El aire frío y húmedo de la mañana se colaba por las rendijas de las paredes de madera de la pequeña cabaña que ahora llamo mi "hogar". Era poco más que un cobertizo, alejado del gran salón y de las otras viviendas, como si mi presencia fuera una mancha que debía mantenerse separada. Ulf, el hombre corpulento al que Wolf me había encomendado, me había dejado aquí al anochecer, con una manta áspera y un cuenco de avena rancia. No había palabras amables, solo una mirada severa que me recordaba mi nuevo estatus: esclava.
La palabra me quemaba en la lengua. Christina de Wakefield, ahora reducida a una sirvienta en la tierra de mi enemigo. La ironía no escapaba a mi amargura. Había leído historias de cautivos, pero nunca imaginé que yo sería una de ellas. Mi espíritu se retorcía ante la idea de obedecer las órdenes de estos bárbaros, de vivir bajo su yugo. Pero sabía que la resistencia abierta solo traería más sufrimiento. Por ahora, debía observar, aprender y esperar mi oportunidad. La avena era insípida y fría, pero la comí con avidez. El hambre era un recordatorio constante de mi impotencia. Una vez terminado, salí de la cabaña. El jarlazgo despertaba lentamente. Vi a mujeres llevando agua del pozo, hombres preparándose para la caza o la pesca, niños correteando entre las casas. Todos parecían tener un propósito, un lugar en esta comunidad. Yo era la extraña, la intrusa. Ulf me esperaba cerca de la entrada del gran salón. Su rostro era inexpresivo, sus ojos grises me escrutaba. —Sígueme —gruñó, sin ninguna cortesía. Me condujo a la cocina, un espacio ahumado y ruidoso donde varias mujeres preparaban el desayuno sobre grandes fogones. El olor a carne asada llenó mis fosas nasales, haciéndome recordar la última comida decente que había probado en mi hogar. Las mujeres me miraron con curiosidad y hostilidad. La mujer de cabello oscuro de la noche anterior estaba allí, supervisando las tareas con una mirada gélida. Supe que era Thora, la mujer cuyo odio hacia mí había sido palpable. Ulf habló brevemente con Thora en su lengua. Ella me observó de arriba abajo con desdén antes de señalar una pila de ropa sucia. —Lava esto —ordenó en mi idioma, su acento marcado y despectivo—. Y que esté limpio antes del mediodía. Si no, tendrás que verlas conmigo. La pila de ropa era enorme y estaba cubierta de barro y manchas. No estaba acostumbrada a este tipo de trabajo. Mi abuela siempre había tenido sirvientes para las tareas domésticas. Pero aquí no había ayuda para mí. Era la última en la jerarquía, menos que nadie. Sin decir una palabra, tomé la pila de ropa y busqué un barreño y agua. Las otras mujeres me observaban en silencio, algunas con una sonrisa burlona en sus labios. Sentí sus ojos clavados en mi espalda mientras luchaba por entender cómo funcionaban las cosas en esta cocina extraña. Las horas siguientes fueron un trabajo arduo y humillante. El agua estaba helada y mis manos pronto se enrojecieron y dolieron. El hedor de la ropa sucia me revolvía el estómago. Thora me vigilaba de cerca, criticando cada uno de mis movimientos, regodeándome con mi torpeza. Las otras sirvientas se unieron a sus burlas, riéndose en su idioma y señalándome. Encontré consuelo en mi silencio. No les daría la satisfacción de verme sufrir. En mi mente, repasaba los conocimientos que mi abuela me había transmitido, las historias de mujeres fuertes que habían sobrevivido a la adversidad. Este era solo un nuevo desafío, una prueba más. Saldría adelante. Al mediodía, la ropa estaba finalmente limpia, aunque mis manos estaban entumecidas y mi cuerpo dolorido. Thora examinó mi trabajo con ojo crítico, frunciendo el ceño a pesar de la limpieza. —No está mal para una salvaje —dijo con desdén—. Ahora, ve a ayudar a preparar la comida. Y no estorbes. El resto del día transcurrió de manera similar: trabajo duro, miradas hostiles y órdenes secas. Ayudé a cortar verduras, a remover calderos enormes y a servir la comida a los guerreros que regresaban de sus tareas. Observé a Wolf entrar en el gran salón, su presencia imponente silenciando las conversaciones. Me evitó la mirada, como si mi existencia fuera algo insignificante. Por la noche, exhausta y hambrienta, regresé a mi cobertizo. Ulf me dejó otro cuenco de avena y una mirada sombría. El silencio de la pequeña cabaña era mi único refugio. Me acurruqué bajo la manta áspera, soñando con el viento de mi isla, con el sonido de las olas rompiendo en la costa. Los días siguientes se fundieron en una rutina implacable. Trabajaba desde el amanecer hasta el anochecer, realizando las tareas más humildes. Lavaba, cocinaba, limpiaba, atendía a los animales. Cada día era una batalla silenciosa contra el cansancio, el hambre y la humillación. Thora no perdía oportunidad de hacerme la vida imposible, asignándole las tareas más desagradables y difamando ante los demás. Pero en medio de esta servidumbre, me aferraba a mi espíritu. Observaba a la gente del jarlazgo, aprendiendo sus costumbres, sus jerarquías, sus debilidades. Notaba las miradas de algunos que no compartían la hostilidad general, quizás otros cautivos o aquellos que veían la injusticia en mi trato. También observaba a Wolf. Lo veía en el gran salón, liderando a sus hombres, impartiendo justicia, negociando con otros clanes que llegaban en barco. Su autoridad era incuestionable, pero también percibía el peso de sus responsabilidades, la soledad en sus ojos en los momentos en que creía no ser observado. Estas breves vislumbres no mitigaba mi odio, pero sembraron una semilla de complejidad en mi comprensión de él. No era solo un monstruo; era un líder en su propio mundo brutal. Un día, mientras lavaba ropa junto al río helado, escuché voces acercándose. Eran Thora y otras mujeres. —Mira a la salvaje —dijo Thora con burla—. Parece que disfruta revolcándose en el barro. Las otras rieron. Sentí la rabia hervir en mi interior, pero me mantuve en silencio, concentrándose en mi trabajo. Thora se acercó y, con un movimiento rápido, pateó el barreño, volcando el agua sucia sobre la ropa limpia. —¡Oh, lo siento! —exclamó con una falsa inocencia, mientras sus amigas reían a carcajadas—. Parece que tendrás que empezar de nuevo. Esta vez, mi paciencia se rompió. Me levanté de un salto, mis ojos clavados en Thora. —Eres una mujer cruel y mezquina —dije con voz firme, ignorando el peligro—. Disfrutas haciendo sufrir a los demás porque eres insegura y envidiosa. El silencio cayó entre ellas. Nadie se atrevía a hablarme así. La sorpresa se reflejó en el rostro de Thora, seguida rápidamente por la furia. Levantó la mano para abofetearme, pero reaccioné por instinto. Esquivé su golpe y la empujé con fuerza. Thora tropezó hacia atrás, cayendo al suelo con un grito de sorpresa e indignación. Las otras mujeres gritaron y se abalanzaron sobre mí. Me defendí como pude, con la rabia dándome fuerzas. No era una guerrera, pero la desesperación me hacía luchar con ferocidad. Tiré del pelo, arañé rostros, pateé espinillas. La pelea fue breve pero intensa. De repente, una voz grave resonó en el aire, deteniendo la refriega. —¡¿Qué está sucediendo aquí?! Wolf apareció entre los árboles, su rostro oscurecido por la ira. Su presencia silenció a las mujeres al instante. Thora se levantó rápidamente, señalándome con el dedo. —¡Ella me atacó, Jarl Wolf! ¡Sin ningún motivo! Wolf me miró. Sus ojos helados me atravesaron. No había juicio en ellos, solo una frialdad implacable. —¿Es eso cierto, Cautiva? Respiré hondo, tratando de calmar mi corazón agitado. —Ella volcó mi trabajo a propósito y se burló de mí. Yo solo me defendí. Wolf permaneció en silencio por un momento, evaluando la situación. Su mirada se posó en el barro y la ropa esparcida, luego en los rostros arañados de las mujeres. —Thora —dijo finalmente, su voz baja pero peligrosa—. ¿Es esta la forma en que una mujer de mi clan se comporta con una cautiva bajo mi protección? La sorpresa se reflejó en el rostro de Thora. Nadie esperaba esa reprimenda. —Pero ella... ella me insultó —balbuceó. —El respeto se gana, Thora —replicó Wolf con frialdad—. Y la crueldad innecesaria no es una muestra de fuerza, sino de debilidad. Luego, se giró hacia Ulf, que había llegado con otros guerreros alertados por el alboroto. —Ulf, asegúrate de que la cautiva regrese a sus tareas. Y Thora —su mirada volvió a la mujer, dura como el acero—. Te espero en el gran salón al anochecer. Tenemos mucho de qué hablar sobre la disciplina y el honor de mi clan. Con una última mirada penetrante hacia mí, Wolf se dio la vuelta y se marchó, seguido por sus hombres. El silencio se instaló nuevamente junto al río, pesado y tenso. Las otras mujeres miraron a Thora con una mezcla de sorpresa y temor. Thora me lanzó una mirada llena de odio puro, una promesa silenciosa de venganza. Pero por primera vez desde mi llegada a esta tierra, sentí una pequeña chispa de esperanza. Quizás, incluso en este lugar brutal, había una forma de justicia. Quizás, mi espíritu indomable aún tenía una oportunidad. Pero sabía que esta pequeña victoria no significaba el final de mi cautiverio. Solo era una sombra fugaz en la larga noche de mi servidumbre en la tierra del lobo.