Isidora Almonte siempre ha sido la sombra en la mansión que lleva el apellido más admirado de Barcelona: callada, correcta, encerrada entre libros y bocetos que nadie ve. Tras la muerte del patriarca Javier Almonte, la familia queda al borde del abismo y la esperanza de salvar la Casa de Moda recae en decisiones que nadie esperaba. Cuando los Franzani —una dinastía rival pero amiga de la familia— exigen que Matteo Franzani se comprometa con una Almonte para honrar una promesa, la inesperada elegida es Isidora, una joven a la que su propia sangre convirtió en blanco de burla. Matteo llega frío, acostumbrado a obtener todo con una sonrisa, y encuentra en Isidora una resistencia que lo irrita y lo atrae en partes iguales. Bajo la cortina del compromiso arreglado florecen secretos, pacto familiar, y el choque entre deseo y deber. Mientras el mundo exige una unión por estrategia, Isidora y Matteo deberán descubrir si lo que los une será solamente una promesa, una red de mentiras, o el inesperado comienzo de algo que ambos temían: amar de verdad.
Leer másPOV Isidora
El eco de los tacones de Clara resonaba en el mármol del pasillo como si cada golpe fuera una sentencia, y cada chasquido me recordaba que esta mansión no era mía, nunca lo había sido, aunque yo me engañara llamándola “mi casa”, porque en el fondo sabía que solo era una prisionera en un escenario que ellos dominaban con perfección absoluta.
Afuera Barcelona respiraba libertad con turistas riendo en las Ramblas, con el aroma a pan recién horneado flotando desde las panaderías y con el mar susurrando promesas que jamás llegarían a mí, pero aquí, entre muros altos y ventanas impecables de vidrio, el aire se volvía helado, saturado de juicios invisibles, y cada esquina parecía guardar secretos que no debía conocer, cada luz reflejaba lo que nunca podría ser, mientras yo, atrapada en medio de todo eso, me sentía diminuta, apenas una sombra que se movía por obligación, un fantasma invisible en mi propia casa.
Quizá por eso buscaba refugio en mis visitas al convento de Santa Eulalia. Desde la muerte de mis padres, ese lugar se había convertido en mi único respiro. Allí, entre las hermanas, encontraba ternura y silencio. Me dejaban ayudar en la huerta, coser hábitos, cantar en las misas. Nadie me comparaba con Clara ni me recordaba lo indeseada que era. Por unas horas, podía sentirme yo misma, sin culpa ni temor. Era un aliento profundo en un mundo que parecía querer sofocarme.
Pero Clara no necesitaba palabras para recordarme que no pertenecía. Bastaba con su andar, el levante arrogante de su barbilla, la manera en que parecía gravitar con el mundo a sus pies. Cada movimiento suyo era un recordatorio de que yo estaba de más, que nada de lo que hiciera podría igualarla.
—¿Otra vez con ese vestido? —escupió con su sonrisa torcida, de quien no pregunta sino sentencia.
La observé de reojo. Su vestido de seda roja parecía una segunda piel diseñada para provocar. Su perfume caro impregnaba el aire, incluso a esa hora. Yo vestía mi sencillo vestido azul cielo, práctico y sin pretensiones, que me hacía invisible. Lo amaba por eso: porque me ocultaba de ojos que siempre juzgaban.
—Me gusta este —respondí bajando la voz.
Rió esa risa nasal que me perforaba los huesos. El repiqueteo de sus tacones siguió hasta el comedor, como si cada paso sellara mi derrota. Cada movimiento suyo era una daga silenciosa y yo sabía que no podía reaccionar; cualquier gesto sería confirmación de su poder.
Allí estaba Rafael, impecable en su traje gris que parecía esculpido sobre su cuerpo. El periódico abierto frente a él, el café humeante. Rafael Almonte, CEO de la Casa de Moda Almonte, un título que le había caído encima a los veinticuatro años tras la muerte de nuestro padre. Nunca lo había deseado, pero nunca se permitió rechazarlo. Desde entonces, ese peso lo había endurecido, convirtiéndolo en un juez silencioso que controlaba cada detalle, incluido yo.
—Isidora, deberías preocuparte más por tu imagen —dijo, sin apartar la vista de la sección de finanzas—. Eres una Almonte, aunque a veces no lo parezca.
“Aunque a veces no lo parezca.” La frase me perforó como siempre. Hoy, su dolor fue físico: un nudo apretado en la garganta, los hombros tensos, un peso que se extendía desde el pecho hasta el estómago. Me serví el té con manos temblorosas, intentando que el movimiento automático de la taza y el líquido humeante calmara el temblor de mi cuerpo.
Pensé en mamá. Alicia San Martín, la modelo que amó a nuestro padre, que murió con él en un accidente hace dos años. Desde entonces, la mansión se convirtió en un tribunal. Clara y Rafael me culpaban de todo, incluso del suicidio de Filipa cuando papá la dejó. Nunca aceptaron que su matrimonio ya estaba roto. Yo era la prueba viviente de esa verdad incómoda.
—¿Ya decidiste cuándo entrarás al convento? —preguntó Rafael, tan frío que parecía hablar de acciones en la bolsa.
Clara sonrió con malicia, disfrutando el momento.
—Sí, querida —añadió—, deberías ir pensando en empacar. Las monjas estarán encantadas de recibir a alguien tan… apagada.
Sus ojos brillaban con crueldad. Cada palabra era un golpe calculado, diseñado para recordarme que nunca encajaría. Apreté la taza entre las manos. El convento. Sí, lo había mencionado, pero no por vocación profunda, sino porque era el único lugar donde encontraba paz. Allí nadie me pediría ser como Clara. Allí podía existir sin tener que justificar cada respiración.
—Aún no lo decido —dije.
Rafael levantó la mirada por primera vez. Su rostro, siempre pétreo, dejó ver un destello fugaz de cansancio: un segundo en el que no fue CEO, sino un hombre agotado por un trono que nunca eligió. Luego volvió al periódico. Para él, yo era solo un problema pendiente.
Clara no se detuvo.
—No lo decidas tarde, Isidora. Nadie quiere una Almonte arrastrando la vergüenza de su madre por los salones de Barcelona. ¿O acaso piensas seguir los pasos de esa… mujerzuela?
Su veneno me heló la sangre. Cada palabra me atravesó, como si miles de agujas perforaran mi piel y mi autoestima.
—Clara —Rafael la interrumpió suavemente—, basta.
Pero su reprensión sonó más como un suspiro que como un límite real.
Subí a mi cuarto, donde me esperaban mis cuadernos llenos de bocetos. Dibujos de vestidos imposibles, colores que nunca verían la luz, formas que nunca se atreverían a existir en el mundo de Clara. Allí, entre papeles y lápices, podía ser yo misma, aunque solo fuera por un instante.
Me tumbé en la cama, lápiz en mano, y dejé que la música envolviera la habitación. Cada línea era un acto de rebeldía silenciosa, un recordatorio de que aún tenía algo que nadie podía quitarme.
Unos golpes suaves en la puerta me hicieron enderezarme.
—¿Puedo pasar, señorita Isidora?
Era Charles. Con su bandeja de galletas y leche tibia, como cuando era niña. Siempre parecía ver más allá del apellido, siempre parecía notar el cansancio en mis hombros y ojos.
—Te ves cansada —dijo, dejándome con esa mezcla de ternura y preocupación que siempre me desarmaba.
—Estoy bien —mentí, pero no pude ocultar el temblor en mi voz.
—¿Alguna vez pensaste en escapar, Charles?
Él suspiró. —Muchas veces. Pero a veces, no se huye corriendo. Se huye creando algo propio aquí dentro —me señaló el pecho—. Y tú, pequeña, tienes ese mundo en tus manos.
Mis ojos arden de emoción contenida.
—Quiero irme al convento. No porque crea tener vocación, sino porque allí nadie me exigirá ser otra.
Charles me sostuvo la mirada largo rato.
—Eres demasiado joven para encerrarte en paredes de piedra. Tu madre no crió a una cobarde.
Guardé silencio. No sabía qué responder. Quizá porque temía que él tuviera razón.
La tarde cayó. Afuera, la mansión se llenó de luces y movimiento. Autos llegaban, risas y copas chocando. Una fiesta. La fiesta. A la que no había sido invitada, aunque conocía la razón: la formalización del compromiso de Clara.
Desde mi ventana podía ver los jardines iluminados, la gente entrando en vestidos de gala y trajes negros. Damas cuchicheando, caballeros admirando joyas. Todos celebraban la vida de Clara, mientras yo era la gran ausente: la hermana incómoda, la mancha invisible en el lienzo de la mansión.
Las risas llegaban hasta mi habitación como cristales rotos en mi pecho. Clara brillaba, levantando su copa. Y yo, atrapada, sentía un dolor físico: un nudo en el estómago, un temblor en manos y piernas, el corazón golpeando en la garganta.
No pude soportarlo más. Bajé al jardín trasero, lejos de las luces, lejos del ruido. El aire fresco me acarició la piel, el olor de la tierra húmeda y las rosas me dio un respiro. Por un instante, sentí paz. Cada pétalo abierto parecía un pequeño triunfo de vida.
Hasta que lo sentí.
Una mirada.
No era como las de Clara o Rafael, cargadas de desprecio. Esta era intensa, penetrante, capaz de atravesar muros, de leer secretos que ni yo misma quería admitir. Cada fibra de mi cuerpo se tensó, el corazón me golpeaba contra las costillas.
Me giré.
Un hombre alto, de traje oscuro, se erguía bajo un arco iluminado por la luna. Su porte seguro, elegante, la mandíbula marcada. Sus ojos verdes me atravesaban como un rayo, y algo en ellos me hizo retroceder sin querer. Cada paso suyo era deliberado, calculado, y mi respiración se aceleraba.
—No te había visto antes —dijo, su voz grave, firme y vibrante—. ¿Cómo te llamas?
—Isidora… Isidora Almonte —logré susurrar.
Sus ojos se abrieron un instante, como si mi nombre activara un recuerdo oculto. Luego, una sonrisa apenas esbozada, peligrosa, dibujó sus labios.
—Almonte —repitió—. Entonces, por fin te encuentro.
Sentí un escalofrío que recorrió mi espalda hasta los hombros. Apagué la manguera con torpeza y murmuré una disculpa antes de retroceder, como si su mirada fuera capaz de leer mis pensamientos más íntimos.
Mientras corría hacia la mansión, el murmullo de la fiesta y las luces doradas seguían al otro lado, recordándome todo lo que no era. Pero esa mirada… esa mirada había penetrado todas mis defensas.
Supe, antes de siquiera conocer su nombre, que mi vida había cambiado para siempre. Matteo Franzani no apareció por casualidad, y lo que había decidido esa noche sellaría mi destino antes de que yo pudiera siquiera imaginarlo.
POV MatteoMis padres habían decidido marcharse justo antes de su llegada, y aunque lo llamaron un gesto de confianza, una manera elegante de darnos “privacidad” para conocernos mejor, en realidad era un arma de doble filo, porque toda la casa quedaba bajo mi control y, por lo tanto, Isidora tendría que enfrentarse a mí sin testigos, sin árbitros y sin respiro, así que no protesté, no porque estuviera de acuerdo, sino porque la sola idea de que mis padres observaran cada gesto, cada intercambio, me resultaba insoportable, y por eso preferí imponer mi propio ritmo, controlar cada paso, cada mirada y cada silencio.La mansión Franzani estaba impecable, como siempre, y cada cuadro, cada mueble y cada sombra parecían calculados para recordarle al visitante que aquí nada escapaba de mis manos, mientras yo mismo formaba parte de esa escenografía, con mi traje oscuro, la corbata recta y el gesto impenetrable, lo que me convertía en una estatua más en ese museo de control absoluto, y aunque p
POV IsidoraNo pensé que doliera tanto cerrar una puerta, porque aunque la mansión Almonte siempre había sido mi cárcel, cuando di el último vistazo a sus pasillos fríos sentí que me arrancaban un pedazo de piel, ya que esas paredes guardaban los ecos de mis pasos, las discusiones en voz baja y los secretos que nunca debí escuchar. Apreté los labios hasta que casi me sangraron, decidida a no llorar, porque no iba a regalarle esa victoria ni a Rafael ni a Clara.Charles me acompañó hasta el umbral y, con la espalda recta a pesar de los años, me miró como si quisiera memorizarme; sus ojos húmedos me dijeron lo que su boca no podía pronunciar.—Señorita —murmuró, inclinando apenas la cabeza, como siempre hacía, como si me despidiera para un viaje y no para una vida distinta.Entonces lo abracé, rompiendo el protocolo que él mantenía incluso en los peores días, y aspiré el olor de su chaqueta, una mezcla de madera envejecida y té negro que había marcado toda mi infancia.—No me olvides —l
POV MatteoNo soy un hombre que duda.O al menos, nunca lo fui.Desde el instante en que vi a Isidora entrar al jardín del brazo de Rafael, supe que la decisión estaba tomada; no por capricho, ni por un romance barato, sino porque había una belleza innegable en lo inesperado, una belleza que se aferraba al aire sin pedir permiso, y yo siempre he sabido reconocer el valor en lo que los demás no entienden.El vestido marfil le caía como si hubiera nacido para incomodarla, y no era la tela ni el corte lo que me atrapó, sino la forma en que parecía querer huir y, aun así, permanecía. Ese contraste entre fragilidad y resistencia me resultó más fascinante que cualquier sonrisa ensayada de las mujeres que suelen rodearme.Las aclamaciones del público, los aplausos, los brindis… todo estaba ahí celebrando una alianza que, para mí, era estrategia; sin embargo, hubo un instante, cuando deslicé el anillo en su dedo y ella no dijo nada, en que entendí que esa misma indiferencia podía convertirse
POV IsidoraEl vestido marfil caía sobre mí con un peso inesperado, como si estuviera hecho de plomo en lugar de seda, y cada pliegue parecía recordarme que ya no era dueña de mis movimientos, que mi cuerpo había dejado de pertenecerme, por lo que intenté alisar el dobladillo con manos temblorosas, aunque estaba perfectamente cosido, porque necesitaba un gesto mecánico para no quebrarme.Me miré en el espejo y la imagen que devolvía me resultaba extraña, ajena, casi una burla, pues mi cabello caía en ondas suaves sobre los hombros, apenas recogido para que mi rostro quedara expuesto, de modo que ni siquiera me habían dejado ocultarme tras un mechón rebelde. Había un esfuerzo evidente en mostrarme como algo presentable, como un adorno más de la fiesta, y mis labios, pintados de un tono rosado que nunca había usado, me parecían una máscara, porque esa no era yo, esa chica maquillada no era la que se refugiaba en libros ni la que pasaba tardes enteras dibujando en secreto, sino un maniqu
POV RafaelNo me gustan las sorpresas, nunca, porque implican perder control, y en mi mundo el control lo es todo; cada detalle, cada palabra, cada movimiento está calculado, y no dejo nada al azar. Por eso esa noche debía ser simple: la fiesta de compromiso de Clara y Matteo, el cumplimiento de la promesa que mi padre hizo antes de morir y, al mismo tiempo, el respiro que la Casa de Moda Almonte necesitaba para no caer en la ruina. Todo estaba planeado, todo, hasta que Matteo abrió la boca y echó abajo años de planes, ilusiones de Clara y mi paciencia.—No me casaré con Clara —dijo, y su tono arrogante, implacable, solo podía ser de un Franzani. Por un instante pensé que bromeaba; sin embargo, su sonrisa era inexistente y sus ojos verdes me atravesaron, fríos, como cuchillas de hielo, sin un ápice de humor. Luca lo observaba con gesto incómodo, casi deseando desvanecerse en el despacho, y mi madre, Julieta, se llevó la mano al pecho, temblando como si un cuchillo invisible la atraves
POV MatteoLas fiestas nunca fueron lo mío, aunque nací en ellas. Desde que tengo memoria mi vida ha estado rodeada de copas de champaña, sonrisas falsas y gente que se acerca demasiado solo para recordar mi apellido: Franzani. Aprendí a caminar entre multitudes sin que nadie realmente me tocara, a estrechar manos que no significaban nada y a fingir interés en conversaciones que me aburrían hasta el cansancio.Podría entrar con los ojos cerrados a cualquier evento social de Europa y aun así adivinar cada movimiento antes de que ocurriera: carcajadas forzadas de los que beben más de lo que deberían, sonrisas calculadas de quienes buscan un contrato y susurros de mujeres que se debaten entre acercarse a mí o esperar que yo lo haga primero. Todo un guion escrito antes de mi nacimiento. Y yo… solo lo interpreto, porque no me dejaron otra opción.Esa noche en la mansión Almonte la incomodidad se sentía multiplicada por diez. Los jardines, perfectos hasta el último pétalo. Los candelabros,
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