6. El Nuevo Tablero
No creí que volver a pisar ese edificio me aceleraría tanto el pulso. El mármol pulido de la entrada devolvía mi reflejo como si quisiera recordarme quién era ahora: no la secretaria de nadie, no la sombra de un apellido, no la mujer elegida por conveniencia.
Ahora, este territorio —antes marcado solo por las pisadas de Max Undurraga— también me pertenecía.
El aire olía a madera encerada y café recién molido, igual que años atrás, pero yo ya no era la misma que había caminado por este lobby con una carpeta bajo el brazo y una sonrisa obediente en el rostro. Ahora mis pasos tenían otro peso.
Apreté la chaqueta y avancé. Cada golpe de mis tacones contra el piso sonaba como un tambor de guerra. Las miradas que se alzaban de los escritorios no me intimidaban; podían medir mi presencia, apostar cuánto duraría o susurrar que la esposa del jefe jugaba a ejecutiva.
Que miren. Que murmuren.
Ese era mi nuevo combustible.
Pasé junto al ascensor de cristal y, por un segundo, mi reflejo se