Nunca pensé que un hombre pudiera convertirse en mi mayor tentación… y mi peor decisión. Hace cinco años, la vida que conocía se esfumó en cuestión de segundos. Perdí a mi madre en un accidente y con ella, el hogar seguro que había tenido. Desde entonces, me acostumbré a sobrevivir sola, luchando por pagar mis estudios y mantenerme a flote en una ciudad que no perdona la debilidad. Fue en medio de esa batalla que apareció Él: un hombre arrogante, frío y de una belleza que debería ser ilegal. No buscaba su ayuda… pero me la dio a su manera, ofreciéndome un trabajo en su empresa y una lista de reglas absurdas que juraba que jamás rompería. Y entonces pasó. Una noche. Un beso robado. Una caricia que incendió todo. Desde ese momento, ya no hubo marcha atrás. Entre miradas cargadas de deseo, toques prohibidos en pasillos vacíos y discusiones que terminaban contra una pared, nuestra relación se convirtió en un juego peligroso… uno que podría destruirnos a los dos. Porque lo nuestro no es amor… es hambre. Y el hambre, cuando no se controla, termina devorándolo todo.
Leer másEl aire en el elevador se volvió denso, casi irrespirable. Diecisiete personas apretadas en un espacio diseñado para doce, y yo atrapada contra la pared metálica del fondo. Normalmente contaba los pisos para distraerme, pero esta vez algo me lo impedía. Una mirada.
La sentí antes de verla. Como un rayo láser que atravesaba el espacio entre los cuerpos y me alcanzaba con precisión quirúrgica. Levanté la vista instintivamente, como si me hubieran llamado por mi nombre.
Ojos grises. Fríos. Penetrantes. Pertenecían a un hombre alto, de traje impecable, que me observaba desde el otro extremo del elevador con una intensidad que me robó el aliento. No sonreía. No hacía falta. Su mirada era una conversación completa, un interrogatorio, una invasión.
Bajé la vista, pero el daño ya estaba hecho. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral, despertando sensaciones que había enterrado hace tiempo. Sensaciones peligrosas.
Cuando las puertas se abrieron en el piso doce, salí prácticamente corriendo, sin mirar atrás, con el corazón latiendo como si hubiera corrido una maratón. Me detuve en el pasillo, apoyándome contra la pared.
"Contrólate, Emma", me regañé en silencio. "Solo fue una mirada".
Pero sabía que no era cierto. Había sido mucho más.
***
Cinco años atrás, mi vida era diferente. Tenía dieciocho años, una madre que me adoraba y planes para la universidad. Vivíamos en un pequeño apartamento en las afueras de la ciudad, pero era nuestro refugio. Mamá trabajaba doble turno como enfermera para que yo pudiera estudiar sin preocupaciones.
"Tú solo concéntrate en tus sueños", me decía mientras preparaba café en nuestra diminuta cocina. "Yo me encargo del resto".
Nunca olvidaré aquella noche de octubre. La lluvia golpeaba contra las ventanas cuando sonó el teléfono. Una voz desconocida, palabras que se entrelazaban sin sentido: "accidente", "hospital", "lo sentimos mucho".
Llegué demasiado tarde. Su cuerpo, cubierto con una sábana blanca, ya no albergaba a la mujer que me había criado sola, que me había enseñado a ser fuerte, a no depender de nadie. Especialmente de ningún hombre.
"Los hombres vienen y van, Emma", solía decirme. "Pero tú siempre te tendrás a ti misma".
El funeral fue pequeño. Las deudas, enormes. El seguro apenas cubrió los gastos médicos y el entierro. A los pocos días, perdí también nuestro apartamento. La universidad se convirtió en un sueño lejano mientras buscaba trabajo para sobrevivir.
***
Ahora, a los veintitrés, mi vida era una rutina calculada al milímetro. Trabajaba como camarera por las mañanas, estudiaba administración por las tardes gracias a una beca parcial, y los fines de semana hacía trabajos freelance de diseño gráfico. Dormía cinco horas diarias en un estudio de treinta metros cuadrados que costaba casi todo mi sueldo.
No me quejaba. Había aprendido a vivir con poco, a no necesitar a nadie. Las relaciones eran complicaciones que no podía permitirme. Un par de amigas, algún chico ocasional que nunca llegaba a conocer mi apartamento. Nada serio, nada profundo.
La cicatriz que dejó la muerte de mi madre no se veía, pero estaba ahí, recordándome que el amor es temporal y el dolor, permanente.
Mi teléfono vibró mientras preparaba un café instantáneo en mi cocina minúscula. Número desconocido.
—¿Emma Vega? —preguntó una voz femenina al otro lado.
—Sí, soy yo.
—Le llamo de Grupo Herrera. Hemos recibido su solicitud para el puesto de asistente ejecutiva y nos gustaría concertar una entrevista.
Me quedé paralizada. Había enviado esa solicitud hace semanas, sin esperanzas reales. Grupo Herrera era una de las empresas más importantes del país. El salario triplicaba lo que ganaba actualmente.
—¿Señorita Vega? ¿Sigue ahí?
—Sí, disculpe. Por supuesto, estoy interesada.
—Perfecto. La entrevista sería mañana a las nueve. ¿Puede asistir?
Tendría que faltar al trabajo, probablemente me despedirían, pero...
—Allí estaré.
Después de colgar, me senté en mi pequeño sofá, intentando procesar lo que acababa de suceder. Una oportunidad así podría cambiarlo todo. Podría terminar mis estudios sin matarme trabajando, quizás incluso mudarme a un lugar mejor.
Esa noche, mientras planchaba mi única blusa decente, me hice una promesa: sin importar lo que pasara en esa entrevista, mantendría mi independencia. No dejaría que nadie —especialmente ningún hombre— tuviera poder sobre mí. Había sobrevivido sola hasta ahora y seguiría haciéndolo.
Pero mientras me dormía, aquellos ojos grises volvieron a mi mente. Intensos. Penetrantes. Como si pudieran ver a través de todas mis defensas.
Y por primera vez en mucho tiempo, sentí miedo. No de fracasar, sino de encontrar algo que no estaba buscando.
Algo que podría destruir todo lo que había construido.
# Capítulo 5 – La línea que no debo cruzarLlevo tres días evitándolo como si fuera una enfermedad contagiosa. Tres días de excusas, de salir corriendo cuando lo veo al final del pasillo, de fingir llamadas urgentes cuando coincidimos en el ascensor. Tres días de cobardía disfrazada de profesionalidad.La oficina se ha convertido en un campo minado donde cada esquina esconde el peligro de encontrármelo. Y lo peor es que él parece disfrutarlo. Lo noto en su mirada cuando me observa desde lejos, en esa media sonrisa que aparece en sus labios cuando me ve huir. Es como si estuviéramos jugando al gato y al ratón, y él supiera perfectamente que, tarde o temprano, me atrapará.Esta mañana, mientras reviso unos documentos en mi escritorio, siento una presencia a mi espalda. No necesito girarme para saber quién es. Su perfume, esa mezcla de sándalo y algo indefinible que es puramente suyo, invade mi espacio personal antes que sus palabras.—Emma, te necesito en mi oficina. Ahora.Su voz es ne
La oficina se había convertido en un campo minado. Cada esquina, cada pasillo, cada sala representaba un potencial encuentro con él. Y lo peor era que una parte de mí —esa parte traicionera que no respondía a la lógica— deseaba esos encuentros.Llevaba tres horas intentando concentrarme en la presentación para los inversores japoneses. Tres horas mirando la misma diapositiva mientras mi mente divagaba hacia territorios peligrosos. Territorios donde sus ojos me estudiaban como si pudiera ver a través de mi ropa.—Emma, necesito los informes del último trimestre —la voz de Claudia, mi compañera de departamento, me sobresaltó.—Claro, están... —rebusqué entre la pila de documentos sobre mi escritorio—. Qué extraño, juraría que los tenía aquí.—Seguramente están en el archivo. ¿Podrías buscarlos? Los necesito para dentro de una hora.El archivo. El lugar más alejado y solitario de toda la planta. Perfecto.Caminé por el pasillo principal intentando parecer ocupada, con la mirada fija en m
El reflejo en el espejo me devolvió una imagen que apenas reconocí. El vestido negro se ajustaba a mi cuerpo como una segunda piel, con un escote que insinuaba sin mostrar demasiado. Había recogido mi cabello en un moño suelto, dejando que algunos mechones enmarcaran mi rostro. Por primera vez en mucho tiempo, me permití sentirme hermosa.—Es solo una cena corporativa, Emma —me recordé en voz alta, intentando calmar los nervios que me atenazaban el estómago.Pero sabía que mentía. No era "solo" una cena. Era la primera vez que coincidiría con Adrián Montero fuera del ambiente laboral, sin escritorios ni informes que nos separaran. Sin excusas.El taxi me dejó frente al Hotel Majestic, donde Grupo Montero celebraba su aniversario número treinta. Respiré hondo antes de atravesar las puertas giratorias. El salón principal resplandecía con luces doradas y arreglos florales que parecían flotar en el aire. Meseros con bandejas de champán circulaban entre los invitados mientras la música de
El edificio Blackwood se alzaba como una aguja de cristal y acero contra el cielo de Madrid, reflejando la luz del amanecer en sus ventanales tintados. Respiré hondo, aferrándome a mi carpeta de documentos mientras cruzaba las puertas giratorias. Mi primer día en Blackwood Enterprises, la oportunidad que necesitaba desesperadamente.La recepcionista, una mujer de cabello rubio perfectamente recogido, me dirigió una sonrisa profesional.—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla?—Soy Emma Vega. Hoy es mi primer día como asistente ejecutiva.Sus ojos se abrieron ligeramente, como si acabara de confesarle que iba a lanzarme desde la azotea.—Oh, asistente del señor Blackwood. Entiendo. —Me entregó una tarjeta de acceso—. Planta 30. Suerte.¿Suerte? ¿Por qué necesitaría suerte? La pregunta quedó flotando en mi mente mientras el ascensor subía. Treinta pisos. Treinta pisos para prepararme mentalmente. Repasé mi atuendo: falda lápiz negra, blusa blanca, tacones discretos. Profesional, sobria, ad
El aire en el elevador se volvió denso, casi irrespirable. Diecisiete personas apretadas en un espacio diseñado para doce, y yo atrapada contra la pared metálica del fondo. Normalmente contaba los pisos para distraerme, pero esta vez algo me lo impedía. Una mirada.La sentí antes de verla. Como un rayo láser que atravesaba el espacio entre los cuerpos y me alcanzaba con precisión quirúrgica. Levanté la vista instintivamente, como si me hubieran llamado por mi nombre.Ojos grises. Fríos. Penetrantes. Pertenecían a un hombre alto, de traje impecable, que me observaba desde el otro extremo del elevador con una intensidad que me robó el aliento. No sonreía. No hacía falta. Su mirada era una conversación completa, un interrogatorio, una invasión.Bajé la vista, pero el daño ya estaba hecho. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral, despertando sensaciones que había enterrado hace tiempo. Sensaciones peligrosas.Cuando las puertas se abrieron en el piso doce, salí prácticamente corriendo
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