En las salvajes Tierras Occidentales de Escocia, Christina Wakefield vive una vida aislada y libre, forjada por el viento, el mar y las sabias enseñanzas de su enigmática abuela. Ajena a las frivolidades de la corte y a las normas de su época, su espíritu indómito es tan vasto como el mar que la rodea. Pero la tranquilidad de su mundo se rompe cuando una columna de humo presagia la llegada de lo impensable: los drakkars vikingos. Wolf, el formidable Thane normando-danés, asola la costa con un propósito despiadado: asegurar un linaje y consolidar su poder a través de una esposa fuerte y fértil. Acostumbrado a la sumisión, se topa con Christina, una mujer que lo desafía con cada mirada y cada palabra. Capturada y arrastrada a bordo de su barco, Christina se niega a ser un simple botín. El viaje a las gélidas tierras del Norte se convierte en una batalla de voluntades entre una cautiva llena de odio y un conquistador intrigado por su fiera resistencia. En el brutal jarlazgo de Wolf, Christina es relegada a la servidumbre, bajo la implacable supervisión de Thora, una mujer influyente y celosa que ve en la forastera una amenaza. A través de trabajos extenuantes y humillaciones constantes, Christina observa a sus captores, no con miedo, sino con una fría determinación de entender a sus enemigos para encontrar una vía de escape. Cada interacción con Wolf, cargada de tensión, revela capas inesperadas del guerrero, pero alimenta un odio que es su único escudo. Mientras Christina lucha por mantener su espíritu intacto y planifica su libertad, una peligrosa atracción comienza a gestarse entre la cautiva indomable y el fiero señor de la guerra. En un mundo donde la supervivencia exige brutalidad, ¿podrá la chispa del desafío encender una pasión que trascienda el cautiverio?
Ler maisEl viento. Eso era lo primero que Christina Wakefield sentía siempre. Le acariciaba el pelo, jugaba con su trenza y le traía el olor a sal del mar. Pero hoy, el viento traía algo más: un olor a humo que no era de su chimenea. Era un olor a metal quemado, distinto.
Dejó su cesta en la arena mojada y miró. Su abuela le había enseñado a entender el mar y la tierra. Pero esta señal no era de la naturaleza. Una fina columna de humo subía lejos, más allá de su cala secreta. No era un faro ni una hoguera de pescadores. Era más oscuro, más espeso. Una preocupación fría se instaló en su estómago. Ella vivía sola en su pequeña isla y no estaba acostumbrada a los peligros del mundo. Christina había crecido casi aislada. Aprendió de libros viejos y de las historias de su abuela, una mujer sabia que prefería vivir sola. No sabía de bailes de la corte ni de modales elegantes. Su mundo era el sonido de las olas y la belleza de su hogar de piedra. Esa vida la hizo curiosa y muy valiente, sin miedo a obedecer. Quizás, su misma inocencia sobre el peligro era su mayor valentía. El sol de la tarde bajaba cuando Christina decidió que el olor a humo era demasiado fuerte para ignorarlo. Descalza sobre la hierba húmeda, corrió hacia la parte más alta de la costa. Su corazón latía rápido, no por miedo, sino por curiosidad y esa preocupación. Y entonces lo vio. No era solo una columna de humo, sino varias, que venían de la única aldea cercana a su casa. Y en la bahía, donde solo había barcas pequeñas, ahora había naves grandes. Eran largas y delgadas, con la parte delantera que se curvaba hacia arriba como una serpiente. Tenían velas grandes, con dibujos extraños. Drakkars. La palabra le vino de los libros de su abuela. Eran los barcos de los hombres del norte, los vikingos, que quemaban y atacaban las costas. Esas historias siempre le habían parecido lejanas, como cuentos. Hasta ahora. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero no de pánico. De asombro. Nunca había visto tantos hombres juntos, nunca había visto un ataque así. Desde donde estaba, podía ver figuras que se movían como hormigas entre el humo y los gritos que el viento aún no traía del todo. Demasiado tarde. Un grito ronco sonó cerca, sacándola de su asombro. Se giró de golpe. Allí, bloqueando su camino a casa, había una figura que parecía salida de una pesadilla. Era un hombre. Pero no como los hombres que había imaginado. Era muy alto y fuerte, con el pelo rubio casi blanco atado con tiras de cuero y una barba que le enmarcaba la cara. Sus ojos, de un azul helado, la miraban como un lobo mira a su presa. Vestía pieles y cuero, y una espada grande colgaba de su cintura. El aire a su alrededor olía a poder y a sangre y ceniza. Lord Wolf. Así lo llamaban sus hombres. Un guerrero vikingo, de sangre nórdica, conocido por ser cruel. Había llegado a estas costas no por robar sin más, sino con un plan. Necesitaba una esposa: una mujer fuerte, que pudiera tener hijos y que obedeciera, para asegurar el futuro de su familia. Si no, cualquier botín valioso le serviría. Los ojos de Wolf se fijaron en Christina. Se veía sorprendido y un poco molesto. Ella era hermosa, sí, con su pelo alborotado por el viento, sus ojos grandes y brillantes, y su piel rosada por el aire del mar. Pero su forma de estar, derecha y valiente incluso ante él, fue lo que le llamó la atención. No había el miedo que él esperaba, ni ganas de huir. Solo una curiosidad casi insolente. —¿Quién eres tú? —Su voz era profunda, un gruñido fuerte. Hablaba un idioma que Christina entendía, pero con un acento extraño. Christina, en lugar de encogerse, lo miró fijamente. Una pequeña chispa de desafío se encendió en sus ojos. —Soy Christina de Wakefield. ¿Y quién eres tú para venir a mi tierra con fuego y muerte? Wolf parpadeó. Acostumbrado a que la gente le obedeciera o huyera, la forma de hablar de la joven era algo nuevo. Una sonrisa lenta y peligrosa apareció en su rostro. —Soy Wolf. Y esta, ahora, es mi tierra. Y tú, chica salvaje, eres mi botín. —Yo no soy el botín de nadie —contestó, su voz firme, aunque sus rodillas temblaban un poco. Wolf soltó una risa seca, sin humor. —Ya veremos. Con un movimiento rápido, más ágil de lo que parecía por su tamaño, la agarró. Su mano grande y áspera se cerró en el brazo de ella. Christina gritó, no de dolor, sino de pura rabia. Intentó soltarse, sus pequeños puños golpeando su pecho sin hacerle daño. —¡Suéltame! ¡No tienes derecho! La risa de Wolf se hizo más profunda. La levantó sin esfuerzo, poniéndola sobre su hombro como un saco. Ver el suelo, alejarse y la espalda fuerte del guerrero, dominar su vista fue humillante. —Derecho —murmuró él, mientras bajaba por la colina, sin hacer caso a sus patadas y protestas—. En mi mundo, el derecho lo decide la espada. Y ahora, Christina de Wakefield, tu derecho es venir conmigo. El hombro de Wolf era duro como una roca bajo su cuerpo. Christina sentía cada músculo tenso con la fuerza de un animal salvaje. A pesar de la humillación, la curiosidad no la abandonaba del todo. Desde su posición incómoda, con la cabeza colgando, podía ver las naves con más detalle: las tallas de dragones en sus proas, los escudos redondos colgados a los lados. Eran enormes, capaces de llevar a muchos hombres. Al descender, los sonidos se hicieron más claros. Gritos de hombres, el relincho asustado de caballos, el crujido de la madera quemándose. El olor a humo era ahora más denso, picaba en la garganta. Christina intentó levantar la cabeza para ver la aldea, su hogar, pero Wolf la apretó más contra él. —No mires —ordenó Wolf, su voz más áspera ahora. No era una sugerencia, era una orden. Pero Christina lo ignoró. Llevó su mano libre hasta el cuello de Wolf y, con la misma audacia que la caracterizaba, le dio un pellizco tan fuerte como pudo. No era un golpe que le hiciera daño, pero sí lo suficiente para que él soltara un gruñido bajo y se detuviera de golpe. Wolf la bajó de su hombro con una brusquedad que la dejó de pie, tambaleándose. Su rostro, endurecido por la furia, estaba muy cerca del de ella. Sus ojos azules parecían trozos de hielo. —¿Qué crees que haces, chica? —preguntó con una voz baja y peligrosa. Christina se recompuso, su respiración agitada. Lo miró sin bajar la vista. —No eres mi dueño. Y no me digas qué mirar o qué hacer. Los hombres de Wolf, que comenzaban a acercarse, observaron la escena con asombro. Nadie se atrevía a hablarle así a Thane Wolf. La mayoría esperaría que él le diera un golpe, o al menos un castigo severo. Pero Wolf no lo hizo. Su ceño se frunció, una mezcla de ira y una sorpresa que no lograba ocultar del todo. Esta mujer era diferente a todas las que había conocido. Su espíritu era tan salvaje como las tierras de donde venía. Era casi una ofensa, y aun así, una extraña fascinación comenzaba a crecer en él. Necesitaba una mujer que no se quebrara, y esta... esta parecía hecha de la misma roca que sus acantilados. Aún sosteniendo su brazo con firmeza, comenzó a arrastrarla hacia la playa, donde esperaban sus barcos. —Ya veremos si te atreves a mirarme así cuando estemos en mi hogar, en el Norte —dijo, con un tono que prometía una lección. Christina, a pesar del miedo que finalmente la asaltaba, no dejó de resistirse. Cada paso era una lucha, sus pies descalzos sobre la hierba y las piedras le dolían, pero no se rendiría fácilmente. El aroma a humo, a destrucción, se mezclaba con el fuerte olor a cuero y a hombre de Wolf. Llegaron a la orilla. La arena estaba manchada de sangre y objetos rotos. Los hombres de Wolf, gigantes barbudos con armaduras de cuero y hachas, cargaban botines y prisioneros. Entre ellos, Christina vio rostros conocidos de la aldea, algunos llorando, otros con la mirada vacía. Su corazón se encogió. Wolf no le dio tiempo a pensar. Con un empujón firme, la obligó a subir a una de las drakkars. La cubierta de madera era áspera bajo sus pies. Otros prisioneros, hombres y mujeres, estaban amarrados, con los ojos llenos de terror. Ella, en cambio, seguía observando a Wolf con una mezcla de desafío y una pregunta muda: ¿Qué pasaría ahora? El hombre del norte la miró una última vez antes de subir también a la nave. En sus ojos helados, Christina vio algo que la confundió. No solo la mirada de un Conquistador, sino un atisbo de algo más, algo tan indomable como su propio espíritu. El mástil se alzaba, las velas se desplegaron con un chasquido. El barco se movió, alejándose de la costa que había sido su único mundo. Y Christina, la Cautiva, se dio cuenta de que su aventura apenas comenzaba.La noche cayó sobre el jarlazgo con una quietud tensa, como si la propia tierra contuviera el aliento. Desde mi cabaña, apenas un bulto oscuro contra la nieve incipiente, espié el gran salón. Las luces de las antorchas danzaban en las rendijas de las paredes, proyectando sombras movedizas que parecían ecos de la brutalidad del día. Esperaba, con el corazón, latiéndome, como un pájaro atrapado en una jaula.Cuando la mayoría de las luces se apagaron, una figura sombría se desprendió de la oscuridad que rodeaba el salón. Era Ulf. Su presencia, incluso en la penumbra, era imponente. Se acercó a mi cabaña con pasos silenciosos, como un lobo en la noche. Un leve golpe en la madera tosca fue mi señal.Salí al aire gélido, el frío mordiéndome la piel a través de mi ropa raída. La luna, apenas una hoz pálida en el cielo encapotado, ofrecía poca luz. Ulf me hizo un gesto para que lo siguiera, y juntos nos adentramos en la oscuridad que rodeaba la aldea, alejándonos de las miradas curiosas.Nos
El frío de la mañana era una bofetada helada cada vez que salía de mi pequeña y mísera cabaña. Los músculos me dolían por el trabajo del día anterior, y el hambre era una punzada constante. Ese día, Thora no apareció en la cocina. Sentí un pequeño alivio, una falsa sensación de paz. Pensé que quizás Wolf la había castigado lo suficiente como para dejarme en paz. ¡Qué equivocada estaba!Estaba junto al río, lavando una pila de ropa sucia que parecía crecer por arte de magia. El agua helada me entumecía las manos hasta el dolor. De repente, escuché pasos detrás de mí. No era Thora, sino un grupo de tres mujeres del clan. Eran robustas, con miradas duras y brazos fuertes, las mismas que se habían reído cuando Thora me humilló.Me puse de pie, sintiendo un escalofrío que no era del frío. Sabía que esto no era una coincidencia. —¿Qué quieren? —pregunté, mi voz sonó más débil de lo que quería.Una de ellas, una mujer alta con una cicatriz sobre la ceja, dio un paso adelante. —La Jarl Thora
El aire frío y húmedo de la mañana se colaba por las rendijas de las paredes de madera de la pequeña cabaña que ahora llamo mi "hogar". Era poco más que un cobertizo, alejado del gran salón y de las otras viviendas, como si mi presencia fuera una mancha que debía mantenerse separada. Ulf, el hombre corpulento al que Wolf me había encomendado, me había dejado aquí al anochecer, con una manta áspera y un cuenco de avena rancia. No había palabras amables, solo una mirada severa que me recordaba mi nuevo estatus: esclava.La palabra me quemaba en la lengua. Christina de Wakefield, ahora reducida a una sirvienta en la tierra de mi enemigo. La ironía no escapaba a mi amargura. Había leído historias de cautivos, pero nunca imaginé que yo sería una de ellas. Mi espíritu se retorcía ante la idea de obedecer las órdenes de estos bárbaros, de vivir bajo su yugo. Pero sabía que la resistencia abierta solo traería más sufrimiento. Por ahora, debía observar, aprender y esperar mi oportunidad.La av
El tiempo se arrastraba en el barco. Los días eran grises y el mar, una extensión interminable de olas que me recordaban mi minúscula existencia. Pero el viaje no duraría para siempre. Un día, a medida que el sol subía en el cielo, el aire cambió. Ya no olía solo a sal y pescado, sino a tierra, a pino y a leña quemada. Sentí un nudo en el estómago, una mezcla de terror y una punzada extraña de anticipación. ¿Sería este el lugar donde mi pesadilla se haría permanente?Me obligaron a subir a cubierta. El cielo se había despejado y el sol brillaba, revelando una costa. No era la suave arena de mi isla, ni los verdes acantilados que me eran familiares. Este era un paisaje rudo, dramático. Grandes fiordos se adentraba en la tierra, con laderas empinadas cubiertas de bosques oscuros que se alzaban hacia picos nevados. Pequeñas casas de madera con techos de hierba se aferraban a la orilla, y columnas de humo se elevaban perezosamente hacia el cielo.Había barcos, muchos más que los que había
El barco de Wolf era una bestia infernal bajo mis pies, un dragón de madera que cortaba las olas con la misma crueldad con la que sus ocupantes habían asolado mi hogar. Todavía mareada por la brusquedad con la que me habían arrojado a cubierta, luchaba por mantenerme en pie. El viento, que antes era mi amigo, ahora me azotaba con sal y frío, y el balanceo constante del drakkar amenazaba con derrumbarse. Vi a otros prisioneros, hombres y mujeres de mi aldea, atados en el centro de la nave, sus rostros desfigurados por el terror y la desesperación. Algunos lloraban en silencio, otros rezaban, pero nadie se atrevía a levantar la vista.Me negué a ser como ellos. No derramaré una lágrima, no implicaría. Mi indignación era un fuego helado en mi vientre, más cortante que el frío del mar. Wolf, ese gigante de ojos de hielo, estaba de pie en la popa, con la mano firme en el timón. Parecía una extensión del propio barco, una figura inamovible contra el cielo que se teñía de violeta y naranja a
El viento. Eso era lo primero que Christina Wakefield sentía siempre. Le acariciaba el pelo, jugaba con su trenza y le traía el olor a sal del mar. Pero hoy, el viento traía algo más: un olor a humo que no era de su chimenea. Era un olor a metal quemado, distinto.Dejó su cesta en la arena mojada y miró. Su abuela le había enseñado a entender el mar y la tierra. Pero esta señal no era de la naturaleza. Una fina columna de humo subía lejos, más allá de su cala secreta. No era un faro ni una hoguera de pescadores. Era más oscuro, más espeso. Una preocupación fría se instaló en su estómago. Ella vivía sola en su pequeña isla y no estaba acostumbrada a los peligros del mundo.Christina había crecido casi aislada. Aprendió de libros viejos y de las historias de su abuela, una mujer sabia que prefería vivir sola. No sabía de bailes de la corte ni de modales elegantes. Su mundo era el sonido de las olas y la belleza de su hogar de piedra. Esa vida la hizo curiosa y muy valiente, sin miedo a
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