El pasillo estaba sumido en penumbras, iluminado solo por las luces de emergencia que titilaban como faros cansados. El corte de luz había activado el sistema automático: todo parecía más frío, más ajeno, como si la mansión misma disfrutara recordarme que era su rehén.
Mis pasos retumbaban en el mármol, un eco hueco que no hacía sino reforzar la sensación de compañía invisible.
Subí la escalera con lentitud. Cada peldaño crujía bajo mis pies, como si delatara mi avance. No quería hacer ruido, temía despertar a la fiera que intuía escondida en algún rincón.
Al llegar al pasillo de las habitaciones, me detuve frente a la puerta de mi cuarto. El pomo helado me transmitió un escalofrío de ansiedad. Lo giré con cuidado y entré.
Todo estaba en orden: la cama impecable, el vestidor cerrado, las cortinas pesadas bloqueando la luna. Y aun así, el aire pesaba. La habitación tenía ese olor estancado de un lujo impuesto, de un refugio convertido en vitrina. Una jaula dorada.
Me quité los tacones