El vestido negro de lino que había elegido de mi maleta no era solo una prenda: era un arma cargada. No había sido pensado para complacer a nadie, sino para trazar un límite invisible, marcar un territorio que no pertenecía a Max. Se ceñía en los lugares exactos, sencillo pero con un refinamiento que no necesitaba adornos. Estaba hecho para mi cuerpo, no para su orgullo. Mientras sujetaba el broche que guardaba secretos que él jamás conocería, sentí cómo esa pieza fría contra mi piel se transformaba en un amuleto que, a la vez, era armadura.
El espejo me devolvió un reflejo que no reconocí de inmediato. Ya no estaba la mujer que temblaba o se mordía el labio para contener la ira. En su lugar, sonreía alguien capaz de herir con un gesto calculado. El maquillaje completaba la metamorfosis: labios rojos como un aviso peligroso, ojos delineados como flechas tensadas, una mirada vacía de afecto pero cargada de intención. Esa noche, no era Lorena, la esposa. Era el cazador.
Descendí por la escalera principal con la cadencia de quien sabe que cada paso tiene peso. Los tacones resonaban contra el mármol, marcando un compás lento, deliberado. Max aguardaba al pie, erguido e impecable, con esa calma impostada que siempre ocultaba un temperamento volcánico. Su mirada me recorrió, y vi cómo una grieta fugaz atravesaba su fachada. En sus ojos, el brillo no era solo sorpresa: había deseo, dominio… y algo más oscuro que no logré nombrar.
—Lorena… —susurró, la voz cargada de una tensión que no sabía si era hambre o ira—. Estás… espectacular. Te ves como si te hubieras vestido para un funeral.
—Tal vez lo hice —dejé que la frase cayera entre nosotros como una daga.
Me ofreció el brazo, pero no lo tomé de inmediato. Dejé que su mano quedara suspendida, obligándolo a inclinarse hacia mí. Antes de aceptar, sentí el leve calor que emanaba de su piel y vi cómo apretaba la mandíbula, ese músculo latiendo como una amenaza silente.
El gran salón de baile estaba dispuesto para la cena como un escenario de teatro. Max lo había calculado todo: luces ambarinas que bañaban las paredes, música suave apenas rozando el aire, copas alineadas como soldados listos para desfilar. El aroma de la madera pulida y del vino caro se mezclaba con perfumes caros, construyendo un aire de opulencia que pretendía intimidar. Me presentó como “la señora Undurraga”, su orgullo y la razón de su éxito. Sonreí para los demás, pero por dentro me reí de su ilusión de control.
Los primeros minutos transcurrieron con cortesías superficiales, sonrisas de porcelana y brindis medidos. No me limité a asentir; entré en las conversaciones con una calma afilada, dejando caer datos que no deberían salir de mis labios. Me deleité en el cambio de expresión de algunos rostros. El señor Montalva, por ejemplo, pasó de la altivez a un nerviosismo evidente cuando aludí a ciertos movimientos financieros demasiado exactos para ser coincidencia. No lo acusé ni lo amenacé; lo dejé con la inquietud de preguntarse cuánto más sabía.
Vargas, en cambio, era otro terreno. Su cabello blanco, su porte de depredador veterano y esos ojos que no solo observaban, sino que evaluaban. Me miraba como si midiera mi resistencia. Cuando inclinó la cabeza hacia mí, dijo en voz grave:
—Muchos ven la empresa como un baile de cifras, señora Undurraga. Pero usted… usted parece sentir el ritmo de un corazón. Eso es peligroso.
No necesitaba mirar a Max para saber que su cuerpo se tensaba, pero lo hice igual, saboreando esa rigidez que lo recorría.
A partir de ese instante, Max dejó de interesarse por el resto y me vigiló a mí. Su mano, sobre el respaldo de mi silla, no llegó a tocarme, pero encerraba mi espacio. En lugar de rozar mis rodillas, jugó a inclinarse para alcanzar la copa frente a mí, su perfume desbordándose sobre mi piel, su sombra cubriendo la mía. Cuando Vargas me hablaba, Max tamborileaba con los dedos sobre la mesa, un ritmo lento y constante, como un recordatorio de que estaba allí.
La velada fue decayendo. Las risas se volvieron más forzadas, la música se apagó con sutileza y los camareros comenzaron a retirar copas y platos. Vargas me despidió con un apretón de mano más prolongado de lo necesario, una chispa en la mirada que no pasó desapercibida. Vi, de reojo, cómo Max lo seguía con los ojos hasta que cruzó la puerta. Fue entonces cuando me di cuenta de que el verdadero espectáculo no había terminado; solo iba a cambiar de escenario.
Cuando los invitados se marcharon y el último eco de tacones se extinguió en el vestíbulo, el silencio se volvió espeso, casi tangible. Max se movió hacia mí con una lentitud peligrosa, como un depredador que mide la distancia antes de saltar. Ya no era el empresario impecable, sino el hombre atrapado entre el impulso de besar o estrangular.
—Fuiste brillante —dijo, su voz baja, casi un gruñido—. Pero respóndeme algo… ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué me humillaste frente a ellos?
Me incliné hacia él, lo bastante para que mis labios casi rozaran su oído.
Su mirada se oscureció.
—No. Y tampoco olvidé que él te traicionó. Sabe que, para destruirte, tendrá que usarme. Si eso significa dejarlo creer que puede tocarme… lo haré. Esta guerra no es solo con tu padre, Max. También es con tus socios.
Él dio un paso más, acortando la distancia hasta que mi espalda tocó la pared.
—¿Poder? —lo interrumpí, mi voz afilada como cristal roto—. ¿El mismo poder que le diste a Isabela? No tienes derecho a controlarme, Max. Después de lo que hiciste con ella, de traerme a esta casa como tu adorno para salvar tu maldito imperio mientras ella está… —mi voz bajó a un susurro letal—, mientras lleva a tu hijo, no te atrevas a tocarme. Mantente lejos de mí.
Su mano, que había comenzado a subir por mi brazo, se detuvo en seco. Sus ojos se oscurecieron más, como si hubiera tocado un nervio expuesto. La rabia dio paso a una furia fría, calculadora.
—¿Y qué vas a hacer tú, Lorena? ¿Vas a dejar que te usen? ¿Vas a permitir que él te toque?
—Aún no lo sé —le respondí sin apartar la mirada—. Es un juego, ¿no, Max? Bien. Jugaremos a tu juego. Y yo voy a ganar.
Silencio. Ni un músculo se movió. Solo su respiración rozando mi mejilla y el golpeteo de mi propio pulso retumbando en los oídos.
—No tienes idea de lo que provocas… —susurró, con un tono que era a la vez advertencia y confesión.
—Claro que lo sé —sonreí apenas—. Tú lo provocaste. Tú me moldeaste.
Me separé apenas un centímetro, y él me siguió con la mirada.
No contestó. Retrocedió lentamente, no como un hombre que se retira, sino como uno que calcula el próximo movimiento. Pasé junto a él, rozando su hombro con el mío y dejando mi perfume en el aire como una espina clavada. Subí la escalera sin volver la vista, sintiendo su mirada fija en mi espalda, ardiente, como si marcara un blanco.
La guerra había comenzado, y esta vez, el fuego podía consumirnos antes de que cayera la primera bala.