8. Entre Paredes y Sombras
La excitación que había sentido al salir del evento se evaporó en el silencio del auto. Max no había dicho una palabra desde que cerramos las puertas. Ni siquiera me miró cuando el chofer arrancó. Pero su mano encontró la mía sobre el asiento, y la sujetó con una presión que no era caricia ni amenaza, sino algo intermedio. Posesión disfrazada de cercanía.

Afuera, las luces de la ciudad parpadeaban. Farolas que se deslizaban como sombras borrosas. Pero dentro del auto, el silencio era tan denso que podía cortarse con las uñas.

La esperanza que Alejandro había plantado —esa sensación de que había opciones, de que podía jugar mi propio juego— chocaba ahora contra la realidad de la mano de Max sobre la mía. Un recordatorio físico de que seguía siendo su esposa. Su pieza en el tablero.

Al menos por ahora.

—¿Te divertiste? —preguntó al fin, sin apartar la vista de la carretera.

Una pregunta que sonaba inocente. No lo era.

—Fue... interesante.

—Interesante. —Repitió, como quien saborea un vin
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