Por Encargo del Destino: Promesa en la Casa Almonte

Por Encargo del Destino: Promesa en la Casa AlmonteES

Romance
Última actualización: 2025-09-12
Renata Caglioni  Recién actualizado
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Resumen
Índice

Isidora Almonte siempre ha sido la sombra en la mansión que lleva el apellido más admirado de Barcelona: callada, correcta, encerrada entre libros y bocetos que nadie ve. Tras la muerte del patriarca Javier Almonte, la familia queda al borde del abismo y la esperanza de salvar la Casa de Moda recae en decisiones que nadie esperaba. Cuando los Franzani —una dinastía rival pero amiga de la familia— exigen que Matteo Franzani se comprometa con una Almonte para honrar una promesa, la inesperada elegida es Isidora, una joven a la que su propia sangre convirtió en blanco de burla. Matteo llega frío, acostumbrado a obtener todo con una sonrisa, y encuentra en Isidora una resistencia que lo irrita y lo atrae en partes iguales. Bajo la cortina del compromiso arreglado florecen secretos, pacto familiar, y el choque entre deseo y deber. Mientras el mundo exige una unión por estrategia, Isidora y Matteo deberán descubrir si lo que los une será solamente una promesa, una red de mentiras, o el inesperado comienzo de algo que ambos temían: amar de verdad.

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Capítulo 1

1. La Sombra de la Mansión

POV Isidora

El eco de los tacones de Clara resonaba en el mármol del pasillo como si cada golpe fuera una sentencia, y cada chasquido me recordaba que esta mansión no era mía, nunca lo había sido, aunque yo me engañara llamándola “mi casa”, porque en el fondo sabía que solo era una prisionera en un escenario que ellos dominaban con perfección absoluta.

Afuera Barcelona respiraba libertad con turistas riendo en las Ramblas, con el aroma a pan recién horneado flotando desde las panaderías y con el mar susurrando promesas que jamás llegarían a mí, pero aquí, entre muros altos y ventanas impecables de vidrio, el aire se volvía helado, saturado de juicios invisibles, y cada esquina parecía guardar secretos que no debía conocer, cada luz reflejaba lo que nunca podría ser, mientras yo, atrapada en medio de todo eso, me sentía diminuta, apenas una sombra que se movía por obligación, un fantasma invisible en mi propia casa.

Quizá por eso buscaba refugio en mis visitas al convento de Santa Eulalia. Desde la muerte de mis padres, ese lugar se había convertido en mi único respiro. Allí, entre las hermanas, encontraba ternura y silencio. Me dejaban ayudar en la huerta, coser hábitos, cantar en las misas. Nadie me comparaba con Clara ni me recordaba lo indeseada que era. Por unas horas, podía sentirme yo misma, sin culpa ni temor. Era un aliento profundo en un mundo que parecía querer sofocarme.

Pero Clara no necesitaba palabras para recordarme que no pertenecía. Bastaba con su andar, el levante arrogante de su barbilla, la manera en que parecía gravitar con el mundo a sus pies. Cada movimiento suyo era un recordatorio de que yo estaba de más, que nada de lo que hiciera podría igualarla.

—¿Otra vez con ese vestido? —escupió con su sonrisa torcida, de quien no pregunta sino sentencia.

La observé de reojo. Su vestido de seda roja parecía una segunda piel diseñada para provocar. Su perfume caro impregnaba el aire, incluso a esa hora. Yo vestía mi sencillo vestido azul cielo, práctico y sin pretensiones, que me hacía invisible. Lo amaba por eso: porque me ocultaba de ojos que siempre juzgaban.

—Me gusta este —respondí bajando la voz.

Rió esa risa nasal que me perforaba los huesos. El repiqueteo de sus tacones siguió hasta el comedor, como si cada paso sellara mi derrota. Cada movimiento suyo era una daga silenciosa y yo sabía que no podía reaccionar; cualquier gesto sería confirmación de su poder.

Allí estaba Rafael, impecable en su traje gris que parecía esculpido sobre su cuerpo. El periódico abierto frente a él, el café humeante. Rafael Almonte, CEO de la Casa de Moda Almonte, un título que le había caído encima a los veinticuatro años tras la muerte de nuestro padre. Nunca lo había deseado, pero nunca se permitió rechazarlo. Desde entonces, ese peso lo había endurecido, convirtiéndolo en un juez silencioso que controlaba cada detalle, incluido yo.

—Isidora, deberías preocuparte más por tu imagen —dijo, sin apartar la vista de la sección de finanzas—. Eres una Almonte, aunque a veces no lo parezca.

“Aunque a veces no lo parezca.” La frase me perforó como siempre. Hoy, su dolor fue físico: un nudo apretado en la garganta, los hombros tensos, un peso que se extendía desde el pecho hasta el estómago. Me serví el té con manos temblorosas, intentando que el movimiento automático de la taza y el líquido humeante calmara el temblor de mi cuerpo.

Pensé en mamá. Alicia San Martín, la modelo que amó a nuestro padre, que murió con él en un accidente hace dos años. Desde entonces, la mansión se convirtió en un tribunal. Clara y Rafael me culpaban de todo, incluso del suicidio de Filipa cuando papá la dejó. Nunca aceptaron que su matrimonio ya estaba roto. Yo era la prueba viviente de esa verdad incómoda.

—¿Ya decidiste cuándo entrarás al convento? —preguntó Rafael, tan frío que parecía hablar de acciones en la bolsa.

Clara sonrió con malicia, disfrutando el momento.

—Sí, querida —añadió—, deberías ir pensando en empacar. Las monjas estarán encantadas de recibir a alguien tan… apagada.

Sus ojos brillaban con crueldad. Cada palabra era un golpe calculado, diseñado para recordarme que nunca encajaría. Apreté la taza entre las manos. El convento. Sí, lo había mencionado, pero no por vocación profunda, sino porque era el único lugar donde encontraba paz. Allí nadie me pediría ser como Clara. Allí podía existir sin tener que justificar cada respiración.

—Aún no lo decido —dije.

Rafael levantó la mirada por primera vez. Su rostro, siempre pétreo, dejó ver un destello fugaz de cansancio: un segundo en el que no fue CEO, sino un hombre agotado por un trono que nunca eligió. Luego volvió al periódico. Para él, yo era solo un problema pendiente.

Clara no se detuvo.

—No lo decidas tarde, Isidora. Nadie quiere una Almonte arrastrando la vergüenza de su madre por los salones de Barcelona. ¿O acaso piensas seguir los pasos de esa… mujerzuela?

Su veneno me heló la sangre. Cada palabra me atravesó, como si miles de agujas perforaran mi piel y mi autoestima.

—Clara —Rafael la interrumpió suavemente—, basta.

Pero su reprensión sonó más como un suspiro que como un límite real.

Subí a mi cuarto, donde me esperaban mis cuadernos llenos de bocetos. Dibujos de vestidos imposibles, colores que nunca verían la luz, formas que nunca se atreverían a existir en el mundo de Clara. Allí, entre papeles y lápices, podía ser yo misma, aunque solo fuera por un instante.

Me tumbé en la cama, lápiz en mano, y dejé que la música envolviera la habitación. Cada línea era un acto de rebeldía silenciosa, un recordatorio de que aún tenía algo que nadie podía quitarme.

Unos golpes suaves en la puerta me hicieron enderezarme.

—¿Puedo pasar, señorita Isidora?

Era Charles. Con su bandeja de galletas y leche tibia, como cuando era niña. Siempre parecía ver más allá del apellido, siempre parecía notar el cansancio en mis hombros y ojos.

—Te ves cansada —dijo, dejándome con esa mezcla de ternura y preocupación que siempre me desarmaba.

—Estoy bien —mentí, pero no pude ocultar el temblor en mi voz.

—¿Alguna vez pensaste en escapar, Charles?

Él suspiró. —Muchas veces. Pero a veces, no se huye corriendo. Se huye creando algo propio aquí dentro —me señaló el pecho—. Y tú, pequeña, tienes ese mundo en tus manos.

Mis ojos arden de emoción contenida.

—Quiero irme al convento. No porque crea tener vocación, sino porque allí nadie me exigirá ser otra.

Charles me sostuvo la mirada largo rato.

—Eres demasiado joven para encerrarte en paredes de piedra. Tu madre no crió a una cobarde.

Guardé silencio. No sabía qué responder. Quizá porque temía que él tuviera razón.

La tarde cayó. Afuera, la mansión se llenó de luces y movimiento. Autos llegaban, risas y copas chocando. Una fiesta. La fiesta. A la que no había sido invitada, aunque conocía la razón: la formalización del compromiso de Clara.

Desde mi ventana podía ver los jardines iluminados, la gente entrando en vestidos de gala y trajes negros. Damas cuchicheando, caballeros admirando joyas. Todos celebraban la vida de Clara, mientras yo era la gran ausente: la hermana incómoda, la mancha invisible en el lienzo de la mansión.

Las risas llegaban hasta mi habitación como cristales rotos en mi pecho. Clara brillaba, levantando su copa. Y yo, atrapada, sentía un dolor físico: un nudo en el estómago, un temblor en manos y piernas, el corazón golpeando en la garganta.

No pude soportarlo más. Bajé al jardín trasero, lejos de las luces, lejos del ruido. El aire fresco me acarició la piel, el olor de la tierra húmeda y las rosas me dio un respiro. Por un instante, sentí paz. Cada pétalo abierto parecía un pequeño triunfo de vida.

Hasta que lo sentí.

Una mirada.

No era como las de Clara o Rafael, cargadas de desprecio. Esta era intensa, penetrante, capaz de atravesar muros, de leer secretos que ni yo misma quería admitir. Cada fibra de mi cuerpo se tensó, el corazón me golpeaba contra las costillas.

Me giré.

Un hombre alto, de traje oscuro, se erguía bajo un arco iluminado por la luna. Su porte seguro, elegante, la mandíbula marcada. Sus ojos verdes me atravesaban como un rayo, y algo en ellos me hizo retroceder sin querer. Cada paso suyo era deliberado, calculado, y mi respiración se aceleraba.

—No te había visto antes —dijo, su voz grave, firme y vibrante—. ¿Cómo te llamas?

—Isidora… Isidora Almonte —logré susurrar.

Sus ojos se abrieron un instante, como si mi nombre activara un recuerdo oculto. Luego, una sonrisa apenas esbozada, peligrosa, dibujó sus labios.

—Almonte —repitió—. Entonces, por fin te encuentro.

Sentí un escalofrío que recorrió mi espalda hasta los hombros. Apagué la manguera con torpeza y murmuré una disculpa antes de retroceder, como si su mirada fuera capaz de leer mis pensamientos más íntimos.

Mientras corría hacia la mansión, el murmullo de la fiesta y las luces doradas seguían al otro lado, recordándome todo lo que no era. Pero esa mirada… esa mirada había penetrado todas mis defensas.

Supe, antes de siquiera conocer su nombre, que mi vida había cambiado para siempre. Matteo Franzani no apareció por casualidad, y lo que había decidido esa noche sellaría mi destino antes de que yo pudiera siquiera imaginarlo.

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1. La Sombra de la Mansión
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3. La Fiesta del Destino
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5. El Precio del Rey
6. Territorio Prohibido
7. Grietas en el Control
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