Aria Whitmore ha pasado la última década convencida de que el amor es sinónimo de refugio. En el Blue Heaven, el bar donde trabaja, aprendió a esconder sus dudas detrás de sonrisas y a aceptar que el cariño puede ser tan intenso como asfixiante. Pero cuando la vida pone en su camino a alguien capaz de mirarla de un modo diferente, todo lo que parecía estable empieza a tambalear. Entre la seguridad de lo conocido y la chispa de lo inesperado, Aria descubre que su corazón guarda un sueño que nunca se atrevió a nombrar. En medio de noches de música, secretos y promesas que pesan más que las palabras, deberá decidir hasta dónde llega la lealtad y dónde comienza la verdadera libertad. Un romance cargado de intensidad, ternura y contradicciones, donde nada es tan sencillo como elegir a quién amar, y donde la mayor pregunta es si un final feliz existe realmente.
Leer másLas luces tenues bañaban de azul las paredes del bar Blue Heaven, el lugar que había sido escenario de la vida de Aria Whitmore durante la última década. Conocía cada rincón: las vetas de madera en la barra, el olor a whisky recién servido, las grietas del piso que nadie más notaba. Ese sitio era más que un trabajo; era su refugio desde los diecinueve años, cuando perdió a sus padres y todo su mundo se derrumbó.
No había llegado sola. Fue Rowan Doyle, hijo del dueño original del bar, quien le tendió la mano en ese entonces. Su padre, un hombre de voz grave y carácter amable, había abierto las puertas del Blue Heaven como si también fueran las de su propia casa. Y cuando falleció hace un año, Rowan tomó las riendas. Para Aria, eso no significaba solo la continuidad de un negocio: era la continuación de la única seguridad que había conocido.
Aria avanzaba entre las mesas con una bandeja en la mano, la mirada atenta a cada detalle, llevando pulcramente el traje azul cielo con el gafete que llevaba su nombre. El bar estaba lleno, como casi todos los fines de semana. El tintinear de copas, las risas y el murmullo de conversaciones creaban un fondo familiar. A veces le parecía que la vida entera cabía en esas cuatro paredes.
Desde la barra, Rowan la observaba. Alto, de hombros anchos y gesto firme, imponía respeto a clientes y empleados por igual. Llevaba la camisa blanca con las mangas arremangadas, y aunque sonreía al hablar con algunos conocidos, sus ojos siempre volvían a ella.
—No me gusta cómo te miran algunos —murmuró cuando pasó a dejar un pedido en la barra.
Aria arqueó una ceja, intentando suavizar la tensión.
—Son solo clientes, Rowan.
Él frunció los labios y deslizó la mano sobre la barra, rozando apenas la de ella antes de retirarla.
—Clientes o no, eres mía. Y lo saben.
Una punzada atravesó su pecho, no de miedo, sino de esa mezcla confusa de orgullo y ternura. A veces sus palabras sonaban duras, pero Aria había aprendido a leerlas como promesas de cuidado. Su padre había sido igual: protector, celoso de quienes se acercaban demasiado a ella y a Martina. Rowan llenaba ese vacío, con la diferencia de que además la amaba. Y Aria, con todo y sus dudas, también lo amaba a él.
Se obligó a sonreírle y siguió su camino hacia una mesa recién ocupada. Un grupo de hombres entraba en ese momento, dejando que el aire frío de la noche barriera el salón por unos segundos. Ella reconoció de inmediato a uno de ellos: Demian Hale, un actor que había comenzado a frecuentar el bar meses atrás. Su voz y su risa llenaban cualquier espacio, pero sin resultar invasivas. Había algo en su presencia que atraía miradas, como si la luz de los focos lo siguiera incluso fuera del escenario.
—La mesa de siempre, ¿verdad? —preguntó Aria, con su cordialidad de rutina.
—Claro —respondió Demian, inclinándose apenas, con esa cortesía antigua que parecía natural en él.
Mientras los guiaba hacia el rincón junto al ventanal, Aria pasó cerca del piano del salón. Estaba cerrado, nadie lo tocaba desde hacía meses. Durante años, los viernes por la noche, el padre de Rowan invitaba al pianista a quedarse más allá de su horario y permitía que ella se acercara a tararear alguna melodía. Eran momentos fugaces, pero brillaban en su memoria como luces cálidas. Desde que él murió, el piano había quedado en silencio, y con él, esa parte de sí misma que no compartía con nadie.
Dejó las copas en la mesa y al alzar la vista, se encontró con los ojos de Demian.
—Gracias, Aria. —dijo su nombre con una naturalidad que la desarmó.
Ella se limitó a asentir y giró sobre sus pasos. Rowan estaba mirándola desde la barra, una ceja alzada, como si cada segundo que pasaba fuera de su alcance debiera ser explicado después.
Aria respiró hondo y siguió trabajando. Esa noche sería como todas las demás, se dijo. Tenía que serlo.
Un ruido de risas jóvenes se mezcló con la música ambiental y, al girar la cabeza, Aria sintió cómo se le encogía el estómago.
En la entrada, con un vestido demasiado corto para su gusto, estaba Martina. Su hermana. Con apenas diecinueve años, entraba al Blue Heaven con un par de amigas que la seguían como un cortejo alegre, ignorando las miradas curiosas que despertaban entre los clientes.
Aria dejó la bandeja sobre la barra con un golpe seco.
—¿Qué demonios hace aquí? —murmuró entre dientes.
Rowan sonrió con sorna.
—Supongo que quiere ver cómo es la vida nocturna de la que tanto la proteges. Tiene edad para estar aquí, Aria.
—Tiene edad para equivocarse, sí —replicó ella, con el ceño fruncido—. Pero no en este lugar.
Rowan no dijo nada más, se limitó a observarla con la calma de quien disfruta de un espectáculo ajeno. Aria bufó y se apresuró hacia la mesa donde Martina y sus amigas ya se acomodaban, riendo como si el bar les perteneciera.
—¿Se volvieron locas? —Aria apoyó las manos en la mesa, inclinándose hacia su hermana—. ¿Qué haces aquí, Martina?
Martina levantó la vista, insolente, con sus ojos verdes desafiantes.
—Relájate, solo vinimos a tomar algo. No es un crimen.
—Claro que no, pero este lugar no es para ustedes —Aria bajó la voz, molesta—. Lárgate antes de que me meta en problemas.
—¿Problemas con quién? ¿Con Rowan? —preguntó Martina con ironía—. ¿O contigo, que no sabes soltarme?
El comentario la atravesó como un cuchillo. Antes de que Aria pudiera responder, una voz firme interrumpió la tensión:
—Está bien, déjala.
Aria giró y lo vio: Rowan Doyle, con las manos en los bolsillos, observando la escena desde unos pasos detrás. Caminó hasta la mesa con ese aire seguro que dominaba cada rincón del Blue Heaven. Su presencia bastó para que las amigas de Martina se enderezaran en sus asientos, incómodas, como si estuvieran frente a un adulto que podía leerles los pensamientos.
—Tiene diecinueve, Aria —dijo, con calma—. Y yo la conozco desde que tenía nueve. No va a hacer nada que no haya visto antes en este lugar.
—Rowan… —Aria tensó la mandíbula.
Él sonrió, apoyando una mano breve sobre el hombro de Martina, gesto que en ella provocó un orgullo adolescente inmediato.
—Si quiere quedarse un rato con sus amigas, puede hacerlo. Bajo mi techo sigue siendo parte de la familia.
Aria apretó la bandeja contra el pecho. La palabra familia resonó fuerte. Rowan siempre había usado esa cercanía para ganarse la lealtad de Martina, y de alguna forma, también la de ella.
Martina sonrió triunfante y se dejó caer de nuevo en la silla, cruzando las piernas con un gesto desafiante hacia su hermana.
—¿Ves? No todos creen que sigo siendo una niña.
Aria tragó saliva, luchando contra la sensación de perder terreno. Rowan la miró con calma, casi con ternura.
—Confía en mí. Aquí está segura.
Aria asintió, aunque algo dentro de ella se revolvía. Sabía que la voz de Rowan era ley en el Blue Heaven, igual que lo había sido la de su padre antes de morir. Y por más que quisiera discutir, parte de ella encontraba consuelo en esa certeza.
—¿Todo bien? —preguntó una voz a su lado.
Era Sophia Carter, su compañera de trabajo y amiga de toda la vida. Con la bandeja equilibrada en una mano y el cabello recogido en un moño desprolijo, parecía llevar la noche mejor que ella. Sophia había entrado al Blue Heaven cinco años atrás, cuando Aria la recomendó para el puesto. Pero su historia juntas venía desde mucho antes, desde la secundaria, cuando compartían cuadernos y sueños en un pueblo que ya les quedaba demasiado lejos.
—Mi hermana cree que puede hacer lo que quiera —dijo Aria, aún con el ceño fruncido—. Y Rowan la protege como si fuera su hija.
Sophia sonrió con esa mezcla de ironía y ternura que la caracterizaba.
—Suena familiar. ¿No eras tú la que a los diecinueve se pasaba las noches aquí, jurando que este lugar iba a ser tu mundo?
Aria abrió la boca para responder, pero la cerró enseguida. No podía negar que tenía razón. Lo que para Martina era rebeldía, para ella había sido refugio. La diferencia era que, en su caso, Rowan estaba allí para sostenerla.
—No es lo mismo —murmuró, más para sí misma que para Sophia.
La amiga apoyó la mano en su hombro antes de seguir su camino hacia otra mesa.
—No digo que lo sea. Solo recuerda que crecer duele para todos, no solo para ti.
Aria suspiró, tomando de nuevo la bandeja. A lo lejos, el sonido de una carcajada profunda la hizo girar la cabeza: Demian estaba contando una anécdota a sus amigos, iluminado por la penumbra como si el escenario se hubiera trasladado al Blue Heaven. Por un instante, la mirada de Aria se detuvo otra vez en el piano cerrado, y el recuerdo de aquellas noches con el padre de Rowan le devolvió una punzada de nostalgia.
La vida se había vuelto más rígida desde entonces, más predecible. Pero esa chispa que brillaba en los ojos de Demian, la misma que se encendía en las notas calladas del piano, le recordaba que tal vez aún existía algo más allá de esas paredes.
Sacudió la cabeza y regresó al trabajo. Rowan seguía en la barra, observándola, dueño del lugar, de las reglas y, en parte, de ella. Aria decidió no pensar en nada más. Esa noche, como todas, debía terminar igual: con el Blue Heaven apagando sus luces, y con ella convencida de que estaba exactamente donde debía estar.
Aria llegó temprano, como cada viernes. El Blue Heaven todavía olía a madera encerada y a cristales recién lavados. Encendió las luces de la barra, revisó la caja, dejó listas las copas alineadas con cuidado obsesivo. A esa hora, el lugar le pertenecía por completo. Había algo casi íntimo en ese silencio previo a la multitud, como si el bar le confiara sus secretos antes de entregarse a los demás.Sophia entró poco después, sujetando su cabello de forma despeinada y con la chaqueta sobre el hombro.—¿Lista para la batalla? —bromeó, dejando su bolso detrás de la barra.—Siempre lo estoy —respondió Aria con una sonrisa automática, aunque la tensión en su estómago ya le advertía que esa noche no sería como las demás.Mike y Oliver llegaron juntos, y en menos de una hora el bar estaba vivo: mesas ocupadas, música de fondo, risas que se mezclaban con el tintinear de vasos.Todo parecía fluir con naturalidad hasta que la puerta volvió a abrirse con un chirrido pesado. Rowan apareció, impeca
Habían pasado tres noches desde aquella discusión en el Blue Heaven. Rowan había estado ausente casi todo el día; su madre había sufrido una descompensación y él no se separaba de ella en el hospital.Aria, por primera vez en mucho tiempo, se encontró con las llaves del bar en su mano y el peso de la responsabilidad cayendo encima. Rowan le había dejado instrucciones claras: “Tú te encargas de la caja, confío en ti. Haz que todo siga funcionando.”Encendió las luces del local y el murmullo habitual comenzó a crecer a medida que los clientes entraban. El olor a madera barnizada, el brillo de las botellas alineadas y el rumor de conversaciones le devolvieron una sensación familiar. Solo que esa vez, Rowan no estaba allí para vigilar cada detalle.—No te preocupes, Ari —le dijo Sophia, su amiga y compañera de trabajo desde hacía cinco años—. Entre los tres podemos con todo.Aria le sonrió con gratitud. A veces pensaba que Sophia era más su hermana que la propia Martina, al menos dentro d
La madrugada había caído sobre Tampa y las luces de Blue Heaven se apagaron una a una. Afuera, el aire húmedo olía a sal, arrastrado por la brisa del mar. Rowan cerró la puerta con dos vueltas de llave y le pasó un brazo por los hombros a Aria, como quien protege algo que es suyo.El trayecto en el coche fue silencioso. Rowan conducía con la vista fija en la carretera y una mano firme en su muslo, posesiva, aunque Aria lo sentía como un gesto de compañía. Ella miraba por la ventana, repasando mentalmente la discusión con Martina. Todavía la veía como una niña, y verla entrar al bar con amigas le había hecho hervir la sangre.—No deberías alterarte tanto —dijo Rowan, rompiendo el silencio—. Parecías una madre regañando a su hija.Aria suspiró.—Es que para mí sigue siendo esa niña de nueve años. Rowan… tú estabas allí. ¿Recuerdas? Cuando nos quedamos solas, tú y tus padres nos acogieron.Él desvió la mirada un instante, sus facciones endureciéndose.—Lo recuerdo. Y también recuerdo qu
Las luces tenues bañaban de azul las paredes del bar Blue Heaven, el lugar que había sido escenario de la vida de Aria Whitmore durante la última década. Conocía cada rincón: las vetas de madera en la barra, el olor a whisky recién servido, las grietas del piso que nadie más notaba. Ese sitio era más que un trabajo; era su refugio desde los diecinueve años, cuando perdió a sus padres y todo su mundo se derrumbó.No había llegado sola. Fue Rowan Doyle, hijo del dueño original del bar, quien le tendió la mano en ese entonces. Su padre, un hombre de voz grave y carácter amable, había abierto las puertas del Blue Heaven como si también fueran las de su propia casa. Y cuando falleció hace un año, Rowan tomó las riendas. Para Aria, eso no significaba solo la continuidad de un negocio: era la continuación de la única seguridad que había conocido.Aria avanzaba entre las mesas con una bandeja en la mano, la mirada atenta a cada detalle, llevando pulcramente el traje azul cielo con el gafete q
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