El Emperador de la Tierra de la Niebla ha fracasado una y otra vez en engendrar un heredero. La corte murmura. Las familias poderosas conspiran. Y el reino comienza a tambalearse. Como único remedio, el Emperador decide unir su casa con los peligrosos occidentales a través de un matrimonio. Pero entonces, una simple sirvienta es llevada al altar. ¿Está ella destinada a ser la salvación del hombre más poderoso del mundo… o su perdición?
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«El primero del mes entrante, el honorable Jun Lien será investido ministro de la corte de la provincia del Oeste y, en acto solemne, se unirá en matrimonio con la señorita Lietca Garlich, de Occidente. Será el primer casamiento que se produzca entre las dos razas, y quizá con esto evitemos la guerra. Su Majestad Imperial y los Ministros asistirán a la gala al igual que toda la Familia Garlich. La guardia y el ejército brindarán seguridad. Nuestro señor, Su Majestad, el hijo del Fuego, se presentará con el traje tradicional de los occidentales, en señal de su inmensa amistad y nobleza.
Kai Xin, vocero del Reino.
3 de Octubre, 1579.»
El cuarto de baño olía a sudor. Ambos gemían. Sus cuerpos desnudos humeaban a la luz de la Luna y el estruendo causado por sus actos enmudecía la noche. Él la dominaba con rudeza, justo como ella había fantaseado tantas veces. Cada beso, cada caricia, llevaba la marca de un deseo contenido durante demasiado tiempo.
—Te amo —dijo entre gruñidos.
Lietca no pudo contenerse ante aquel comentario. Nunca antes había pasado del clímax. De pronto, levantó la vista hacia la ventana y vio un halo de luz en las afueras. Sabía que el criado los estaba oyendo.
—Ya no puedo más —dijo, en tanto él la embestía.
—¿Pasa algo?
—Sí, pasa que voy a desmayarme.
Él no la escuchó; la estrechó con ímpetu, envolviéndola con sus largos brazos. Lietca gimió y contrajo el abdomen, pero lo dejó continuar. De hecho, tenía pocas ganas de parar, pues lo disfrutaba. En medio del acto, se le vino a la mente la primera vez que se habían visto, hacía seis años: aquel capitán arrogante e indiferente cuya sola mirada la había desconcertado desde el primer minuto. Ningún hombre le había proporcionado tanto placer. Ahora que debían distanciarse quién sabe por cuánto, Lietca temía qué sería de su cuerpo, ya sometido y marcado por aquel hombre indomable.
—Espero que mañana tengas fuerzas para recibir al magistrado —dijo.
Él sonrió, divertido ante la ocurrencia, y como para alardear de sus energías, le agarró los pechos —cosa que le encantaba— y continuó con el acto sin decir palabra. Los sonidos se extendieron a cada rincón de la casa. Si antes el sexo no los excitaba lo suficiente, pensar que alguien pudiera oírles casi les enloqueció.
Ninguno hubiera imaginado, ni siquiera en sus más fantasiosos sueños, que afuera tenían toda una audiencia. El criado había dado la señal y sigilosamente había trepado la cerca para después perderse en la negrura. Lo que pasara de ahí en adelante no le concernía, si bien, en el fondo, una parte de sí mismo le pedía que les avisara. Pero no lo hizo. Se mordió los labios para no gritar. A ciegas, huyó por el bosque, esperando la hora. Por un instante, solo oyó su propia respiración y el eco de los gemidos apagados en la distancia. Entonces, se iluminaron las hojas de los pinos y el camino se esclareció.
Jadeante, se volteó y contempló la casa en llamas.
El loco hace una locuraSe quedó anclado al suelo, con el rostro turbio y un zumbido en los oídos. Eunor se desplegó igual que una mariposa y se alejó silenciosamente. El tenue perfume de carmines planeó en la atmósfera y lo impregnó como una gota de tinta. Aunque lo ansiaba, fue incapaz de detenerla y pedirle explicaciones. Se sentía aturdido. Miró el jardín sin atreverse a cerrar los ojos y dejó que el tiempo se consumiera alrededor, ajeno a los acontecimientos.Los recuerdos afloraron a su memoria. Estaba en casa, era año nuevo, y su madre, desde el otro lado de la mesa, le gritaba:«—¿¡Cuándo vas a conseguir una esposa!? Ya tienes cuarenta años. ¿Acaso pretendes deshonrar la familia?»Quizá todo hubiera comenzado ese día. Era muy probable. Ese había sido el punto de inflexió
El amor de EunorEunor se alejó silenciosamente de Urcay y regresó a su sitio al tiempo que los observadores se sacudían del aturdimiento. En la sala, los murmullos empezaron a reproducirse como la fiebre y antes de que el maestro de ceremonias pudiese contenerlos, se transformaron en una bola de chismorreos. Las damas hablaban unas con otras y gesticulaban. Los caballeros comentaban por lo bajo. Hasta su familia participaba en el alboroto. Eunor los miró con desdén.Le interesaba más la reacción del novio. Jun Lien se había acercado lentamente, con el rostro desbaratado igual que una muralla vieja, hasta quedar frente a frente con Dalia. La observó de arriba a abajo, tal vez tratando de asimilar su milagroso escape de la muerte, y estampó en ella una mirada de profundo alivio, como si acabara de recobrar un objeto perdido. Por un instante Eunor temió que la reconociera, pero no fue así. El hombre estaba convencido de que era a Lietca a quien tenía enfrente.«Idiota —pensó—. ¿Eres cie
Dos meses antes del casamientoEl Palacio de Verano había sido entregado a Su Majestad apenas hacía seis meses. Cada columna brillaba con luz propia. Encontró a la dama Eunor en la glorieta. La tarde era soleada e idónea para tomar el té. La mesa ya estaba debidamente puesta con las tazas de porcelana sobre el mantel de seda. Una leve brisa batía las hojas de los álamos y esparcía un aroma marino. La dama Eunor se había preparado para la ocasión luciendo un corsé y un ancho vestido de encaje que hacía juego con un sombrero de ala ancha rematado con plumas. Se veía en verdad armoniosa y digna de su título. Por un instante parecía que hubieran regresado a casa.—Dalia, querida, ¿hace una tarde preciosa no crees? —Eunor la saludó con un gesto elegante.—Así es, señora —respondió con una sonrisa—. Es maravillosa. Me recuerda a Emburgo.Eunor asintió levemente. Se quedó pensativa un momento, como rumiando la frase, y después invitó a Dalia a hacerle compañía. La mesa estaba reservada para
Una carta de la criadaLeCron era poco hábil con las manos, aunque muy bueno con otras cosas. Lietca ya lo había comprobado muchas veces. Sin embargo, ahora le urgía que se vistiera de doctor.—¡Oye, sé más cuidadoso! —le reclamó.—Hago lo mejor que puedo.Los dedos bruscos de su amante trataban de vendarle con la mayor cautela, pero fracasaban. La larga quemadura iba desde la muñeca hasta el codo y se esparcía por el dorso. A veces, las yemas le rozaban la carne desnuda y eso la enloquecía. Sentía un serio escozor y el brazo le palpitaba como si allí se hubiera mudado su corazón. Dentro de todo, la quemadura distaba de ser tan grave como otras que había visto, generalmente a los herreros. Jun se iba a enojar cuando la viera. Pero más allá de una ligera reprimenda, el caso no pasaría a mayores. Lietca admiró la piel tersa del otro brazo.—Espero que no se infecte.—No lo hará. Ten fe.—Maldito. Lo dices porque a ti no te cayó un tronco ardiendo.—Lo digo porque me preocupo por ti. Y s
El inicio de la conspiraciónNo había salón de baile en el Palacio de la Sabiduría. Eunor se lamentó. La prestigiosa dama siempre había disfrutado de las veladas en las que el vals figuraba como principal atractivo. En la Tierra de la Niebla, la «elegancia» tenía otro significado. Allí, los vestidos ornamentados con amplios volantes, los chalecos y los fracs, las medias altas y los corpiños causaban consternación. Ellos preferían las prendas sencillas, pero razonablemente adornadas.—Cariño —le susurró Roman—, ¿dónde está Lietca?Su esposo la sacó del ensimismamiento. Tenía un don para ser inoportuno. Eunor reprimió su irritación mientras saludaba de la mano a un comerciante llamado Xin.—Está en los vestidores preparándose —respondió Eunor secamente.—En los vestidores... pero, ¿no es tarde?—¡Déjame en paz! Lietca apenas ha tenido tiempo de reponerse de lo de ayer y tú estás preocupado por la puntualidad. Deberías avergonzarte. ¡Hola, señor Fang!...En esas, el capitán de la guardia
La noviaTodos y cada uno de los allí presentes se habían enterado de la noticia. Era el tema principal de la conversación. Los nobles de las más importantes familias se susurraban unos a otros los chismes de último minuto. Su majestad no había cancelado la ceremonia a pesar de todo. Sin duda, debido a su tacañería. Todos sabían que Huo, el consejero principal, le había recomendado que separara el matrimonio y el nombramiento en dos ceremonias diferentes. Pero el emperador se había enojado terriblemente y le había recordado que ya no tenían riquezas en las arcas, aunque no fuera verdad.En el Palacio de la Sabiduría, se respiraba un aire templado. Los músicos tocaban con cierta pereza y los demás invitados —comerciantes, funcionarios y poetas—, se mantenían al margen y preferían no participar de la conversación. Todos estaban expectantes. El maestro de ceremonias, Kuan Feng el Correcaminos, corría de un lado para otro con su traje llamativo y su extraño peinado, gritando órdenes y da
Último capítulo