Durante toda la noche dormí profundamente y soñé con ese primo desconocido a quien pronto llamaría esposo. No advertí que las doncellas entraron a la alcoba para continuar preparando mis arcones, hasta que desperté, hallando una nueva pared conformada con baúles y trastos que serían trasladados por los carreteros expertos.
Los días habían pasado muy rápido y ya hacían más de dos semanas desde que los primeros mensajeros llegaron con las propuestas de los señores de Áthaldar.
El nerviosismo se me notaba y únicamente la compañía de mi querido tío, me aliviaba de los temblores, y aun así no consiguió que contuviera los suspiros.
—No eres la única que sufre —me comentó en cuanto estuvimos protegidos en el interior del carruaje—. Todavía no me convenzo de que te vayas a alejar de mí. Viviré en constante ansiedad hasta que reciba tus cartas y me digas que ya eres feliz allí.
—Espero que eso no tarde mucho en ocurrir —le dije.
Los vítores y las despedidas de las doncellas me estremecieron y comprendí que probablemente nunca más volvería a ese castillo, lo que me arrancó otro suspiro que obligó a mi tío a abrasarme. En ese carruaje estábamos protegidos del frío, ya que lo recubrieron con pieles y tejidos gruesos, sin embargo, me sentía a la intemperie, con todas mis emociones expuestas.
—Me he despido desde que llegaron los mensajeros —le confesé—. Recorrí cada estancia, los jardines, las cocinas, tus aposentos. Extrañaré tanto este lugar que necesitaba llevármelo grabado a fuego en la memoria para no tener que arrepentirme de haber partido tan precipitadamente.
—Comprendo que te sientas así, pero no debes olvidar que tu verdadero hogar es ese al que te diriges y si no lo demuestras con cada gesto, muchos terminaran por creer que en verdad mereces ser tratada como una princesa extranjera y no como la heredera legítima de los Édazon.
—Ya lo sé, mas no pudo evitarlo.
Él me besó en la frente y con sus dedos empezó a juguetear, enredándolos en mis cabellos.
— ¿No quieres dormir un poco?
Le sonreí divertida. Mi tío creía que todavía era una niña pequeña que se acurrucaba en su regazo cuando teníamos que huir de una fortaleza a otra para que nuestros enemigos no me alcanzaran.
—Quiero aprovechar todo el tiempo que me queda a tu lado.
—No hables así, sabes que esta no será la última vez que estemos juntos.
—No, pero pasará mucho tiempo antes de que puedas entrar en Áthaldar sin que quieran arrancarte la cabeza —le recordé.
—Entonces tendrás que asegurarte de que te amen para que luego me perdonen a mí por haberte sacado de allí —me incitó.
Le devolví el beso y lo abrasé con tanta fuerza que su corazón y el mío acompasaron sus ritmos.
—Te extrañaré tanto…
—Escribiré cada día —le prometí—. Me aseguraré de que estés al tanto de cuantos pasos doy y tendré cuidado de no poner nada comprometedor en esas letras. Si hubiera algo que no quisiera que llegara a los oídos incorrectos, enviaré a un mensajero de mi confianza.
—Veo que después de todo has aprendido cuanto me he aplicado en enseñarte, pero recuerda que nunca se es demasiado precavido— me señaló—. Yo mismo he tenido que superar hazañas pasadas para poder transportar el tesoro de tu padre y la dote, sin que corra peligro ante los malhechores y los señores que desean nuestra ruina.
— ¿Dote? —pregunté alarmada.
Él no me contestó y cruzando los brazos sobre su pecho, aspiró con fuerza. Yo lo conocía mejor que nadie y veía que se preparaba para calmarme, así que mis suposiciones serían ciertas.
— ¡Esos malditos te pidieron una dote!
—Cálmate, cariño —me calló—. Yo la ofrecí voluntariamente. Ellos esperan que consideremos el tesoro de tu padre como dote, pero no estoy dispuesto a que piensen que me he aprovechado de él.
—No comprendo —admití.
Él suspiró y se peinó su melena dorada con los dedos, para despejarse el rostro. Aguardé pacientemente, aunque por dentro hervía de rabia.
—Ya sabemos que te tratarán como a una princesa extranjera y no como a la hija de Ódgon de Édazon —me explicó—. Por eso he preparado una dote digna de una reina y harás entrega de esta a tu esposo en cuanto te reciba.
— ¿Y el tesoro de mi padre?
—Nos espera en una tienda donde se reunirán los nobles de Áthaldar y allí les cederé su custodia —respondió—. Aún guardo una lista firmada por tu padre y con varias notas de su puño y letra, en las que se recoge cada bien que me confió, cuando se hicieron evidentes las intenciones de los bárbaros de atacar el castillo real, y esta será leída frente a los astiles.
— ¡Perfecto! —exclamé—. Eso callará las bocas de esos…
Me contuve para no provocar más a mi tío que se reía muy divertido. Le alegraba que me animara de ese modo y que no insistiera en maldecir a esos grandes señores de los que me vería rodeada por el resto de mi vida.
— ¿De dónde sacaste esa dote? — Lo interrogué, más serena—. Estás en medio de una guerra contra Dátlael II de Anssen y no gozas de tanta fortuna como para…
—Pertenecía a tu madre —me interrumpió—. Nuestro padre le dejó una gran herencia cuando murió, pero ella ya era la reina de Áthaldar y se negó a aceptarla. Yo la he guardado desde entonces y no veo ocasión más propicia para derrocharla que tu boda.
No supe si agradecerle o pegarle por ser tan tonto.
—Hubiese preferido que tomaras esa fortuna para deshacerte de tus enemigos y pertrechar completamente al ejército, y no que se la entregues a esos astiles. Ellos nos odian y siempre encontrarán falta en nuestros actos, aunque sigas siendo tan generoso y considerado como ahora.
Mi tío volvió a besarme la frente y con su mano me atrapó el mentón para obligarme a mirarlo.
—No importa cuán malo puedan ser otros, si tu alma se mantiene pura —me dijo—. Ellos tendrán mucho de que arrepentirse en el futuro, cuando les demuestres que eres superior y entonces te alegrarás de haberte contenido de seguirles en su mal ejemplo.
Le agradecí desde lo profundo de mi alma y me juré que no lo defraudaría. No estaba en mi naturaleza ser tan serena e indulgente, pero lo conseguiría si evocaba esas palabras tan sabias que acababa de regalarme.
—Tío, tú eres la mejor fortuna que he podido heredar.
Nos abrasamos, muy conmovidos y guardamos silencio. Cerré los ojos y dejé que los sonidos en el exterior nos acompañaran. No me atrevía a contemplar ese paisaje frío, grisáceo, porque sabía que en cuanto notara que se aclaraba, estaría llegando la inevitable separación.