—Si su rey se muestra muy interesado en esas horas en las que estén a solas, aliméntelo diariamente para que no pierda ese interés y cambie sus modos cuanto le sea posible. ¡Sorpréndalo! —me incitó—. A una mujer tan bella como usted no le será difícil.
—Pero si es tímido, cosa poco probable, tendrá que guiarlo y darle confianza —se apresuró a intervenir la otra—. Solo procure divertirse, ya que vivirá junto a él hasta que el destino disponga y con suerte le dará hijos. No sienta vergüenza de demostrarle que le satisface, ya que eso es algo que los atrae y en la intimidad de sus aposentos solo son un hombre y una mujer.
Me habría gustado hacerles varias preguntas, solo que las palabras se me deshacían en la cabeza por culpa de la vergüenza.
—Sería sabio de su parte, rodearse de doncellas que hagan resaltar sus atributos y que no compitan con estos, a la hora de atraer al rey— me advirtió la mayor—. Una esposa debe provocarle orgullo por sus encantos, aunque nunca atraer demasiado a otros señores porque esto puede perjudicarla.
—No debe olvidar cuidar de sus días sangrantes y memorizarlos —intervino la otra—. Le será de ayuda para concebir.
Acepté cada uno de sus concejos y ya un poco más animada, me propuse indagar sobre las obligaciones de un esposo, ya que me preocupaba que tomara amantes y que terminara ignorándome.
—Puede que mi prometido, no me encuentre tan cercana a su corazón, como debería— les avisé—. Mi condición de hija legítima me pone por encima de él, por ser bastardo y eso quizás le lleve a rechazarme, así que es posible que, aunque le atraiga, no quiera acercárseme más de lo imprescindible.
—Entonces conquístelo, mi señora.
— ¿Y si ya ama a otra mujer? —me atreví a preguntar.
Ellas intercambiaron miradas y supe que acertaba en esos temores porque si mi futuro esposo ya estaba enamorado, nada lo haría cambiar de opinión.
—Alteza, usted tendrá el privilegio de ser reina y no todas las esposas pueden llegar a tan alta cima, por lo que puede hallar en ello un consuelo —me respondió la más joven— . Si su esposo no la amara, cuando le dé hijos se librará de él y podrá buscar ciertos placeres, que, con la discreción debida, nadie ha de conocer.
¿Me estaba incitando a tomar un amante? No supe si ofenderme o reírme. En verdad esas mujeres eran osadas y sabias, mas yo no debía olvidar que era de sangre noble y que hay ciertos errores que son mayores para mí que para una mujer plebeya. Jamás traicionaría a mi esposo, aunque lo detestara y nunca correría el riesgo de concebir hijos ilegítimos.
—Si su esposo tomara varias amantes, no se moleste en combatirlas, porque los hombres no toleran las afrentas por parte de una mujer y menos si se trata de un rey.
—Pero yo también seré reina— le recordé orgullosa—. Me comportaré como una esposa gentil y obediente, solamente cuando entienda que el trato que me confieren debe ser correspondido. No nací para estar a la sombra de nadie y aunque mi actitud me traiga enemigos y molestias, no dejaré de pensar de ese modo.
—Perdone majestad, pero no le aconsejamos que se someta, sino que tolere ciertas actitudes mientras aun no tenga un heredero que la respalde— me corrigió la mayor con un tono maternal—. Si se enfrentara innecesariamente a su esposo, conseguirá que la visite con menos frecuencia y esto le restará oportunidades de concebir. Espere a tener un hijo varón y entonces actúe según sus impulsos, mientras tanto, cuídese de no ganar enemigos y menos si se trata de su esposo.
Me incorporé para despedirlas y ellas se apresuraron a dirigirse hacia la puerta, deteniéndose para reverenciarme seriamente.
—No se nos permite acompañarla, pero siempre podrá rodearse de mujeres conocedoras, en su nuevo hogar —agregó ella—. De seguro la ayudarán a conducirse y verá que no tiene por qué preocuparse por simples amantes de una noche, mientras sea usted quien gobierne.
Les agradecí con un gesto y cerré la puerta en cuanto se marcharon. Sabía que mi tío las recompensaría por esos concejos y que de seguro irían a verlo cuanto antes, para comentarle sobre mi actitud soberbia, pero no me inquietaba. Tenía asuntos más graves con los que preocuparme.
Regresé al lecho y tomé el colgante para deleitarme con los rasgos masculinos de mi prometido. Me gustaba su aspecto severo y hasta podía sentir en mi corazón, cierta esperanza. Quizás la juventud y la inexperiencia estaban en mi contra, pero si ese muchacho se parecía, aunque fuera solo un poco a nuestra familia, no podríamos odiarnos. Éramos los últimos Édazon y teníamos el deber de perpetuar ese linaje. Él me necesitaba para afianzar su posición en el trono y yo tenía que recuperar el amor de mi pueblo, por lo tanto, lo más lógico era que nos aliáramos, y para que fuese de ese modo, tendría que evitar pensar en ese joven como mi enemigo. Ni siquiera lo conocía en persona y aunque estaba en todo mi derecho de desconfiar y temer, habría de tomar conciencia de las consecuencias que mi comportamiento causaría en nuestros súbditos.
Medité mucho y la idea de que siempre se imponía por encima de cualquier otro pensamiento era la de convertirme en madre. Nunca antes me había detenido a analizar la importancia de concebir y para ello sin dudad requeriría de un esposo atento y dispuesto. ¿Sería en verdad tan fácil como lo afirmaban esas ancianas? ¿Me desagradaría? Como mujer, encontraba atractivo a mi prometido y el hecho de que fuera un guerrero no me asustaba, ya que siempre prefería a los hombres valerosos antes que a los cobardes y remilgados. ¿Pero yo le parecería deseable? Probablemente me rechazaría al principio y solo me visitaría por obligación, mas ya tenía una vaga imagen de cuánto podría hacer para demostrarle que pretendía ser su compañera.
En ese momento me habría gustado tener una amiga a quien confiarle mis temores y para compartir los regalos que los nobles me enviaban, pero estaba sola, ansiosa y más cercana a ese día que transformaría la vida de cientos de hombres.