Ellos contestaron con un asentimiento y mi tío les sonrió, no hipócritamente, sino de forma autentica, ya que comprendía cuanto les molestaba a esos señores, que yo no me dejara afectar por sus provocaciones.
—Su alteza dispondrá de una escolta apropiada para cruzar estas tierras y una vez en Áthaldar, será recibida como merece —declaró el astil de la tierra, esperando que advirtiera la doble intención detrás de esas palabras.
No me dejé intimidar por su amenaza y deseosa de devolverles la humillación, les ofrecí las llaves de los arcones donde aguardaba el tesoro real.
—Humildemente hacemos entrega de cuanto el rey Ódgon de Édazon me confió antes de morir —les dijo mi tío, avanzando varios pasos para revelar los arcones, cubiertos con paños en los que aparecía bordado el escudo del reino—. También les cederé su última carta, donde encontrarán recogidos, con su puño y letra, cada objeto que conforma el tesoro real de Áthaldar.
Los grandes astiles no esperaban semejante sorpresa y sus