esa vida que crecería, respiraría y algún día caminaría por estos pasillos reclamando un lugar que yo nunca tendría.
Recordé la última vez que la vi. El día en que Max la expulsó del salón, su mano temblorosa acariciaba la curva de su abdomen con un gesto instintivo. Su rostro era un mapa de miedo y resignación. Aún tengo grabado el sabor de aquella derrota.
Me pregunté qué promesas le había susurrado Max para que aceptara: ¿amor eterno? ¿un futuro brillante? ¿o simplemente seguridad para no criar a su hijo en la calle?
"No quiero que mi hijo crezca en la calle."
Así lo dijo. Y esas palabras se clavaron más hondo que cualquier traición. No solo tenía un hijo; también se preocupaba por él. Yo, su esposa, no era más que un nombre en un contrato.
Me dejé caer en la cama, rígida como una losa, y el techo blanco se cerró sobre mí como una campana de vidrio. Sentí que me desvanecía en una versión irreconocible de mí misma, y al mismo tiempo, algo se encendía: la necesidad de entender, de actuar, de sobrevivir.
Isabela, la intrusa, había conseguido lo que yo no: darle vida. Max, el estratega, había usado mi silencio para proteger su construcción secreta. En el tablero de ajedrez que él manejaba, yo era la pieza sacrificable.
Pero esta partida apenas comenzaba. Y sabía que cada llave, cada mirada, cada silencio, podía convertirse en un arma... o en una oportunidad.
Al día siguiente tendría que enfrentar a la familia Undurraga en la lectura oficial del testamento. Tendría que sonreír, actuar como la esposa perfecta, fingir que nada había cambiado.
Pero algo había cambiado. Yo había cambiado.
Y mientras Max creía tener todas las cartas, yo comenzaba a descubrir las mías.