5. El Primer Baile

El vestido negro de lino que había elegido no era solo una prenda: era un arma. No había sido pensado para complacer a nadie, sino para trazar un límite invisible. Se ceñía en los lugares exactos, sencillo pero con un refinamiento que no necesitaba adornos. Mientras sujetaba el broche que guardaba secretos que él jamás conocería, sentí cómo esa pieza fría contra mi piel se transformaba en armadura.

El espejo me devolvió un reflejo que no reconocí de inmediato. Ya no estaba la mujer que temblaba. En su lugar, alguien capaz de herir con un gesto calculado. El maquillaje completaba la metamorfosis: labios rojos como un aviso peligroso, ojos delineados, una mirada vacía de afecto pero cargada de intención.

Descendí por la escalera principal con la cadencia de quien sabe que cada paso tiene peso. Los tacones resonaban contra el mármol, marcando un compás lento, deliberado. Max aguardaba al pie, erguido e impecable, con esa calma que siempre ocultaba un temperamento volcánico. Su mirada me recorrió, y vi cómo una grieta atravesaba su fachada. En sus ojos, el brillo no era solo sorpresa: había deseo, dominio... y algo más oscuro.

—Lorena... —susurró, la voz cargada de una tensión que no sabía si era hambre o ira—. Estás espectacular. Te ves como si te hubieras vestido para un funeral.

—Tal vez lo hice —dejé que la frase cayera entre nosotros como una daga.

Me ofreció el brazo, pero no lo tomé de inmediato. Dejé que su mano quedara suspendida, obligándolo a inclinarse hacia mí. Antes de aceptar, sentí el leve calor que emanaba de su piel y vi cómo apretaba la mandíbula.

El gran salón de baile estaba dispuesto para la cena como un escenario. Max lo había calculado todo: luces que bañaban las paredes, música suave, copas alineadas. El aroma de la madera pulida y del vino caro se mezclaba con perfumes caros, construyendo un aire de opulencia que pretendía intimidar.

Me presentó como "la señora Undurraga", su orgullo y la razón de su éxito. Sonreí para los demás, pero por dentro me reí de su ilusión de control.

Los primeros minutos transcurrieron con cortesías superficiales, sonrisas de porcelana y brindis medidos. No me limité a asentir; entré en las conversaciones con una calma afilada, dejando caer datos que no deberían salir de mis labios. Me deleité en el cambio de expresión de algunos rostros.

El señor Montalva, por ejemplo, pasó de la altivez a un nerviosismo evidente cuando aludí a ciertos movimientos financieros demasiado exactos para ser coincidencia. No lo acusé ni lo amenacé; lo dejé con la inquietud de preguntarse cuánto más sabía.

Vargas, en cambio, era otro terreno. Su cabello blanco, su porte de depredador veterano y esos ojos que no solo observaban, sino que evaluaban. Me miraba como si midiera mi resistencia. Cuando inclinó la cabeza hacia mí, dijo en voz grave:

—Muchos ven la empresa como un baile de cifras, señora Undurraga. Pero usted... usted parece sentir el ritmo de un corazón. Eso es peligroso.

No necesitaba mirar a Max para saber que su cuerpo se tensaba, pero lo hice igual, saboreando esa rigidez.

—Depende de para quién —respondí, y Vargas sonrió apenas, como quien reconoce a un igual.

A partir de ese instante, Max dejó de interesarse por el resto y me vigiló a mí. Su mano, sobre el respaldo de mi silla, no llegó a tocarme, pero encerraba mi espacio. En lugar de rozar mis rodillas, jugó a inclinarse para alcanzar la copa frente a mí, su perfume desbordándose sobre mi piel. Cada gesto suyo era una pregunta, una amenaza silenciosa.

La velada fue decayendo. Las risas se volvieron más forzadas, la música se apagó con sutileza y los camareros comenzaron a retirar copas y platos. Vargas me despidió con un apretón de mano más prolongado de lo necesario, una chispa en la mirada que no pasó desapercibida. Vi, de reojo, cómo Max lo seguía con los ojos hasta que cruzó la puerta.

Cuando los invitados se marcharon y el último eco de tacones se extinguió en el vestíbulo, el silencio se volvió espeso. Max se movió hacia mí con una lentitud peligrosa, como un depredador que mide la distancia antes de saltar. Ya no era el empresario impecable, sino el hombre atrapado entre el impulso de besar o estrangular.

—Fuiste brillante —dijo, su voz baja, casi un gruñido—. Pero respóndeme algo... ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué me humillaste frente a ellos?

Me incliné hacia él, lo bastante para que mis labios casi rozaran su oído.

—No te humillé, Max. Solo te mostré quién soy... y lo que nunca tendrás del todo.

Su mirada se oscureció, y un silencio pesado llenó la habitación. Sus ojos intentaban descifrarme, penetrar la máscara que había construido.

—Vargas te estaba mirando como si pudiera desvestirte ahí mismo. Y tú... tú lo dejaste. ¿Se te olvidó que eres mi esposa?

—No. Y tampoco olvidé que él te traicionó. Sabe que, para destruirte, tendrá que usarme. Si eso significa dejarlo creer que puede tocarme... lo haré. Esta guerra no es solo con tu padre, Max. También es con tus socios.

Él dio un paso más, acortando la distancia hasta que mi espalda tocó la pared.

—No uses tu cuerpo como un arma contra mí. No uses el poder que te di para herirme.

—¿Poder? —lo interrumpí, mi voz afilada—. ¿El mismo poder que le diste a Isabela? No tienes derecho a controlarme, Max. Después de lo que hiciste con ella, de traerme a esta casa como tu adorno para salvar tu imperio mientras ella está... —mi voz bajó a un susurro—, mientras lleva a tu hijo, no te atrevas a tocarme. Mantente lejos de mí.

Su mano, que había comenzado a subir por mi brazo, se detuvo en seco. Sus ojos se oscurecieron más, como si hubiera tocado un nervio expuesto. La rabia dio paso a una furia fría, calculadora.

—¿Y qué vas a hacer tú, Lorena? ¿Vas a dejar que te usen? ¿Vas a permitir que él te toque?

—Aún no lo sé —le respondí sin apartar la mirada—. Es un juego, ¿no, Max? Bien. Jugaremos a tu juego. Y yo voy a ganar.

Silencio. Ni un músculo se movió. Solo su respiración rozando mi mejilla y el golpeteo de mi propio pulso.

—No tienes idea de lo que provocas... —susurró, con un tono que era a la vez advertencia y confesión.

—Claro que lo sé —sonreí apenas—. Tú lo provocaste. Tú me moldeaste.

Me separé apenas un centímetro, y él me siguió con la mirada.

—Y ahora, Max... tendrás que aprender a vivir con lo que creaste.

No contestó. Retrocedió lentamente, no como un hombre que se retira, sino como uno que calcula el próximo movimiento. Pasé junto a él, rozando su hombro con el mío y dejando mi perfume en el aire. Subí la escalera sin volver la vista, sintiendo su mirada fija en mi espalda, ardiente.

En mi habitación, me dejé caer en la cama sin quitarme el vestido. La adrenalina de la noche aún corrían por mis venas. Había jugado con fuego y había ganado la primera batalla.

Pero sabía que esto era solo el comienzo.

Max había visto de lo que era capaz, y eso cambiaría las reglas del juego. Ya no me subestimaría. Ya no me vería como la esposa dócil que podía manipular a su antojo.

Me quité los tacones y caminé hasta la ventana. La mansión se extendía silenciosa bajo la luna. En algún lugar de esta casa, Max estaría planeando su siguiente movimiento.

Y en algún lugar de la ciudad, Isabela estaría acunando el vientre que contenía su futuro... y mi mayor amenaza.

Sonreí en la oscuridad. Que vinieran. Los estaba esperando.

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