5

Cerré la puerta de un golpe y me arrojé sobre el lecho, sin prestar atención al sudor pegajoso que desaparecía debajo del tiritar de mi piel erizada.

Los cortinados de un azul grisáceo se agitaban constantemente por el viento, al igual que las lámparas, grandes, antiguas. Todos los suelos estaban alfombrados en el mismo tono que las colgaduras, aunque estas no lograban disimular la rudeza de esas vigas enormes que sostenían el techado.  Sí, ese era un castillo poco acogedor, pero había sido mi hogar hasta ese momento, el único lugar donde conseguía dormir sin que las pesadillas me agredieran y ahora mi protector me pedía que renunciara a ello, para volver al caos del cual escapé con su ayuda.

Entendía que era más que una obligación, un deber hacia mi padre y nuestro linaje, pero ni siquiera eso me reconfortaba. Tendría que soportar por el resto de mis días, a unos hombres que me consideraban cobarde, traidora, cuando no era otra cosa que la única víctima sobreviviente del mayor desastre en la historia de Áthaldar.

Me detuve a pensar en las palabras de mi tío y un nudo punzante se me formó en el vientre. Desconocía aquellas costumbres que debí cumplir como princesa y estaba consciente de que eso me restaría el favor de esos astiles, a quienes tendría que responderles por cada acto que llevara a cabo. ¿Qué tanto me odiaban? ¿Ignorarían el hecho de que yo era la verdadera heredera y me tratarían como a una princesa extranjera? ¿Y el pueblo, me amaría?

Agobiada, fui hasta el espejo para convencerme de que tenía los rasgos de los Édazon y la profundidad de mis ojos verdes, los risos negros y largos, el orgullo que se me escapaba en cada gesto, me aseguraron de que no podría negarse mi estirpe. ¿Sería suficiente?

Tenía muchas preguntas y las respuestas no dependían de mí, sino de esos a los que habría de aprender a tolerar; por eso me contenté mirando el retrato de ese joven de quien dependía mi futuro. Quizás si conseguía agradarle, me fuera más fácil acostumbrarme a los nuevos ceremoniales y las imposiciones que sufriría. No ignoraba que probablemente él fuera quien más me detestara, ya que toda su vida fue repudiado, para luego tener que ocupar mi lugar en la reconquista de Áthaldar.

Con los dedos acaricié el contorno del retrato, que resultaba muy pequeño para mi gusto, y leí el nombre grabado en letras doradas: “Rownan de Fraehen y Édazon, rey de Áthaldar” Eso me bastó para convencerme de que no me equivocaba al pensar en que me detestaría, y a pesar de ser el monarca y conquistador, continuaba usando primero el nombre de la casa de su madre antes que la del padre. Él mismo reconocía que no era un Édazon legítimo, por lo que lo podía imaginar cómo alguien honesto, sincero, y eso en parte me aliviaba.

Intenté descansar y hasta dormí algunas horas, pero siempre terminaba despertándome sobresaltada, como si tanta expectativa comenzara a afectarme directamente, así que ocupé el tiempo en recoger mis pertenencias. Preparar un ajuar no era cosa fácil y aunque contaba con la ayuda de doncellas bien dispuestas, fue la llegada de dos señoras mayores lo que acabó por desmoronar mis nervios. 

—No las necesito —les advertí, algo asustada porque el resto de las jóvenes abandonaron la alcoba—.  Ya le he advertido a su majestad que me negaría a recibirlas.

—Perdone, alteza, pero debería al menos escucharnos —se atrevió a decirme una de las mujeres de negras vestiduras—. Estamos aquí para servirle y prometemos no importunar.

Con un gesto nervioso les indiqué que tomaran asiento frente a una mesa donde descansaban cintas y flores, con las que adornábamos los bajos de mis vestidos, cosa que les arrancó varias sonrisas y miradas llenas de complicidad. Yo me dejé caer lentamente contra el descanso de la ventana y decidí escucharlas para acabar de una vez con esa tontería.

—Mi querida princesa, ahora que está próxima a unirse a un gran señor, debe tener en cuenta algunos concejos que las mujeres con cierta experiencia siempre podemos brindarle a las más jóvenes.

Asentí tímidamente, evitando que me pusieran más nerviosa con sus palabras. Yo conocía muy bien a esas mujeres, eran las matronas que se ocupaban de las embarazadas y que asistían a mi tío para que no tuviera descendencia indeseada; pero no les tenía tanta confianza como para sentirme a gusto entre ellas. Me incomodaban sus trajes y velos negros, aunque mucho más sus miradas astutas.

—Para que una reina conciba un heredero fuerte y saludable, debe permitir que el esposo entre en ella y vierta su semilla —me explicó la mayor—. Al principio estos encuentros pueden ser incómodos, hasta dolorosos en cierta medida, mas todo depende de cuan dispuesta esté la mujer. Si se resiste, empeorará su situación, en cambio, si cediera y tratara de disfrutar, sin remilgos o prejuicios, le resultará una experiencia placentera.

—Usted, alteza, no es una simple mujer, sino una futura reina y por ello debe poner más cuidado que cualquier otra esposa —intervino la segunda—. Si es astuta, se las ingeniará para que su rey la necesite y visite frecuentemente.

Las mejillas se me encendieron intensamente, provocando la risa de esas ancianas hasta que les advertí con un gesto que no le permitiría familiaridades. Lo último que necesitaba era que se burlaran de mi inexperiencia.

—Aprenda a leer las señales que mostrará su compañero —continuó la primera—. Los hombres pueden ser ávidos, lujuriosos y más si poseen a una mujer hermosa, aunque también pueden ser fríos y enajenados, ya que siempre hay quienes prefieren otras compañías.

—Mi futuro esposo es un guerrero, además de rey —les dije, con tal de cambiar el rumbo de la conversación.

—Entonces gozará de experiencia —me aseguró la más cercana, con un tono burlesco.

Pensé en enseñarles el retrato que escondía entre los pliegues del vestido, pero me contuve, porque no quería que empezaran a hablarme de su galanura y de mi buena suerte, como hicieron las doncellas del servicio.

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