Mundo ficciónIniciar sesiónValeria Reverte tenía todo lo que una joven de la alta sociedad podía desear: un prometido perfecto, una boda de ensueño y el futuro asegurado. Hasta que descubrió a su prometido en la cama con su propia hermana. Cinco días después, humillada y marcada como “la infiel”, Valeria es vendida por su padre a Leonard Blake, un empresario tan enigmático como poderoso, a cambio de un contrato multimillonario. Un matrimonio sin amor. Un acuerdo sin salida. Pero bajo la frialdad de Blake hay secretos que podrían cambiarlo todo. Y en medio de la mentira, Valeria descubrirá que incluso una prisionera puede aprender a dominar su jaula.
Leer másDebía haber sido el día más feliz de su vida. El sueño de cualquier niña bien. La boda del año.
Y, sin embargo, Valeria Reverte avanzaba por la nave de la catedral con la sensación de estar caminando hacia su propia ejecución.
El incienso quemaba en el aire mezclado con olor a cera y a rosas blancas. La luz del mediodía atravesaba las vidrieras y pintaba el mármol con destellos dorados y azules. Cada paso hacía crujir el vestido, un susurro caro, casi obsceno. Los tacones golpeaban la piedra con un eco hueco, implacable.
A ambos lados, la crema de la sociedad se giraba para mirarla: políticos, empresarios, celebridades. Sonrisas perfectas, trajes impecables, miradas hambrientas de espectáculo. Al fondo, cámaras de televisión y fotógrafos disparaban sin descanso. Flashes, relámpagos blancos dentro del templo.
—La novia más hermosa del país… —había escuchado en la radio aquella mañana.
—La unión de dos familias poderosas —habían repetido todos.La novia perfecta. El cuento perfecto. El engaño perfecto.
Valeria sonreía bajo el velo, por inercia. Por educación. En realidad, apenas podía respirar. El pecho le dolía como si el corsé le comprimiera los pulmones, y no era culpa del vestido.
Apenas unas horas antes había recibido el vídeo.
Ethan. Sofía. Su prometido y su hermana.
No necesitó ver los rostros. Bastó con sus voces, con la forma de reírse, con ese gemido inconfundible que todavía le taladraba el cráneo. Lo había puesto una y otra vez durante la madrugada, esperando descubrir un truco, una edición, cualquier cosa que le permitiera llamarlo “broma cruel”.
No lo era.
Las maquilladoras habían tenido que trabajar a contrarreloj para disimular las ojeras. Tres capas de corrector y aun así se veía agotada. El maquillaje podía cubrir la piel, pero no la rabia que hervía debajo.
La idea de girarse, tirar el ramo al suelo y salir corriendo le quemaba la garganta.
A su lado, su padre caminaba con paso firme, el brazo rígido, el rostro grave y satisfecho de quien se sabe vencedor. Salvador Reverte no miraba a su hija, miraba hacia el altar. Hacia las cámaras. Hacia el futuro titular del día siguiente.
Entre los asistentes, una figura destacaba sin esforzarse: un hombre alto, de traje gris oscuro perfectamente cortado, que no sonreía ni grababa con el móvil como los demás. Sus ojos azules, fríos y calculadores, siguieron a Valeria durante unos segundos bajo el velo. No parecía un invitado. No parecía un curioso. Observaba como quien evalúa una decisión futura.
El bolsillo de su chaqueta vibró.
Valeria sintió el movimiento, pero no apartó la vista del altar. El obispo recitaba palabras solemnes que le llegaban como un murmullo lejano. El corazón le golpeaba tan fuerte que apenas podía oír otra cosa.
Salvador miró la pantalla del móvil, frunció apenas el ceño y luego levantó la cabeza. Sus ojos se clavaron en Sofía, sentada en primera fila, impecable en su vestido de invitada perfecta. La muchacha sostenía la mirada con descaro.
Otra vibración. El pie derecho de su padre empezó a moverse, un tic rítmico que Valeria conocía demasiado bien. Significaba cuenta atrás. Significaba que algo iba a ocurrir.
Los monitores colocados detrás del coro se apagaron de golpe. Nadie, salvo ella, pareció darle importancia.
—Desmáyate —susurró Salvador junto a su oído, sin dejar de sonreír hacia el altar.
Valeria giró la cabeza, incrédula.
—¿Qué…?
—Ahora —replicó en el mismo tono suave, pero con una frialdad que no admitía réplica.
Ella nunca había sido buena actriz. No hacía falta. Cerró los ojos, dejó que el aire saliera de sus pulmones y se dejó caer hacia él. Salvador la sujetó un segundo, el tiempo justo para que el gesto pareciera heroico, y luego la aflojó lo suficiente para que el cuerpo se desplomara con elegancia.
—¡Valeria! —exclamó, con alarma perfectamente medida—. ¡Doctor, por favor!
El murmullo recorrió la catedral. Una figura con un traje impecable —el médico de confianza de la familia— avanzó entre los invitados.
—Sepárense, por favor —ordenó—. Posible ataque de ansiedad. Es normal en una novia el día de su boda.
La tumbaron en un banco lateral. Valeria mantuvo los ojos cerrados, respirando despacio, fingiendo un desmayo que cada vez se parecía más a la anestesia de la incredulidad.
Sintió la presencia de Sofía inclinándose sobre ella.
—¿Querida hermana, estás bien? —susurró, empalagosa.
La palabra “querida” le atravesó la piel como una aguja.
—¿Está bien mi prometida? —escuchó la voz de Ethan, quebrada, demasiado aguda para ser sincera.
El murmullo empezaba a calmarse cuando la voz de Salvador tronó sobre todas las demás.
—Lo siento, Ethan. —Se hizo un silencio instantáneo—. Mi hija me confesó anoche que se sentía culpable. Dijo que había cometido un error… que te fue infiel con un stripper en su despedida de soltera.
Las palabras cayeron como piedras.
Valeria abrió los ojos de golpe. No entendía. No podía entenderlo. ¿Infiel? ¿Con un stripper? Su padre estaba fabricando una mentira ante todo el país.
—Fue un error producto del alcohol —continuó Salvador, con tono grave de padre dolido—, pero no deja de ser una traición. Por eso… es mejor cancelar la ceremonia.
Los flashes estallaron. Voces, exclamaciones, cuchicheos. “Lo sabía”, “qué vergüenza”, “una Reverte, por supuesto…”.
Valeria no lloró. Ni siquiera respiró. Sentía el cuerpo frío, como si hubiera abandonado su propia carne para mirar la escena desde fuera.
En la primera fila, Sofía apenas conseguía ocultar la sonrisa.
La familia Morel reaccionó al instante. El padre de Ethan se levantó, rojo de furia.
—Exigimos que la familia Reverte cubra todos los gastos —bramó alguien—. ¡Esto es una humillación pública!
Salvador no perdió la calma. Se acercó al novio y a su padre con la tranquilidad de un verdugo que sabe que aún no ha mostrado la soga.
—Lo comprendo —dijo—. Pero antes quizá les interese ver algo.
Sacó el móvil, seleccionó un archivo y pulsó “play”. El silencio fue total.
En la pantalla, durante escasos segundos, se vieron cuerpos enredados, piel, gemidos. No hacía falta más. Sofía y Ethan. Sin máscaras. Sin duda posible.
El color abandonó el rostro de Ethan. El de su padre se volvió ceniza.
Valeria deseó que aquellas imágenes estuvieran también en las pantallas de la catedral, que todo el país viera la verdad. Pero los monitores seguían apagados. La única reputación que se sacrificaba era la suya.
—Lo siento, queridos invitados —dijo Ethan al fin, levantando la voz con una dignidad prestada—. Valeria ha cometido un error imperdonable. No puedo casarme con una mujer incapaz de guardarse para su esposo. La boda queda cancelada.
La mentira fue perfecta. El papel de víctima, impecable. Y la mancha, solo sobre ella.
El caos estalló. La mitad de los presentes se levantó, la otra mitad grababa con el móvil. La iglesia, minutos antes llena de luz, empezó a vaciarse entre murmullos cargados de morbo.
“Infiel”.
“Puta”. “Qué esperar de los Reverte…”.Valeria sintió que algo dentro de ella se quebraba con un chasquido seco.
Su padre se inclinó sobre ella.
—Quédate con los ojos cerrados hasta que se calmen —murmuró.
Obedeció. No porque le creyera, sino porque no tenía fuerzas para levantarse. Se concentró en los sonidos: los tacones alejándose, el roce de telas caras, el eco de las puertas al cerrarse.
Cuando volvió el silencio, solo quedaban allí su padre, Sofía, su madrastra y la familia Morel.
Salvador enderezó la espalda y habló como si estuviera en una sala de juntas.
—He salvado las apariencias de su hijo —anunció—. He sacrificado a mi hija delante de todos. Lo lógico es que ahora Ethan repare el daño casándose con Sofía.
Valeria abrió los ojos. El mundo le temblaba alrededor.
—¿Qué…? —susurró.
El padre de Ethan se lo pensó apenas un segundo.
—Me parece justo —dijo al fin, con una frialdad que heló el aire.
Sofía sonrió abiertamente, triunfadora. Se acercó a Ethan y se colgó de su cuello, disfrutando de la escena como de un postre caro.
—Hermanita querida… —se inclinó hacia Valeria con dulzura envenenada—. ¿Me ayudarás a preparar la boda?
Valeria la miró fijamente, sin parpadear. Debajo del velo, algo se estaba apagando. No la dignidad —eso ya se la habían arrebatado—, sino la parte de ella que todavía esperaba justicia.
Lo que quedaba era otra cosa. Más dura. Más fría.
Salvador se acercó, cerrando el círculo.
—Por supuesto que la ayudarás —sentenció—. Si su boda sirve para limpiar el nombre de la familia, participarás en cada detalle. Es lo mínimo que puedes hacer después de la vergüenza que has causado.
Se inclinó un poco más, solo para que ella lo escuchara.
—En cuanto a tu reputación de infiel… nadie querrá tocarte. Pero aún necesito que te cases. Hasta que heredes las acciones de tu abuelo, sigues siendo útil. Después… ya veremos.
Valeria sintió sabor a metal en la boca. Clavó las uñas en las palmas para no temblar.
En ese instante, lo entendió todo con una claridad cortante:
No tenía padre. No tenía prometido. No tenía nombre.
Solo le quedaba una cosa: recordar cada mirada, cada risa, cada palabra que la había destruido. Algún día, de un modo u otro, se los devolvería.
No sabía cómo ni cuándo. Solo sabía que, en aquella catedral que olía a incienso y a rosas marchitas, Valeria Reverte dejaba de ser la novia perfecta.
Y nacía algo nuevo. Algo que nadie en esa iglesia estaba preparado para enfrentar.
El despertador sonó a las siete en punto.Sofía no se movió al principio. Permaneció boca arriba, mirando el techo, mientras el sonido insistente perforaba el silencio de la habitación. Había dormido poco. Demasiado poco para alguien que, en teoría, iba a empezar “una nueva etapa”.Extendió la mano con torpeza y apagó el despertador sin mirar la hora. El silencio volvió, pero no trajo alivio.Giró la cabeza.Sobre el escritorio, perfectamente ordenados —demasiado ordenados para haber sido colocados con cariño—, estaban los documentos de
Sofía estaba sentada en el suelo de su habitación, rodeada de papeles. No era desorden. Era creación. Había extendido sobre la alfombra varias cartulinas de colores pastel, muestras de tipografías impresas, bocetos de logotipos dibujados a mano y un cuaderno lleno de anotaciones apresuradas. En la cama, abierta, descansaba una carpeta con el informe preliminar del estudio de mercado que había encargado a una consultora externa. No era barato, pero Valeria había insistido en que hiciera las cosas bien desde el principio. Y Sofía quería hacerlo bien. Sonrió al releer uno de los nombres subrayados: Sugar & Paws. Lo había anotado junto a otros posibles, algunos tachados, otros con estrellas al lado. Imaginó el local: luminoso, acogedor, con vitrinas llenas de pasteles pequeños, delicados, casi demasiado bonitos para comérselos. Imaginó a la gente entrando no solo a comprar, sino a quedarse. A hacer fotos. A sonreír. Por primera vez en mucho tiempo, la idea no tenía que gustarle a nad
El secretario del Consejo ajustó las gafas antes de hablar.—Procedemos a la votación de los nombramientos propuestos para las divisiones ejecutivas del grupo.No hubo comentarios. No hubo protestas.Solo ese silencio funcional que siempre precedía a las decisiones que nadie quería discutir, pero que todos aceptarían después como inevitables.Valeria apoyó los dedos sobre la mesa y bajó la mirada un instante. No para evitar a nadie. Para ordenar lo que sentía.Sabía que, si votaba en contr
El secretario del Consejo levantó la vista del recuento.—Empate —anunció—. Seis votos a favor. Seis en contra.Un murmullo bajo recorrió la mesa. Salvador se recostó ligeramente en la silla, exhalando despacio. No sonreía, pero tampoco parecía incómodo.—En caso de empate —dijo—, la presidencia…—Disculpe —intervino Valeria.No alzó la voz. No sonrió.El secretario se
Por fin había llegado el día del Consejo de Administración deIndustrias Reverte.Valeria se había preparado para él con una meticulosidad casi quirúrgica. La noche anterior, Leonard y ella habían repasado escenarios, posibles alianzas y líneas rojas. No era una conversación romántica, pero sí íntima: la de dos personas que saben que, al amanecer, el mundo va a exigirles versiones distintas de sí mismos.Esta vez, Valeria acudiría sola. O casi. Solo Martha la acompañaría.Leonard había insistido en no estar presente. No por desinterés, sino por estrategia. Sabía que, si aparecía
El despacho no pertenecía a nadie en concreto, y eso era precisamente lo que lo hacía útil. No había logotipos visibles ni fotografías familiares sobre la mesa. Solo una vista amplia de la ciudad y una mesa de reuniones demasiado pulcra para generar confianza.Valeria tomó asiento sin quitarse el abrigo. No era una visita protocolaria, ni tampoco una cita improvisada. Era uno de esos encuentros que no figuraban en agendas oficiales, pero que decidían más que muchas votaciones formales.El hombre frente a ella no sonreía. Tampoco parecía hostil. Eso, en cierto modo, era peor.—No he pedido verte para discutir porcentajes —dijo al fin—.
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