MAX
El reloj de la sala de conferencias marca las 8:55 AM. El segundero avanza con un sonido casi imperceptible, pero en el silencio sepulcral de la habitación, cada clic suena como un martillazo.
La mesa de cristal, inmensa y fría, nos separa. De un lado, estoy yo, con los documentos de cesión de acciones perfectamente alineados frente a mí. Del otro, está ella. Victoria Serrano.
No lleva rojo hoy. Lleva un traje blanco inmaculado, de corte afilado. Parece un ángel vengador o un fantasma clínico. No ha tocado el café que mi asistente dejó hace diez minutos. Sus ojos están fijos en la vista panorámica de Madrid, dándome un perfil que conozco de memoria: la mandíbula tensa, el cuello erguido, la postura de alguien que prefiere romperse antes que doblarse.
—Faltan cinco minutos, Victoria —digo. Mi voz no tiene emoción. Es la voz del CEO, no del hombre que alguna vez compartió un romance con ella.
Ella gira la cabeza lentamente. Sus ojos están secos, pero hay un brillo febril en ellos qu