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—Ese joven logró vencer a los bárbaros que derrotaron a mi padre, así que bien merece el trono que conquistó — le dije—. No veo razón alguna para que los monarcas vecinos lo repudien, después de todo es mejor un Édazon ilegítimo, que no un bárbaro asesino.

Mi tío tendría que reconocer que no me equivocaba con esa afirmación, mas eso no cambiaba el modo en el que los señores de otros reinos veían al joven soberano de Áthaldar y por mucho que quisiera evitarlo, no me quedaría más remedio que reconocer mi responsabilidad.

—Si te negaras a unirte a tu primo, sus enemigos podrían aliarse y de seguro destruirían lo que queda de la casa de Édazon —declaró mi tío—. ¿En verdad te permanecerás aquí, consintiendo que eso ocurra, o lucharás para evitarlo?

— ¿Y crees que, si me caso, me dejaran luchar? —rebatí furiosa—. Una vez que les haya devuelto el tesoro real, me encerrarán, o quizás me matarán. No olvides que para ese rey no soy su prima, sino una princesita cobarde que le dejó la pesada carga de liberar a su pueblo, aunque él no era más que un bastardo y yo la heredera.

—Puede que en verdad él piense así —admitió—. Pero nunca cambiará de parecer si no le haces ver la realidad. ¿Te vas a rendir sin al menos haber intentado coger las armas? Sé bien que te rechazarán y que depositarán en ti, todo el odio que me profesan, pero si eres astuta y contienes tu ímpetu, puedes conseguir que te amen. Tienes que demostrarle a cada hombre de Áthaldar que eres una digna hija de la casa de Édazon y que, si antes no lograste hacer nada para ayudarlos, ahora serás capaz de evitarles nuevos sufrimientos. Serían muy tontos esos señores si no advirtieran lo inteligente que eres y lo mucho que te pareces a tu padre. ¿Cómo podrían seguir odiándote cuando vean en tus ojos a su líder caído?

Esas palabras me conmovieron profundamente, porque su certeza se hacía indiscutible, ya que uno de los motivos por los cuales no soportaba mi aspecto, era porque me recordaba constantemente a mi familia perdida. Él no se equivocaba, yo jugaba con el destino de un reino al permanecer en la incertidumbre, solo que tomar una decisión no resultaba fácil, ni siquiera porque llevaba años preparándome para ello.

—En estos momentos desearía haber muerto aquel día —le confesé.

Mi tío me rodeó con sus brazos y el calor de su cuerpo me reconfortó, aunque no dejé de humedecerle las ropas con mis lágrimas.

—No digas eso— murmuró con la voz entrecortada—. Aquel día no te salvé a ti únicamente, sino a mí, porque no habría soportado vivir si no te tuviera. Tu madre y yo nacimos del mismo vientre y el mismo día; desde entonces nunca nos separamos, hasta que ella se unió en matrimonio con el temido Ódgon de Édazon, un guerrero feroz que se volvió tierno gracias al amor inmediato que surgió entre ellos. Tuvieron un heredero que fue la alegría de su pueblo, pero yo solo supe lo que era la dicha completa cuando tú y la pequeña Alizenna repitieron la misma hazaña que nosotros. Nacieron en medio de los cantos de los guardias que vigilaban en los corredores y te sostuve en brazos para enseñarte a tus súbditos, mientras que tu padre sostenía a su otra hijita. Ya la casa de Édazon tenía herederos suficientes, claro, no imaginábamos que un bárbaro como Éhiel de Imnzen llegaría para despojarnos de aquella felicidad, llevándose la vida de la familia real.

Me aparté un poco, dispuesta a detenerlo. No soportaba cuando hablaba de la tragedia que vivimos y por la negación en su rostro, supe que de nada serviría pedirle que guardara silencio, así que lo dejé continuar.

—No estaba en el castillo porque tu padre me confió el tesoro real y tuve que alejarlo de la corte. Muchos señores se incomodaron por la confianza que me tenía el rey y esa fue la causa por la cual no pude intervenir en la batalla, hasta que las murallas cedieron. Me precipité hacia el pabellón infantil donde debías estar resguardada junto con tus hermanos y solo hallé ruinas y cenizas. La sangre esparcida por el suelo, el hedor de la carne quemada, todo aquello me indicaba que había aparecido demasiado tarde y fue en ese instante en el que divisé tus ojitos claros detrás de una cortina de humo. Corrí para alzarte en brazos y protegerte de las flechas incendiarias, mas Alizenna y el pequeño Ódgon no estaban por allí. Tuve la certeza de que no los encontraría y abrumado por tus sollozos, corrí en dirección contraria. Las armas del bárbaro y los suyos destellaron no muy lejos, me creí perdido, inútil, entonces una de las torres se derrumbó, flanqueando el paso del enemigo.

—Esa torre nos salvó —admití.

—Agradecido a los cielos, tomé un caballo y te saqué de aquel campo de batalla. Unos días después, ya a salvo en este castillo, supe que tu madre se había quitado la vida en el salón del trono cuando intentaron capturarla y que tanto el heredero como Alizenna habían muerto a su lado. El dolor me mantuvo cautivo por meses, hasta una noche en la que escuché tu llanto. Extrañabas tu casa, a tu hermanita, a tu querida mamá y no pude evitar abrasarte.

Volví a acurrucarme entre sus brazos, así como había hecho antes y los latidos de nuestros corazones se acompasaron cálidamente.

—No entiendo porque esos nobles de Áthaldar me creen cobarde. ¿Qué pretendían? ¿A caso deseaban que regresara a luchar cuando solo tenía seis años de edad?

—Son unos viejos tontos —me aseguró él—. Te llaman cobarde para apartar la atención del hecho de que ellos no pudieron evitar la destrucción de tu familia y su patrimonio. El bárbaro reinó por diez años antes de que tu primo bastardo lo derrotara ¿Por qué no consiguieron expulsarlo antes de Áthaldar si son tan honorables guerreros? Ahora afirman odiarme por haberte alejado de ellos, pero si me hubiese quedado, o habrías terminado asesinada, o luego me acusarían a mí de querer apoderarme del trono como tu regente.

La rabia de mi tío igualaba sin dudas a la de todos los que me seguían en pensamiento, pero aun así no bastaba para que dejaran de considerarme una cobarde desertora.

—Todo hubiera sido distinto si mi tío y sus hijos legítimos hubiesen sobrevivido—le comenté—. Ahora uno de ellos estaría en el trono y me habrían olvidado.

—Pero ninguno de ellos tenía tanto derecho a esa corona como tú—rebatió él—. Ni siquiera ese muchacho bastardo que logró derribar al usurpador, cuando otros más nobles no lo hicieron. Tu padre no habría soportado la idea de que uno de los suyos no estuviera en el trono que levantaron sus antepasados y eso es algo que no debes olvidar.

Él estaba en lo cierto y asentí, sin advertir que ahora su rostro se iluminaba con una sonrisa envidiable.

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