Matrimonio en Cautiverio: Trampa de Contrato
Matrimonio en Cautiverio: Trampa de Contrato
Por: Renata Caglioni
1. La Declaración de Guerra

Maximiliano Undurraga: mi esposo desde hace cinco años. El heredero de un imperio. El hombre que convirtió mi paciencia en cenizas.

Isabela Martín: mi amiga de la universidad. La mujer que estuvo a mi lado en funerales y madrugadas sin café. Mi dama de honor el día que pensé que comenzaba una vida feliz.

Dos pilares. Dos traidores.

Y ahora, los dos juntos.

Yo quería el divorcio. Firmar los papeles, cerrar la puerta y nunca más volver a verles la cara. Pero pronto descubrí que mi libertad tenía un precio: el testamento del abuelo de Max.

Lo que estaba en juego no era solo mi orgullo. Eran mis padres, que habían invertido sus ahorros en la empresa familiar. Era mi hermano, que dependía del negocio para su futuro. Era toda la empresa que mi familia había construido durante décadas.

Si me iba, ellos caían conmigo.

La única condición para recibir la herencia era seguir casada con Max durante un año más.

Ese día decidí: cumpliría los doce meses, fingiría ser la esposa perfecta... y prepararía su ruina desde dentro.

Isabela tampoco quedaría fuera. Si creía que podía seguir rondando mi casa con su barriga en crecimiento, iba a descubrir que yo también sabía jugar sucio.


Mis tacones resonaron sobre el mármol pulido mientras me dirigía al salón principal. Cada paso era calculado, una declaración de que seguía siendo la dueña legal de esta casa. Max siempre había querido esta mansión: techos que se perdían en las alturas, ventanales enormes que daban a jardines perfectamente cuidados, lámparas de cristal que costaban más que el salario anual de muchas personas. Él amaba todo lo que gritara poder y estatus, todo lo que lo hiciera sentir superior al resto del mundo.

Yo había soñado siempre con lo opuesto: una casa más pequeña y acogedora, con un balcón lleno de plantas donde pudiera tomar café por las mañanas, una cocina que oliera a hogar y no a desinfectante de servicio doméstico. Un lugar donde pudiéramos ser nosotros mismos, sin máscaras ni actuaciones. Pero Max había insistido en que esta mansión era perfecta para la imagen que queríamos proyectar como pareja exitosa.

Ahora entendía que nunca se trataba de "nosotros". Siempre había sido solo sobre él.

Los encontré exactamente donde esperaba: en el centro del salón principal, bajo la lámpara de araña que bañaba todo en una luz dorada que debería haber sido cálida pero que esa tarde se sentía fría como el hielo.

Max estaba de pie junto al sofá de cuero italiano, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón de sastre. Llevaba una camisa blanca sin corbata, el primer botón desabrochado. Se veía relajado, como si esta fuera una reunión de negocios más, como si estuviéramos discutiendo un contrato y no el final de nuestro matrimonio. Sus ojos azules me estudiaron cuando entré, calculando mi reacción, midiendo mis palabras antes de que las dijera. Pero esta vez noté algo diferente: una tensión en la mandíbula que no sabía disimular completamente.

A su lado, sentada en el borde del sofá como si no se atreviera a ponerse cómoda en mi propia casa, estaba Isabela.

Mi Isabela. La mujer que había sido mi hermana de corazón durante años, mi confidente en todas las crisis universitarias. La que se quedó conmigo toda la noche en el hospital cuando operaron a mi madre, sosteniéndome la mano mientras yo lloraba de miedo. La que me ayudó a elegir el vestido de novia, recorriendo boutique tras boutique hasta encontrar el perfecto. La que lloró de emoción cuando Max me pidió matrimonio, jurando que siempre estaríamos juntas.

A su lado, sentada en el borde del sofá, estaba Isabela.

Ahora tenía una mano protectora sobre su vientre abultado, como si el bebé que crecía dentro fuera lo más valioso del mundo. Y quizás lo era, para ella y para Max. El embarazo le sentaba bien, tenía que admitirlo aunque me doliera en el alma. Su piel brillaba con esa luminosidad que todas las revistas mencionaban, su cabello castaño se veía más espeso y sedoso que nunca. Llevaba un vestido azul marino que realzaba sus curvas sin ser vulgar, elegante pero maternal a la vez.

Se veía exactamente como la esposa perfecta que Max siempre había querido. La madre de sus hijos que yo nunca pude ser.

El silencio se extendió entre nosotros durante varios segundos eternos. Podía escuchar el tic tac del reloj antiguo en la esquina, el murmullo distante del tráfico, incluso mi propia respiración controlada.

—¿Podemos sentarnos y hablar de esto con calma, por favor? —dijo Max, rompiendo el silencio.

Su voz tenía ese tono profesional que usaba en las juntas de trabajo. No había arrepentimiento, solo eficiencia.

Una risa amarga se escapó de mis labios.

—¿Calma? La calma es para los cementerios, Max. Para ti, la vida es una operación matemática. Calculas, ajustas, divides. Y yo debo aceptar el resultado de tus ecuaciones.

Recordé la primera vez que lo llevé a cenar con mis padres. Mi madre había preparado su guiso especial, mi padre lo había abrazado como a un hijo. Max había prometido cuidarme siempre.

Ahora me daba cuenta de que lo único que había cuidado era su apellido.

—No hay nada que hablar —declaré—. Solo hay una decisión que tomar.

Isabela se removió incómoda.

—Lorena... —susurró, y su voz tenía esa calidad temblorosa que solía usar cuando quería que la consolara—. Yo nunca quise hacerte daño. Tienes que creerme. Max me dijo que se sentía solo en este matrimonio, que tu relación se había vuelto fría y distante. Que él te amaba, pero de una manera diferente, como a una hermana. Y yo... yo lo creí porque quería creerle desesperadamente.

Su mano siguió aferrada a su vientre, como si fuera tanto un escudo como una corona.

Max cruzó los brazos, un gesto que conocía bien.

—Lorena, por favor. Lo que pasó fue un error. Pero podemos solucionarlo si actuamos como adultos.

Dio un paso hacia mí, y sentí el impulso de retroceder. Su cercanía siempre había tenido un efecto en mí que detestaba admitir.

Me obliqué a mantenerme firme.

—¿Un error? No, Max. Esto no fue un error. Fue una elección. Me elegiste para las fotos, para los eventos, para la fachada. Y la elegiste a ella para darle lo que yo no podía.

—Lorena, él me prometió que iba a dejarte —balbuceó Isabela—. Me juró que lo nuestro era real. Me pidió que fuera paciente. Y yo lo hice porque... porque lo amo.

"Lo amo." Las palabras quedaron suspendidas en el aire.

Mi risa sonó áspera.

Max explotó:

—¡Ya basta, Lorena! ¡Nunca me amaste realmente!

Me acerqué a él hasta quedar a centímetros de distancia.

—¿Que nunca te amé? Te adoré, Max. Te entregué cinco años creyendo que yo era suficiente. Pero para ti todo siempre fue un negocio. Tu matrimonio conmigo, tu affair con ella, y ahora este bebé. Yo solo soy el daño colateral.

Isabela se puso de pie con dificultad.

—Lorena, tienes que entenderme. Yo también perdí cosas. ¿Crees que fue fácil ser la otra mujer? ¿Crees que disfruté durmiendo sola mientras él venía contigo cada noche? También pagué un precio.

Hizo una pausa, y cuando habló de nuevo había un filo en su voz.

—Aunque al final, yo podré darle lo que tú nunca pudiste: un hijo.

El golpe fue preciso y cruel. Pero no le di la satisfacción de mostrar que había encontrado su objetivo.

—La comprensión se gana con lealtad, Isa. Y tú vendiste la tuya muy barato.

Vi cómo palidecía.

Me acerqué a la mesa de cristal y me incliné sobre ella.

—He tomado mi decisión. Quiero el divorcio.

El eco de mis palabras resonó en la habitación.

Por primera vez, vi sorpresa genuina en los ojos de Max. Había esperado lágrimas, súplicas. Pero no había calculado esta determinación.

Su rostro cambió. La sorpresa se transformó en esa sonrisa torcida que usaba cuando tenía una carta ganadora.

—Lorena, me temo que no puedes hacer eso.

—¿Perdón? ¿Que no puedo? ¿Por tus negocios? ¿Por el dinero?

—Hay un detalle que quizás olvidaste —dijo con calma—. La última voluntad de mi abuelo.

Mi corazón se detuvo.

—¿Qué voluntad?

—Si nos divorciamos antes de doce meses, ambos perdemos todo. Y no solo debemos permanecer casados. Debemos demostrar públicamente que aún nos amamos.

Los recuerdos de la lectura del testamento regresaron. El abogado leyendo cláusulas sobre el amor matrimonial. Yo había estado distraída, confiando en que Max se encargaría de los detalles legales.

Un año más con él. Un año fingiendo ser la esposa amorosa del hombre que había destruido mi vida.

Max sonrió, pero en sus ojos había algo más que triunfo.

—Así que, mi querida Lorena... no puedes ir a ningún lado. Estamos atrapados en este matrimonio.

Mientras pronunciaba esas palabras, una parte de mí tembló. No era miedo. Era furia pura. Y algo peor: esa atracción que, pese a todo, todavía me quemaba cuando él me miraba con esa intensidad.

El silencio llenó la mansión. Pero no era el final. Era el comienzo de algo mucho más peligroso.

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