DIEGO
Bajé los cuatro pisos del edificio de Camila sin sentir mis piernas. El sonido de mis pasos contra la madera vieja de la escalera resonaba como un cronómetro: Bar-ce-lo-na. Bar-ce-lo-na. Cada sílaba era un kilómetro de distancia. Cada sílaba era una confirmación de que había roto algo que no tenía repuesto.
Salí a la calle. El aire de la mañana en Malasaña estaba frío, cargado de olor a pan recién horneado y basura de la noche anterior. Me apoyé contra la pared de ladrillo, buscando aire. Mi cerebro intentaba racionalizar la situación: "Es lo mejor. Ella necesita sanar. Tú elegiste a Amalia. Esto es lo que querías". Pero mi sistema corazón estaba gritando. Una alarma primitiva, visceral, me decía que acababa de abandonar mi refugio seguro para caminar hacia una tormenta sin paraguas.
Dejé los lirios arriba. Dejé a mi hermana durmiendo en un sofá incómodo para limpiar mi desastre. Y dejé a la única mujer que me ha amado sin pedirme que fuera alguien diferente.
Caminé hacia mi coc