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Las carcajadas de mi tío me contagiaron, a pesar de que no comprendía la gracia en ese comentario.

—Es precisamente del astil del fuego de quien más has de cuidarte —me advirtió muy divertido.

—¿Astil del fuego?

—¿Ya olvidaste los títulos de tu reino? —Me interrogó, evidentemente preocupado—. Es sin dudas mi culpa por haberte apartado de tan complicado protocolo como el de los reyes de Áthaldar, pero tienes que recordar al menos un poco de…

—No —admití asustada.

—Cariño, el astil del fuego es el título que se le da al noble que guía los hombres del rey y al ejército. También controla las armas y los avíos necesarios para la guerra. Le siguen en jerarquía el astil del agua, señor que se ocupa de la flota de su majestad, de los caminos y sus construcciones en cada pueblo. El tercero es el astil de la tierra, encargado de los cultivos, el ganado, la construcción de los pueblos y fortalezas. El cuarto es el astil del viento, título que sirve para distinguir al responsable por la educación, la exploración y búsqueda constante de conocimientos, así como de la salud en el reino de Áthaldar. Todos estos grandes tienen a su servicio a altos señores que responden en su nombre en los pueblos y que les informan constantemente.

—Entonces esos astiles son el verdadero poder del reino.

—No subestimes al sol, porque este es imprescindible y sin él no hay orden ni equilibrio —dijo él—. Su majestad está por encima de los astiles y es quien toma las decisiones finales.

Mientras mi tío hablaba, un frío indescriptible me subía por las piernas y contemplé fijamente el rostro del hombre al que desposaría. Al parecer tendría que vivir a la sombra de demasiados hombres importantes y esa era la única condición que nunca aceptaría.

— ¿Y la reina? —pregunté.

—Tú serás el enlace del rey con su pueblo —me contestó—. La luna cuida de los necesitados cuando el mundo se ha quedado a oscuras y con ayuda de sus estrellas, arrulla a los hombres hasta que amanece. La reina es la protectora de la espiritualidad de su pueblo y tiene tanto poder como su esposo. Contarás con un servicio enorme, un ejército privado e igual cantidad de responsabilidades.

Traté de que esa explicación me calmara y como no lo consiguió, decidí que revelaría de una vez todos mis miedos.

—Tío, no quiero vivir encerrada en un castillo donde solo se espere de mí que conciba hijos —declaré—. Me has educado en libertad y sé que tu reino dista mucho de ese al que debo ir.

—Sí, es cierto —aceptó—. Áthaldar está conformado por cientos de costumbres que pueden abrumarte si tratas de combatirlas, por eso te pido, te ruego, que, aunque al principio las tomes por ridículas, aprendas a ver lo hermoso en ellas.

La incertidumbre que mostraba debió alarmarlo porque me apartó levemente para clavarme esos ojos pardos a los que no era capaz de evadir.

—Nunca te burles o rechaces de algún modo sus ceremonias o costumbres, porque le estarás dando la razón a quienes dicen que eres indigna de la casa de Édazon —me advirtió severo—. No eres la primera princesa que debe enfrentarse a un ceremonial que le es desconocido y es entonces que habrás de aprovechar para demostrarles tu astucia y valía.

—No me burlaré —le prometí—. Me morderé los labios y cantaré para mí, cuando quiera reírme de sus tontas ceremonias.

Nos echamos a reír libremente y él carraspeó, como si se estuviera preparando para algo peor. El brillo pícaro en su mirada me alertó de la posible broma y cerré el colgante para no entretenerme más con el retrato o le daría de donde sacar nuevas burlas.

—He pedido a dos señoras muy experimentadas y gentiles que te visiten —me avisó—. Ellas se ocuparán de aconsejarte para que hagas feliz a tu esposo y para que también tú lo seas.

No podía creerlo. ¿¡Mi tío estaba hablándome sobre…!? Me cubrí el rostro para evitar la vergüenza y sus carcajadas empeoraron mi ánimo.

—No es necesario —le aseguré—. Mis doncellas son jóvenes y…

—Esas niñas saben ya como divertirse, pero no saben cómo concebir hijos fuertes y mantener la pasión de sus esposos —me dijo—. Si les dieras un heredero varón, el pueblo te abriría sinceramente las puertas de su corazón y por suerte nuestra familia está marcada por mujeres valerosas y de gran fecundidad. Tu propia madre anunció su embarazo solo dos meses después de su unión con Ódgon y no recuerdo celebración más fastuosa que la del día en el que nació su hijito.

No quería seguir escuchándolo e incorporándome, me alejé cuanto pude. Él me siguió, dispuesto a convencerme de tan enojosa responsabilidad y sentí que las mejillas se me encendían dolorosamente.

—No te será una tarea desagradable —insistió—. Ya has visto que apuesto es tu prometido y…

—Acepto mi unión con el rey de Áthaldar —lo interrumpí, sin mirarlo a los ojos—. Puedes anunciárselo a los mensajeros, pero no quiero verte más por el día de hoy.

Escapé de allí, sin tan siquiera llevarme mis espadas o terminaría pegándole a ese libertino. A él le gustaba tomarme como objeto de sus bromas y muchas veces me divertía, sin embargo, no tratábamos un tema que permitiera tomarse momentos para bromear. Sabía que solo intentaba serenarme, y como no lo consiguió con su sabiduría, procuró que su desvergüenza me hiciera pensar en otra cosa.

Esta vez no me detuve a saludar a los guardias que custodiaban la entrada principal del castillo, sino que me escabullí a toda velocidad hasta alcanzar la privacidad de los estrechos corredores. El sol no calentaba las paredes gruesas de piedra, a través de las cuales avanzaba el frío, que aumentaba a pesar de ser casi medio día.  Me llevé las manos al pecho para intentar conservar un poco de calor y cuando tomé las escaleras, otra corriente me despeinó. En ese castillo, situado sobre una colina, no había modo de escapar de la frialdad y mucho menos del encierro. Las murallas altas desviaban la luz y al refugiarme en mi alcoba, hasta el más mínimo rastro de libertad desapareció, puesto que era   amplia, pero también la más aislada.

Comprendía los motivos que llevaron a mi tío a convertirme en prisionera; él se afanaba por protegerme y debido a los repetidos intentos de asesinato que sufrimos, lo más natural era que se reforzaran los cuidados, aumentando el grosor de las puertas y colocando barrotes en cada ventana, evitando así que pudieran alcanzarme.

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