8. Entre paredes y sombras

El silencio dentro del coche era tan denso que podía cortarse con las uñas.

Ni siquiera el ronroneo del motor lograba suavizarlo. El mundo afuera pasaba como una sombra borrosa: luces de farolas, edificios que se estiraban y encogían, rostros desconocidos cruzando la calle sin saber que en ese interior se libraba una batalla muda.

Max no me miraba, pero su mano seguía aferrada a la mía, inmóvil, como si al soltarme fuera a evaporarme. Su piel estaba tibia, firme, con esa presión justa que no era caricia ni sujeción, pero que pesaba como una cadena invisible.

—¿Te divertiste? —preguntó al fin, sin levantar la voz.

La pregunta parecía inocente. No lo era.

—Fue… interesante.

—Interesante —repitió, como si probara la palabra en su lengua y no le gustara el sabor—. Interesante es la forma elegante de decir que te gustó.

No respondí.

Max giró el rostro, su mirada se clavó en mí como un alfiler.

—¿Te gustó? —insistió.

El latido en mis sienes se mezclaba con el perfume que desprendía su traje
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