Mundo ficciónIniciar sesiónDalia tiene un lema: hacer todo lo que sea por salvar a su hijo. La enfermedad lo está convirtiendo en piedra y solo en Oriente se encuentra la medicina. Con una deuda enorme con Eunor, su ama, y la presión del tiempo, hará todo para hallar la cura. Incluso, suplantar a la futura concubina del Emperador y volverse su viva imagen. Manipuladora, engañosa, y muy fiel a su ama, Dalia es una bomba a punto de explotar. No le importará destruirlo todo. Pero el destino le pondrá las cosas difíciles. El Emperador es un hombre muy recto, amable y amoroso, que le mostrará el lado más desconocido de los corazones humanos. Confundida, Dalia tratará de continuar con su engaño, pero cuando se enamora, ya no podrá manipularlo. En esta situación, solo una cosa puede hacer: mantener su mentira y tratar de conservarlo todo. Sin embargo, su engaño podría ser revelado en cualquier momento.
Leer másPOV Dalia
Encontré a mi ama, la señora Eunor Garlich, en sus aposentos. Lucía bastante triste. Eso me preocupó.
Pero no tenía tiempo de andarme con rodeos.
—Señora Eunor—dije—. Mi bebé sufre el ataque. ¿No tiene usted píldoras nuevas?
Eunor me vio con el rostro vacío.
—No te comprendo.
Traté de calmarme.
—Me refiero. Mi hijo, señora. Necesita las píldoras. Se acabaron.
—¿En serio?
—Sí. Por favor, es urgente.
Eunor descendió de la cama a la velocidad de una tortuga. Vestía una bata muy fina que le marcaba los pechos. Era una mujer bellísima.
—Ven aquí —me ordenó.
Obedecí. Bastián ya no lloraba.
—Mi hija Lietca ha muerto.
—¿Cómo? —pensé que soñaba.
—Lietca ha muerto.
De inmediato se esfumaron mis preocupaciones. No supe qué decir. Me quedé atada al suelo de madera, como una condenada. Tuve que palidecer mucho, porque ella sonrió dulcemente.
—¿Cómo lo sabe? —dije al fin.
—Solo lo sé.
—¡Dios! ¡Pero es gravísimo! Lietca... No es posible. Debe haber un error. ¿De qué murió?
La pregunta flotó en el aire tenso.
—La mataron —dijo Eunor—. Yo la ví.
Mis huesos se entumecieron.
—Pero... ¡Hay que avisar a la Corte, al Emperador! ¡Hay que encontrar al asesino!
Eunor hizo un gesto incomprensible. Lo interpreté como una negación.
—No. Eso jamás.
—Pero, ¿por qué?
—El Emperador nos matará si se entera. ¿No recuerdas? Lietca debe serle entregada mañana como su concubina, es decir, casi su esposa. Oriente y Occidente por fin se unirán... Si les decimos que Lietca murió... ellos creerán que los engañamos y nos ejecutarán a todos. ¡A todos!
Mi mente estaba empantanada. No comprendí la mayor parte de la información, pero sí la fundamental. Eunor continuó:
—Debemos hacer algo. De esto dependerán nuestras vidas.
Bastián echó a llorar. El pobre niño necesitaba urgentemente las píldoras, pero la situación ahora había tomado un rumbo diferente. Eunor se acercó.
—Pobre criatura —dijo, lo tomó de una manito y le sonrió. Bastián se calmó inmediatamente—. La capa de piedra le cubre ya un tercio del cuerpito. ¡Por dios! ¿Qué mal le habrá dado?
Miré a Bastián, mi bebé. Lo agarré en brazos y palpé su piel rocosa. Ya tenía la mitad del cuerpo convertida en piedra, y la capa seguía avanzando. Todos decían que era un demonio, hasta su padre, que se había largado cuando más lo necesitaba. Allí, nos querían echar del palacio. Por suerte, tenía a la señora Eunor de mi parte. Ella compraba las medicinas. Le debía mucho.
—¿Y qué pasará con la ceremonia de mañana? —pregunté, acariciando la frentecita de mi pequeño.
—Por eso —Eunor se extendió los brazos—. Ya lloraremos a Lietca, pero ahora debemos preocuparnos de escapar.
Inmediatamente, me sentí alertada.
«Huir —pensé—, significa... ¡No! No puedo. Las píldoras del fénix solo se fabrican aquí, en Oriente. La señora Eunor se las compra a un curandero que vive lejísimos. Si nos vamos, mi hijo morirá.»
Mi rostro se descompuso.
—Sé lo que estás pensando —dijo Eunor, observando compasivamente a mi hijo—. Bastián, el pequeño. Y sí, tienes razón. Si huimos, él morirá sin duda.
Morir. Qué duro sonaba para una criatura de menos de dos años. Maldita suerte. Ese caparazón firme que no se podía remover. Un mal que lo aquejaba desde que habíamos llegado a Oriente. ¡Mi hijo no moriría!
—Pero hay una salida.
Las palabras vagaron un instante. Miré a Eunor sin creer lo que había escuchado. Toda la habitación olía a incienso quemado. Como no podíamos ventilarla, nos sentíamos sofocadas.
—Como sabes —continuó Eunor impasible—, mi hija debía unirse mañana al Emperador en condición de concubina. Ese es el trato. Pero... ¡El Emperador no la conoce! No sabe quién es. Sí, le han dicho que tiene los ojos verdes y el cabello castaño. Sin embargo, puede ser reemplazable...
La idea me pareció escalofriante. La capté al segundo.
—¡No! —dije tajantemente.
Eunor sonrió.
—Es la única manera.
De pronto, se acercó a un cajón y extrajo una pequeña bolsa. Eran las píldoras.
—Estas pequeñas bolitas cuestan, cada una, lo mismo que un palacio. Hasta ahora te las he regalado porque te quiero, lo sabes. Dejé que vinieras con tu hijo y en Emburgo lo preparé todo para que tu familia no pasara hambre. No me debes nada. Sabes que eres como mi hija.
En el exterior, un pájaro aleteó.
—Sin embargo —continuó—, hay cosas que no puedo hacer. Las píldoras del fénix solo se pueden comprar aquí, en Oriente. Está prohibido contrabandearlas. Así que.... —hizo una pausa—. Dime, ¿no te importa tu hijo? El niño se está convirtiendo en una estatua —miré al bebé, era dolorosamente cierto—. Aquí hay... siete píldoras. Suficientes para siete meses más de vida. En cuanto se agoten, la roca cubrirá todo su cuerpo y Bastián morirá asfixiado.
Eunor me entregó la bolsa. Lloré.
Rechinando los dientes, extraje una píldora y la deposité en la boca de mi hijo. Bastián hizo un gesto, pero la tragó. La vida era amarga y no perdonaba a nadie, aunque fuera un niño inocente.
Eunor continuó, fría como el invierno.
—Si quieres salvar a tu hijo, Dalia, debes convertirte en la concubina del Emperador en lugar de Lietca. Mañana. No hay otra salida.
Pov EunorEunor contrajo matrimonio a los catorce años con Roiman, el hijo primogénito de una familia noble. Siempre se preguntó cómo se habían fijado en ella. Después de todo, al ser su padre un comerciante, la sociedad lo vetaba de cualquier unión sanguínea con la nobleza. Por supuesto, existían excepciones. Pero para que esta regla se rompiese, el comerciante debía poseer una riqueza equiparable a la de un conde.A menos que se le cruzaran los cables, Eunor recordaba perfectamente que su padre no cumplía con ninguna de estas condiciones. Estaba endeudado y había caído en desgracia, así que la proposición le extrañó más a él que a la propia Eunor. Confundido, hizo averiguaciones y se comunicó con la familia de Roiman. Y cuando confirmó que no se trataba de un malentendido, decidió que aprovecharía aquel salvavidas a toda costa.Una noche, ante la afligida mirada de su esposa y la vergüenza de su madre, se arrodilló frente a su hija adolescente y le suplicó que sacrificara su futuro p
POV EunorBastián se durmió en la cuna tras un episodio de fiebre intensa. Eunor lo veló casi toda la noche. Buscó sus pañales y lo cambió, y no permitió que las sucias manos de la matrona lo contaminaran con sus malos presagios y sus patéticas supersticiones. —¡Es una maldición que nos corromperá a todos! —anunciaba.Eunor tuvo que pedirle amablemente que se alejara de Bastián por un tiempo, pues presentía que un día de estos lo estrangularía creyendo que le estaba haciendo un bien a la criatura.Tras la partida de Dalia, se había sentido medio vacía. La sirvienta era la única que, pese a su limitada educación, podía seguirle el ritmo y en ocasiones hasta tomar la iniciativa. Sin ella, la mansión se sentía desvalijada y en ruinas. Le c
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