Mundo ficciónIniciar sesiónLa mano de Vargas se posó en mi hombro antes de que pudiera reaccionar.
Ambos nos giramos.
—Señor Vargas —dijo Max, su voz tensa.
—Permítame robarle a su esposa para una pieza —no era una pregunta. Era una declaración.
Vi cómo la mandíbula de Max se tensaba hasta que pensé que algo se rompería. Pero asintió con una elegancia forzada que apenas ocultaba su furia.
—Por supuesto.
Los dedos de Vargas envolvieron los míos con firmeza y me condujo de vuelta al centro de la pista. No era el baile errático de un hombre viejo. Era el movimiento calculado de un depredador que ha perfeccionado su técnica durante décadas.
La música envolvía el salón con su melodía lenta y seductora. Otros matrimonios giraban a nuestro alrededor, perdidos en su propio mundo, completamente ajenos a la tensión que crepitaba en el aire como electricidad antes de una tormenta.
Podía sentir la mirada de Max clavada en mi espalda como un hierro candente. Cada segundo que pasaba intensificaba la presión.
—Es usted muy valiente, señora Undurraga —dijo después de unos momentos.
—¿Perdón?
—Provocar a un hombre como Max en público —sus ojos brillaban con diversión—. No muchas mujeres se atreverían.
—No sé de qué habla —mentí, pero sabía que era inútil.
—Claro que sí —se inclinó ligeramente—. Yo llevo treinta años en los negocios. Reconozco la guerra cuando la veo. Y ustedes dos están en guerra.
No respondí. Él sonrió.
—Solo un consejo: si va a pelear con él, asegúrese de ganar. Los hombres como Max Undurraga no perdonan la derrota.
—Tampoco las mujeres como yo —respondí, sosteniendo su mirada.
Vargas rio genuinamente, con un sonido grave que atrajo algunas miradas.
—Me agrada, señora Undurraga. Me agrada mucho.
Me incliné ligeramente hacia él, lo suficiente para que cualquiera que nos observara—especialmente Max—notara la intimidad del gesto.
—Muchos ven la empresa como un baile de cifras, señor Vargas. Pero usted... usted parece entender que también es un baile de personas.
—Y usted —respondió él, deslizando su mano un poco más bajo en mi espalda—, parece entender el ritmo mejor que la mayoría. Eso es peligroso.
—Depende de para quién —mantuve mi sonrisa—. Algunos hombres aprecian a una mujer que entiende el juego. Otros... —deslicé mi mirada hacia Max, que nos observaba con una intensidad que podía sentir desde donde estaba—, prefieren las muñecas decorativas.
***
MAX
Apreté la mandíbula hasta que me dolió. "Muñeca decorativa".
¿Eso es lo que cree que era para mí? ¿Una muñeca?
Había sido mi ancla. Mi centro. Y ahora usaba esa sonrisa, su sonrisa, para ese viejo tiburón.
Vi la mano de Vargas descender por la curva de su espalda, un centímetro más de lo decente. Vi cómo Lorena, en lugar de apartarse, se inclinaba hacia él, disfrutando del espectáculo.
Está disfrutando esto. Me está provocando. Está jugando.
Vargas creía que estaba jugando con la esposa de un rival. Un peón en su tablero.
El idiota no tenía idea.
Estás tocando la única cosa en este mundo que no estoy dispuesto a negociar. Ni por la herencia, ni por nada. Es mía.
Podía jugar a la guerra. Podía creerse una estratega.
Pero sigues siendo Lorena Undurraga. Sigues siendo mía. Y voy a recordárselo a los dos.
***
—¿Y usted qué prefiere ser?
—Yo prefiero ganar.
Vargas sonrió ampliamente. Bailamos un momento más en silencio, pero podía sentir su evaluación constante, como si estuviera calculando mi valor.
—¿Sabe? —dijo finalmente—, Max y yo hemos hecho negocios durante años. Lo conozco bien. Muy bien.
—¿Y eso me convierte en qué? ¿Un activo o un pasivo en su contabilidad?
—Eso depende —sus ojos brillaron—. De lo que usted elija ser.
La música se aceleró ligeramente, y él me hizo girar con una destreza que habría sido impresionante si no hubiera estado tan concentrada en el fuego que sentía en la nuca: la mirada de Max.
—He visto muchos matrimonios de conveniencia en mi carrera —continuó Vargas—. Pero pocos con tanta... electricidad.
—Las chispas pueden ser peligrosas —respondí.
—O pueden encender algo más grande —replicó él—. Todo depende de quién controla el fuego.
Cuando la canción terminó, besó mi mano más tiempo del debido, sus ojos fijos en los míos.
—Si alguna vez necesita un aliado, señora Undurraga, recuerde mi nombre.
—Lo recordaré —prometí, sabiendo que Max había visto cada segundo de ese intercambio.
Me devolvió junto a Max, cuya expresión era de piedra pura.
—¿Qué te dijo? —exigió saber en cuanto Vargas se alejó.
—Nada importante —sonreí—. Solo estaba siendo amable.
—Vargas nunca es solo amable —sus ojos se entrecerraron—. ¿Qué quería?
—Tal vez solo quería bailar con una mujer hermosa —me encogí de hombros—. No todo es una conspiración, Max.
—Con Vargas, siempre lo es.
Max me tomó del brazo, no con suavidad, y me llevó hacia una zona menos concurrida del salón. Su rostro era una máscara de control forzado, pero yo podía ver las grietas.
—¿A qué estás jugando?
—El mismo juego que tú —respondí—. ¿No te gusta cuando alguien más conoce las reglas?
—Vargas es peligroso.
—Tú también lo eres —me acerqué—. Y sin embargo, me casé contigo.
Antes de que pudiera responder, su teléfono vibró en su bolsillo. Lo ignoró, pero la tensión en su mandíbula se intensificó.
Volvió a vibrar.
Esta vez, lo sacó. Vi cómo su expresión cambiaba al leer el mensaje. Las líneas de su rostro se endurecieron, sus ojos se oscurecieron.
Isabela.
Siempre Isabela.
—¿Necesitas contestar? —pregunté con falsa dulzura—. No dejes que tu esposa te impida atender a... asuntos importantes.
Guardó el teléfono sin responder, pero el daño ya estaba hecho. Yo había visto el conflicto en su mirada, la forma en que sus dedos se habían tensado sobre el aparato.
—Ya terminamos aquí —dijo con voz cortante.
—Oh, pero la noche apenas comienza —respondí, permitiendo que mi sonrisa se volviera más afilada—. Vargas me pidió mi número. Le dije que lo pensaría.
La mentira salió suave, perfecta, como una caricia envenenada.
Vi cómo su puño se cerraba lentamente, los nudillos blanqueándose.
—No te atrevas.
—¿Por qué no? —lo desafié, dando un paso hacia él—. Tú tienes a Isabela. Tal vez yo necesito mi propia... distracción.
Su mano se disparó hacia mi muñeca, apretándola con la fuerza justa para que supiera que hablaba en serio, pero no lo suficiente para dejar marca.
—Cuidado, Lorena —su voz era un gruñido bajo—. No sabes con quién estás jugando.
—Oh, pero sí lo sé —me acerqué más, hasta que nuestros rostros estuvieron a centímetros—. Estoy jugando con el mismo hombre que me traicionó, que me mintió, que me usó. Y ahora voy a devolverle cada golpe.
El resto de la noche fue una tortura calculada. Cada vez que Vargas miraba en mi dirección, yo sostenía su mirada un segundo más de lo necesario. Cada vez que Max intentaba acercarse, yo encontraba una razón para estar en otro lado del salón.
Me aseguré de reír un poco más alto cuando otros hombres me hablaban. De inclinarme un poco más cerca cuando me servían vino. De tocar brazos y hombros con una familiaridad estudiada que sabía que Max veía y catalogaba como ofensas personales.
Cuando el señor Montalva me preguntó sobre inversiones, le dediqué toda mi atención, ignorando las miradas insistentes de Max desde el otro lado de la sala. Cuando la señora Herrera comentó sobre mi vestido, me giré para mostrar mejor el corte de la espalda, consciente de que Max observaba cada movimiento.
Era un baile diferente, más sutil pero igualmente letal.
Y con cada paso, con cada sonrisa calculada, con cada roce intencional, yo ganaba terreno.
Cuando finalmente llegó el momento de despedirnos, Vargas se acercó una última vez. Esta vez, su sonrisa tenía un filo diferente, como si hubiera tomado una decisión.
—Ha sido un placer, señora Undurraga —dijo, y discretamente deslizó algo en mi mano. Una tarjeta—. Por si alguna vez necesita... consejo empresarial.
La guardé en mi bolso con naturalidad, consciente de cómo Max apretaba la mandíbula hasta que pensé que se le romperían los dientes.
—Es usted muy amable —respondí, permitiendo que mi voz se suavizara—. Lo tendré en cuenta.
—Espero que así sea —sus ojos sostuvieron los míos con una intensidad que no pasó desapercibida para nadie en nuestro círculo inmediato—. Sería una lástima desperdiciar tanto... potencial.
Cuando nos alejamos, podía sentir la furia radiando de Max como ondas de calor.
En el auto, el silencio fue denso, peligroso. Max conducía con las manos apretadas en el volante, su perfil era de granito tallado. Las luces de la ciudad pasaban como relámpagos a través de las ventanas, iluminando su rostro en ángulos severos.
Pasaron cinco minutos. Diez. El silencio se volvió más espeso, más cargado.
—Jugaste con fuego esta noche —dijo finalmente, su voz controlada pero tensa como una cuerda a punto de romperse.
—Y tú te quemaste —respondí, mirando por la ventana hacia las luces distantes—. Interesante, ¿no crees?
Detuvo el auto bruscamente en el camino de entrada a la mansión, antes de llegar al garaje. El motor seguía encendido, ronroneando en la oscuridad. Se giró hacia mí con ojos que ardían con algo más que rabia.
—¿Qué es lo que quieres, Lorena? —su voz salió áspera—. ¿Venganza? ¿Verme sufrir?
—Quiero que sientas una fracción de lo que yo sentí —mi voz salió temblorosa de furia contenida, pero no de debilidad—. Quiero que sepas lo que es estar en una habitación llena de gente y sentirte completamente solo. Quiero que entiendas lo que es sonreír mientras te desangras por dentro.
Me incliné hacia él.
—Quiero que sepas lo que se siente cuando la persona en la que confiabas te clava un cuchillo en la espalda y luego espera que sigas sonriendo.
Salí del auto antes de que pudiera responder. Caminé hacia la mansión con pasos firmes, mi vestido negro ondeando detrás de mí como una capa de guerra. El aire nocturno era frío contra mi piel acalorada, pero no me detuve.
Escuché sus pasos detrás de mí. Rápidos. Determinados.
Me agarró del brazo y me giró con fuerza.
—No hemos terminado.
—Claro que si—intenté zafarme, pero su agarre era firme.
—Vargas —siseó—. ¿Crees que puedes jugar con él? ¿Usarlo contra mí?
—¿Por qué no? —lo desafié—. Tú usaste a Isabela. Es justo que yo tenga mi propio juego.
Su otra mano se cerró alrededor de mi otra muñeca. Me tenía atrapada.
—Isabela es diferente.
—Ah, sí —mi risa fue amarga—. Porque ella es la madre de tu hijo. Porque la amas. ¿Eso la hace diferente?
—No metas a Vargas en esto —su voz era una advertencia.
—¿O qué? —lo reté—. ¿Vas a amenazarme otra vez? ¿Vas a usar los secretos de mi familia? Adelante, Max. Hazlo. Destruye todo. Pero te juro que yo te arrastraré conmigo.
Nos quedamos así, a centímetros de distancia, respirando con dificultad, la tensión crujiendo entre nosotros como electricidad.
Entonces hice algo que ninguno de los dos esperaba.
Saqué la tarjeta de Vargas de mi bolso y la sostuve entre nosotros.
—Mañana —dije lentamente, deliberadamente—, voy a llamarlo. Y voy a aceptar su oferta de... consejo empresarial.
Max me miró como si acabara de abofetearlo.
—No lo harás.
—Obsérvame —metí la tarjeta de vuelta en mi bolso y me liberé de su agarre—. Esto apenas comienza, Max. Espero que estés preparado para lo que viene.







