—Todo el trayecto está custodiado por guardias y hay tiendas levantadas para si deseas detenerte a descansar —me avisó—. En estas tierras están asentados nuestros hombres, pero más allá de las fronteras comienzan la vigilia de los señores de Áthaldar. No fue fácil que aceptaran esa condición, ya que también están en guerra contra los bárbaros y amenazados por el reino de Ahandal, por lo que requieren de cada guerrero para cuidar las fortalezas fronterizas.
—Eso quiere decir que llegaré en el peor momento.
—No querida —rebatió—. Llegarás cuando más te necesitan. Tú representas la esperanza y aunque al principio te consideren una oportunista, que solo regresó cuando todo ya estaba en calma, al final se arrepentirán si te tratan mal y querrán enmendarse.
—No sé si pueda ser tan indulgente como deseas —le advertí muy convencida.
Él se echó a reír y apartó el cortinado de mi lado de la ventana para contemplar las inmensas montañas que nos flanqueaban. Supuse que le preocupaba una emboscada, más siguió de buen humor.
—Si a alguno de nuestros enemigos se le ocurrió atacar a cualquiera de las tres comitivas que envié con abultados arcones, por caminos diferentes, estarán sin dudas arrepintiéndose— comentó, ahogado por la risa.
El viento cruel lo obligó a cerrar la ventana y continuó divirtiéndose al ver cómo había quedado despeinada por su ocurrencia.
—Tardaremos seis días en llegar al punto de encuentro —me advirtió—. Será mejor que dejes de preocuparte y disfrutes de este buen tiempo.
¿A qué buen tiempo se refería? El frío se hacía cada vez mayor y en la noche apenas alcanzaba a asomar mi rostro por debajo de la capucha de piel.
Nos detuvimos para descansar y me encerré inmediatamente en una tienda, rodeándome de todo lo que pudiera darme un poco de calor, mientras mi tío y sus hombres bebían alrededor del fuego. Sus cantos me arrullaron, a pesar de que por instantes desaparecían gracias a los gemidos de la briza al chocar contra las ramas de los árboles. Ahora extrañaba aquellas murallas asfixiantes que impedían al viento alcanzarme y descubrí que esa era la primera ocasión en varios años en los que estaba verdaderamente a la intemperie.
Fue en la mañana cuando advertí que había estado equivocada y que más de una docena de guardias rodeaban mi tienda, con sus armas listas para defenderme, y continuó así hasta la tarde en la que llegamos al valle donde se alzaba el campamento de los señores de Áthaldar.
El colorido era impresionante, al igual que el despliegue de guardias y gallardetes que hondeaban ininterrumpidamente. Se podía percibir tanta solemnidad hasta en el más pequeño detalle, que me sentí abrumada. Creía que ya estaba preparada para regresar a una tierra que no recordaba y para aceptar la condición de reina, pero al ver a tantos rostros extraños y severos, me convencí de que mi tío tenía razón al decir que yo misma me comportaba como una simple princesa y no como la heredera de los Édazon.
—Te llevaré ante los astiles —me avisó él—. Por favor, sé juiciosa y nunca olvides que serás su reina, no su enemiga.
Lo tranquilicé con una sonrisa y le permití que colocara su mano debajo de la mía, para dirigirnos hacia el gran pabellón donde aguardaba la nobleza. Las fanfarrias nos anunciaron y luego los heraldos, que pusieron mucho cuidado en pronunciar correctamente mi nombre, como si fuese la primera vez que lo escuchaban. Avanzamos por un sendero cubierto con una alfombra granate y a nuestro paso se alzaban espadas y lanzas, empuñadas por guerreros de armaduras plateadas. Los grandes señores conformaban dos grupos que rodeaban el pabellón y desde sus puestos me reverenciaron, evitando que contemplara las expresiones de sus rostros.
Yo intentaba atrapar aquel espectáculo con mis ojos intranquilos, aunque sin perder la compostura y manteniendo en alto la barbilla. Sabía que mi aspecto también les impresionaba porque puse mucho cuidado en parecer una reina. Llevaba un vestido de paño de oro, con el busto recamado en perlas y piedras, al igual que el cinturón y los bajos de la falda. Las mangas amplias, imitaban a las alas frágiles y delicadas de un ave, sin llegar a ser demasiado ostentosas. No quise recogerme el cabello, por lo que me limité a colocarme una tiara, cuyos diamantes igualaban en destellos al del collar; pero era mi parecido con el rey caído lo que les arrancaba exclamaciones a cuantos me veían de cerca y eso era reconfortante.
Dos señores de soberbio porte se apresuraron a saludarme, dándome la bienvenida y asegurándome su regocijo al comprobar que había llegado a salvo. Les correspondí, ayudada por mi tío que los encaró de inmediato.
Entramos al enorme pabellón y escuché como los guardias marchaban para rodearnos, impidiendo el paso de cualquier indeseado. Había creído que el resto de la nobleza nos acompañaría, sin embargo, estaríamos solos los cuatro en aquel lugar que acababa de convertirse en un campo de batalla.
No necesité de las presentaciones para identificarlos. El de cabellera roja y mirada fría era el astil del fuego, vestía de púrpura y la arrogancia se le salía por las pupilas. El segundo también estaba en la madurez y su traje marrón me indico que se trataba del astil de la tierra, un hombre severo y de rasgos fuertes.
Sacudí levemente la cabeza para dejar de concentrarme en los detalles y así pude escuchar los cumplidos que dirigían a mi tío. Posiblemente me habían estado hablando y yo por enajenada ahora no sabía que decir.
—El rey está ansioso por conocerla, al igual que su pueblo —me dijo el pelirrojo, atacándome con su actitud rígida.
Me habría encantado recordarle que ya me conocían y que regresaba a mi verdadero hogar. No era una princesa extranjera, sino su legítima heredera y futura reina, sin embargo, me contuve y respirando profundamente, le contesté con una sonrisa.
—Estoy feliz al poder regresar a Áthaldar —le dije en tono dulce—. Sé que el pueblo corresponde al amor que le he profesado siempre y me alegra que por fin haya llegado el momento de hacer nuestros sueños realidad.