Maximiliano Undurraga, mi esposo desde hace cinco años, el hombre que heredó un imperio y mi paciencia. Isabela Martin, mi amiga de la universidad, mi dama de honor, mi compañera en funerales y madrugadas sin café.
Dos pilares. Dos traidores.
Y ahora, los dos, juntos en un cuadro que me robaba el aire.
Quería el divorcio. Firmar, cerrar la puerta y no volver a verles la cara. Pero pronto descubriría que mi libertad tenía un precio: el testamento del abuelo de Max. No era poco lo que estaba en juego. Mis padres y mi hermano dependían de ese dinero para salvar la empresa familiar. Si yo me iba, ellos caían conmigo.
Y lo peor: la única condición para recibir la herencia era seguir casada con Max.
Ese mismo día, una idea tomó forma en mi mente: cumplir los doce meses, fingir ser la esposa perfecta… y preparar su ruina desde dentro. Isabela, por supuesto, no iba a quedarse fuera. Si ella pensaba que podía seguir rondando mi casa como si nada, se iba a encontrar con la peor versión de mí.
Un año para sobrevivir. Un año para vengarme.
El eco de mis tacones resonó sobre el mármol pulido de la mansión, un sonido frío que no lograba ahogar el caos dentro de mí. Cada paso era una declaración de guerra, la mía, contra ellos. El sonido se dispersó por la opulenta cueva que me había servido de prisión dorada durante cinco años. Max siempre quiso este lugar; yo siempre preferí la libertad.
Ahí estaban.
En el centro del salón, bajo una lámpara de araña que bañaba todo en una luz dorada, la escena parecía una pintura grotesca. Max, mi marido, de pie, con las manos en los bolsillos de su pantalón de sastre, la mandíbula tensa. Sus ojos azules, fríos y calculadores, me evaluaban. A su lado, Isabela, la chica que juró ser mi hermana, sentada en el sofá de cuero. Una mano cubría su vientre abultado, el punto final de su traición.
El silencio entre los tres era tan denso que casi podía saborearlo. Cargado de secretos. De noches que no me pertenecieron. De un futuro que se me negaba.
—¿Podemos sentarnos, por favor, y hablar de esto con calma? —La voz de Max era un tono de negocios, el mismo que usaba para cerrar tratos millonarios. No había ni rastro de culpa, solo la impaciencia de un hombre que veía un problema que debía resolverse.
Resoplé. Una carcajada amarga burbujeó en mi pecho. —¿Calma? La calma es para los cementerios. Para ti, la vida es una operación matemática. Haces el cálculo y yo, tu exesposa, debo aceptar el resultado. El problema es que para mí no es eso. Es mi sangre. Es mi corazón. Es mi orgullo.
—No hay nada que hablar —dije, y mi voz, para mi sorpresa, era tan afilada como el hielo—. Lo único que hay es una decisión.
Isabela se retorció en su asiento. Su cara, una máscara de lástima y miedo. Me miró con ojos rojos, no de llanto, sino de agotamiento. La mano en su vientre, la misma mano que una vez sostuvo la mía, era ahora una barrera. El vientre de ella, el hijo de Max, se había convertido en el muro que me separaba de mi vida.
Max se movió, cruzando los brazos sobre su pecho. Su mirada se endureció. —Lorena, por favor. No te comportes así. Fue un error, lo admito. Pero podemos solucionarlo.
—¿Un error? —grité—. No es un error, Max. Es una elección. Me elegiste a mí para ser tu esposa, para firmar los contratos. Y a ella, para ser la madre de tu hijo.
La cara de Isabela palideció. Se mordió el labio y me miró con una súplica en los ojos que se sintió como un reproche. Sentí un asomo de satisfacción. Debería sentir pena, pero lo único que sentía era un deseo de venganza. Mi cuerpo era una cuerda tensa, a punto de romperse.
—¡Ya basta, Lorena! —rugió Max. Era la primera vez en años que lo escuchaba levantar la voz. No me hizo retroceder; me hizo sentir viva, me hizo sentir que esta era una batalla que podía ganar—. ¡No digas tonterías! ¡Nunca me amaste!
Esta vez la risa que salió de mi boca fue pura. Del alma. La risa de un alma destrozada. —No te amaba, Max. Te adoraba. Pero no lo entiendes, ¿verdad? Para ti todo en la vida es un trato. Y ahora, tu hijo es el nuevo. Y yo, solo soy el daño colateral.
Isabela se puso de pie, con los ojos llenos de lágrimas. —Lorena, por favor… tienes que entenderme. Max me prometió que te dejaría… me lo juró.
La corté sin levantar la voz. —No me pidas que te entienda. La comprensión es un lujo que se gana con lealtad, Isabela, y tú la vendiste barato.
El golpe fue tan bajo que la vi vacilar. Pero ya no me importaba. Un amigo traiciona solo por su propia voluntad. Y la de ella había sido dejarme de lado por Max, por su riqueza, por un estatus que nunca podría haber logrado por sí sola. Y ahora, un hijo.
Mi voz se endureció. El dolor se había convertido en una armadura. —He tomado mi decisión. —Me incliné hacia el frente, apoyando mis manos en la mesa de café de cristal, mirando a Max directamente a los ojos—. Quiero el divorcio.
La palabra "divorcio" pareció resonar en toda la mansión. Fue una declaración de libertad. Por primera vez, vi una chispa de sorpresa en los ojos de Max. No esperaba que fuera tan directa. Él creía que yo rogaría por una explicación. Pero se equivocaba.
Max se relajó, y una media sonrisa se dibujó en sus labios. No era felicidad. Era la sonrisa de un hombre que tiene el control. Me miró como a un problema que debía solucionar. —Lorena, no puedes —dijo.
—¡No puedo! ¡Dime por qué! ¡¿Por tus acciones?! ¡¿Por lo que pensará tu padre?! ¡¿Por el dinero?! —grité, incapaz de contener la ira.
Max ni siquiera se inmutó. La mirada de Isabela estaba fija en su mano, un terror que se convertía en desilusión.
—Hay un detalle —dijo Max, con la voz baja, casi en tono de disculpa—. La voluntad de mi abuelo.
Las palabras fueron un jarro de agua fría. —¿Qué voluntad?
—Él se aseguró de que si nos divorciamos antes de doce meses, ambos lo perdemos todo. —Hizo una pausa, y su mirada se volvió más oscura. Su voz se convirtió en un susurro, pero el susurro era una amenaza—. Y hay una última cláusula: para heredar, no solo tenemos que vivir juntos, sino también… demostrar que nos amamos de nuevo.
El mundo se detuvo. Mi corazón dejó de latir. Sentí un miedo que me heló hasta el alma, y que me hizo entender que este no sería un divorcio, sino una larga y brutal guerra que apenas comenzaba. La historia no había acabado. Apenas empezaba. Ahora estaba atada a él.
La voz de Max susurró, con un orgullo que casi podía tocar: —Y ya ha entrado en vigor. Así que, mi querida Lorena… no puedes ir a ningún lado. Estamos atrapados.