La última sobreviviente de los Édazon, luego de muchos años intentando evadir a los asesinos, regresa al hogar donde perdió a su familia, para convertirse en la esposa del joven que expulsó a los usurpadores. Ahialíz desea que el nuevo rey la vea con ojos propios y que no se deje envenenar por los nobles, que aún la consideran una cobarde, por no haber regresado a su pueblo una vez conquistada la paz. Celos, engaños, armas afiladas dispuestas a separarlos; son muchos los obstáculos que ambos reyes tendrán que vencer, para poder dar riendas sueltas a la pasión que los abraza.
Leer másEn cuanto amaneció, me vestí a toda prisa y tomando las espadas, corrí hacia el patio de armas donde los soldados esperaban. Mis doncellas apenas tuvieron tiempo de seguirme y cuando finalmente escucharon los sonidos provocados por la pelea, se convencieron de que sus palabras no conseguirían persuadirme de aplazar el entrenamiento.
Tenía que aprovechar la frescura del alba y mis fuerzas renovadas por una buena noche de sueño. No siempre contaría con esos guardias para que me defendieran, así que lo más sensato era prepararme lo mejor posible y robarles esas mañas que los habían ayudado a sobrevivir a tan arduas batallas.
Ni siquiera detuvimos a descansar tanto como en otras ocasiones y solo me limité a tomar un poco de agua para no desfallecer. Las sombras de las torres me perseguían, al igual que las manecillas de un reloj, anunciando el paso de las horas y como si quisieran arrebatar el dorado de mi vestido, que contrastaba demasiado con la sobriedad de las altas murallas grises.
Volví al combate, sintiendo las miradas de las doncellas y los curiosos que se acercaban para comprobar cómo me defendía y una carcajada logró debilitarme las piernas, cuando perdí la espada que aferraba con la mano izquierda.
—Nunca podrás pelear con dos espadas —me advirtió el rey, muy divertido.
Inmediatamente todos nos volteamos para saludarlo respetuosamente y él me tomó por los hombros, plantándome un ruidoso beso en la mejilla. Llevaba un traje oscuro, semejante a los de sus hombres y quizás en exceso modesto para un rey, más lograba mantener la adoración en sus súbditos que le agradecían por tanta modestia.
—Busquen entre mis escudos uno que sea bastante ligero para la princesa—ordenó con voz severa—. A partir de mañana tendrá que aprender a combatir con un escudo atado a su mano, si es que quiere sobrevivir.
Los guardias contuvieron la risa. Ellos sabían perfectamente que me empeñaba en aprender a luchar con dos espadas porque no era rápida y siempre descuidaba mi flanco izquierdo, pero no se atrevían a señalármelo y por eso tuvieron que aguardar a que se presentara la oportunidad. Yo no ignoraba el aprecio que me tenían y les era recíproco, ya que jamás habría deseado siervos más fieles, aunque bastaba con mirarnos para saber que yo no pertenecía a la tierra donde ellos nacieron.
Mis cabellos negros, ensortijados, los ojos de un verde marino y la piel bronceada, eran rasgos de tierras más cálidas y a nadie le pasaban desapercibidas tales diferencias. Yo desentonaba entre las mujeres que convivían en el castillo, gobernado por un señor rubio y pálido.
Sutilmente, los guardias y las doncellas nos dejaron solos, resguardados únicamente por las sombras y la briza húmeda que llegó para despeinarme.
—Ese vestido no parece cómodo para luchar—me señaló el rey, inclinando la mano para secarme la frente con un pañuelo perfumado.
—No es fácil moverse con un traje tan holgado, pero al menos me sirve para distraer al enemigo cuando agito los pliegues.
Él se echó a reír y tomándome por el talle, me guio hasta las bancas donde tomamos asiento. Sabía que no me daría buenas noticias y le agradecí que al menos intentara prepararme un poco, antes de pronunciar esas palabras que me arrebatarían el aliento.
—Supe que anoche llegaron mensajeros de Áthaldar—le dije en un murmullo—. Me negué a recibirlos porque no soportaría verlos.
— ¿Cómo supiste que venían de Áthaldar? —me preguntó directamente—. ¿Los reconociste por ser tan morenos?
Sus palabras me arrancaron una carcajada que ahogué rápidamente. A él no se lo olvidaba cuanto me molestaba las diferencias entre nuestros rasgos y eso me hizo recordar que en el pasado obligó a mis nodrizas a llevar pelucas oscuras para que no me sintiera tan diferente. Sí, definitivamente él sabía cómo alegrarme.
—Siempre te las arreglas para contentarme —admití—. Te has tomado muchas molestias conmigo.
—Sabes bien que no eres una molestia para mí— rebatió, atacándome con esos ojos pardos que me recordaban tristemente a mi madre—. Te considero una hija, mi heredera, y ya es hora de que te permita ocuparte de tus obligaciones.
Me cubrí el rostro con las manos para tratar de evitar que mi corazón estallara. No quería escucharlo más. Necesitaba que todo se mantuviera como antes, sin cambios ni sobresaltos, o la felicidad que había tenido hasta entonces desaparecería.
—El rey de Áthaldar te desea por esposa —sentenció—. Ambos sabíamos que este día llegaría y…
—No —lo interrumpí—. No quiero volver allí.
—Es tu deber —declaró—. Eres la heredera legitima del rey Ódgon de Édazon y te corresponde regresar a tu pueblo y defenderlo de sus enemigos. Te he preparado para ello desde que eras una niñita y sé que me enorgullecerás con tus victorias.
Habría querido contenerme, pero las lágrimas brotaron y el peso en mi estómago me robó el aire. No soportaba escucharlo incitándome a volver a ese lugar donde había sido tan desdichada y con solo pensarlo, mi piel se erizaba.
—Por favor, tío —le rogué llorosa—. No quiero volver a ese reino. Allí me consideran una desertora.
—Pero no lo eres —refutó él—. Tuviste la suerte de que te encontrara antes de que esos desgraciados bárbaros te asesinaran como hicieron con tu madre y tus hermanos. Puede que no lo comprendan, mas no tuve otra alternativa que traerte a mis tierras o habrían terminado atrapándote. Te alejé de aquel caos para salvarte y siempre te prometí que un día regresarías para gobernar, tal y como tu padre hubiese querido. Ahora ha llegado el momento de que le demuestres, a esos que te han llamado cobarde, que sigues teniendo la sangre de los Édazon y que se han equivocado al juzgarte.
Mi llanto no menguó la determinación del rey y tuve que serenarme para poder mirarlo. No me comportaba dignamente, pero ante la posibilidad de perder mi libertad, detalles como esos dejaban de importarme.
—Ese rey solo quiere el tesoro que trajiste conmigo —le señalé—. Sabe que aun resguardo las arcas que con tanto celo mi padre te confió y espera que se las devuelvas como mi dote.
—Ese es un buen motivo, aunque hay otros más grandes —me aseguró—. El nuevo rey de Áthaldar no es un Édazon legítimo, sino un bastardo de tu tío Othord y por eso te necesita para que no lo consideren otro usurpador. Los señores de Ahandal, Idelzir y Enerthand, aseguran que él tomó el trono por la fuerza, como mismo hizo su antecesor, y que por ese motivo no puede ser considerado un rey legítimo, sobre todo porque aún vive una hija de Ódgon de Édazon.
Cerré la puerta de un golpe y me arrojé sobre el lecho, sin prestar atención al sudor pegajoso que desaparecía debajo del tiritar de mi piel erizada.Los cortinados de un azul grisáceo se agitaban constantemente por el viento, al igual que las lámparas, grandes, antiguas. Todos los suelos estaban alfombrados en el mismo tono que las colgaduras, aunque estas no lograban disimular la rudeza de esas vigas enormes que sostenían el techado. Sí, ese era un castillo poco acogedor, pero había sido mi hogar hasta ese momento, el único lugar donde conseguía dormir sin que las pesadillas me agredieran y ahora mi protector me pedía que renunciara a ello, para volver al caos del cual escapé con su ayuda.Entendía que era más que una obligación, un deber hacia mi padre y nuestro linaje, pero ni siquiera eso me reconfortaba. Tendría que soportar por el resto de mis días, a unos hombres que me consideraban cobarde, traidora, cuando no era otra cosa que la única víctima sobreviviente del mayor desast
Las carcajadas de mi tío me contagiaron, a pesar de que no comprendía la gracia en ese comentario.—Es precisamente del astil del fuego de quien más has de cuidarte —me advirtió muy divertido.—¿Astil del fuego?—¿Ya olvidaste los títulos de tu reino? —Me interrogó, evidentemente preocupado—. Es sin dudas mi culpa por haberte apartado de tan complicado protocolo como el de los reyes de Áthaldar, pero tienes que recordar al menos un poco de…—No —admití asustada.—Cariño, el astil del fuego es el título que se le da al noble que guía los hombres del rey y al ejército. También controla las armas y los avíos necesarios para la guerra. Le siguen en jerarquía el astil del agua, señor que se ocupa de la flota de su majestad, de los caminos y sus construcciones en cada pueblo. El tercero es el astil de la tierra, encargado de los cultivos, el ganado, la construcción de los pueblos y fortalezas. El cuarto es el astil del viento, título que sirve para distinguir al responsable por la educación
—Ardo en deseos de ver como humillas a esos desgraciados con tu inteligencia —me dijo—. Al principio se sentirán invencibles y como te comportarás como una princesa digna, creerán que podrán dominarte, solo que sacarás esas garras que te he dado y los pondrás en el lugar que les corresponde. Eres hija de tu padre, así que eres buena para la guerra, pero también eres mi sobrina y por eso nunca aceptaras la derrota.—Hablas con tanto orgullo que estoy por pensar que me tienes demasiada confianza.—Te tengo la confianza que mereces—rebatió—. Por eso te declaré mi heredera hace mucho tiempo.—Deberás tomar una esposa y tener hijos propios— le señalé.—Solo me ocuparé de otras mujeres cuando tú seas feliz.No le contesté y fingí que ignoraba sus aventuras románticas con cuanta doncella hermosa llegaba a esa corte. Él había sido un padre ejemplar, incomparable y cuando intentaba recordar a aquel al que le debía la vida, solo aparecía el rostro gentil de ese que ahora me tomaba las manos ent
—Ese joven logró vencer a los bárbaros que derrotaron a mi padre, así que bien merece el trono que conquistó — le dije—. No veo razón alguna para que los monarcas vecinos lo repudien, después de todo es mejor un Édazon ilegítimo, que no un bárbaro asesino.Mi tío tendría que reconocer que no me equivocaba con esa afirmación, mas eso no cambiaba el modo en el que los señores de otros reinos veían al joven soberano de Áthaldar y por mucho que quisiera evitarlo, no me quedaría más remedio que reconocer mi responsabilidad.—Si te negaras a unirte a tu primo, sus enemigos podrían aliarse y de seguro destruirían lo que queda de la casa de Édazon —declaró mi tío—. ¿En verdad te permanecerás aquí, consintiendo que eso ocurra, o lucharás para evitarlo?— ¿Y crees que, si me caso, me dejaran luchar? —rebatí furiosa—. Una vez que les haya devuelto el tesoro real, me encerrarán, o quizás me matarán. No olvides que para ese rey no soy su prima, sino una princesita cobarde que le dejó la pesada car
En cuanto amaneció, me vestí a toda prisa y tomando las espadas, corrí hacia el patio de armas donde los soldados esperaban. Mis doncellas apenas tuvieron tiempo de seguirme y cuando finalmente escucharon los sonidos provocados por la pelea, se convencieron de que sus palabras no conseguirían persuadirme de aplazar el entrenamiento.Tenía que aprovechar la frescura del alba y mis fuerzas renovadas por una buena noche de sueño. No siempre contaría con esos guardias para que me defendieran, así que lo más sensato era prepararme lo mejor posible y robarles esas mañas que los habían ayudado a sobrevivir a tan arduas batallas.Ni siquiera detuvimos a descansar tanto como en otras ocasiones y solo me limité a tomar un poco de agua para no desfallecer. Las sombras de las torres me perseguían, al igual que las manecillas de un reloj, anunciando el paso de las horas y como si quisieran arrebatar el dorado de mi vestido, que contrastaba demasiado con la sobriedad de las altas murallas grises.V
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