El barco de Wolf era una bestia infernal bajo mis pies, un dragón de madera que cortaba las olas con la misma crueldad con la que sus ocupantes habían asolado mi hogar. Todavía mareada por la brusquedad con la que me habían arrojado a cubierta, luchaba por mantenerme en pie. El viento, que antes era mi amigo, ahora me azotaba con sal y frío, y el balanceo constante del drakkar amenazaba con derrumbarse. Vi a otros prisioneros, hombres y mujeres de mi aldea, atados en el centro de la nave, sus rostros desfigurados por el terror y la desesperación. Algunos lloraban en silencio, otros rezaban, pero nadie se atrevía a levantar la vista.
Me negué a ser como ellos. No derramaré una lágrima, no implicaría. Mi indignación era un fuego helado en mi vientre, más cortante que el frío del mar. Wolf, ese gigante de ojos de hielo, estaba de pie en la popa, con la mano firme en el timón. Parecía una extensión del propio barco, una figura inamovible contra el cielo que se teñía de violeta y naranja al anochecer. Sus hombres, rudos y cubiertos de cicatrices, se movían por la cubierta con una familiaridad inquietante, como si la nave fuera una extensión de sus propios cuerpos salvajes. Mi estómago se revolvió. No por miedo, sino por el constante vaivén y el asco. Nunca había estado en un barco tan grande, ni me había alejado tanto de mi isla. Las costas que conocía se hacían más pequeñas con cada golpe de remo. Mi mundo se había encogido a la extensión de esa cubierta sucia y las caras brutales de mis captores. El primer día fue un tormento de frío y hambre. Nadie nos ofreció comida ni bebida. El viento salado me secaba la boca y mis labios se agrietan. Los hombres de Wolf ignoraban a los prisioneros, salvo para soltar alguna burla o un empujón. Sentí miradas curiosas sobre mí. No me miraban con el mismo desprecio que al resto. Había algo en mi desafío que, incluso para ellos, era inusual. Al caer la noche, el frío se volvió insoportable. Me acurruque contra un barril, tratando de usar el poco calor que me quedaba para no temblar. Los otros prisioneros se apretaban unos contra otros. De repente, una sombra inmensa se cierne sobre mí. Era Wolf. —Levántate, chica —ordenó, su voz era un gruñido. Levanté la vista, mis ojos se entrecierran en la oscuridad. El fuego de mi odio aún ardía. —No me llames "chica" —dije, la voz me temblaba por el frío, pero no se rompió. Era un acto de pura rebeldía. Wolf me miró fijamente. Una pequeña sonrisa torció sus labios, una expresión que no llegaba a sus ojos fríos. Era la sonrisa de un depredador que disfruta con la insolencia de su presa. —¿Y cómo quieres que te llame, entonces, Cautiva? —Mi nombre es Christina. Wolf asintió lentamente, como si estuviera sopesando la molesta información. —Christina. Bien. Levántate, Christina. Dudé, pero el deseo furioso de no darle un motivo para lastimarme más me impulsó a ponerme en pie. El mareo por el movimiento del barco me hizo tambalear. Wolf me sostuvo con un agarre firme en mi brazo, impidiéndole caer. Su toque, a pesar de ser brusco, era puramente funcional, como si tomara un objeto que no quería que se estropeara. —No servirás de nada si caes enferma —dijo, arrastrándome hacia la parte de la popa, donde había una pequeña cabina, más protegida del viento. Era el espacio de mando, sin duda, suyo. Me empujó dentro. Había unas pieles gruesas tiradas en el suelo. —Aquí dormirás. Lo miré con furia y sospecha. —¿Por qué me das esto? Wolf se encogió de hombros, indiferente. —Eres valiosa. Un botín. Y necesito que estés en forma para lo que viene. Además —su mirada recorrió mi cuerpo, deteniéndose en mis labios agrietados—, mañana te traerán agua y algo de pan. No me interesa una prisionera inútil. Luego, sin decir más, salió, dejando la pesada cortina de piel a modo de puerta. Me quedé sola en la penumbra, sintiendo el balanceo del barco y el murmullo de las olas. Las pieles eran ásperas, pero ofrecían un calor que no había sentido en horas. Por un momento, la idea de escapar se encendió con más fuerza. Este breve "confort" era una trampa, un recordatorio de mi cautiverio. Me acurruque, pero el sueño no venía fácilmente. Cada crujido del barco, cada voz áspera de los vikingos me mantenía alerta, buscando cualquier oportunidad para la libertad. Los días se convirtieron en un patrón agotador. Comía el pan duro y el agua que me traían, con el sabor amargo de la humillación en cada bocado. Dormía en la cabina de Wolf, sintiéndome una intrusa forzada en el cubil de un animal salvaje. Durante el día, me mantenía lejos del resto de los prisioneros, observando a los vikingos. No por curiosidad, sino para entender a mis enemigos. Aprendía sus palabras, sus costumbres, buscando cualquier debilidad, cualquier grieta en su control. Eran hombres rudos y despiadados, eso era lo único que me interesaba. Wolf, por su parte, me observaba. Sus ojos gélidos me seguían mientras yo intentaba sobrevivir. Había momentos en que lo sorprendía mirándome fijamente desde la popa o desde la proa. Nunca sonreía, pero su mirada era intensa, como si intentara descifrar un enigma. Yo, a mi vez, lo observaba con la misma frialdad. Su forma de dar órdenes, la autoridad con la que sus hombres lo obedecían. Era un líder, sí, un guerrero nato, y eso lo hacía aún más peligroso. Él no era más que el monstruo que había quemado mi aldea. Un día, mientras el sol brillaba en un mar más tranquilo, estaba sentada en la cubierta, observando un grupo de delfines que saltaban alrededor del barco. La belleza del momento me recordó mi libertad perdida, y un arrebato de dolor y rabia me invadió. —¿Nunca has visto el mar abierto? —La voz de Wolf me sobresaltó. Estaba de pie a mi lado, tan silencioso como una sombra. Me encogí de hombros, con un nudo en la garganta. —Solo desde la costa. Mi isla es pequeña. —Tu isla está lejos de aquí —dijo él, mirando el horizonte—. Nos dirigimos al Norte. —¿Y adónde en el Norte? —pregunté, la pregunta teñida de desesperación y desafío. Wolf me miró, una chispa de intriga fría en sus ojos. —A mi hogar. A mi jarlazgo. —¿Y qué harás conmigo allí? —Mi voz, aunque baja, no ocultaba el desafío furioso. Él sonrió, esa sonrisa de lobo que me revolvía el estómago de asco. —Eres un botín valioso, Christina. Y tengo planes para ti. Eres mi propiedad ahora. Sentí un escalofrío de repugnancia que no tenía que ver con el frío. —No soy un objeto. —Para mí sí lo eres —su voz era tranquila, pero firme—. Por ahora. Esa noche, una tormenta feroz azotó el barco. Las olas eran montañas de agua y el viento aullaba como un espíritu maligno. El drakkar se inclinaba peligrosamente de lado a lado. Los prisioneros gritaron de miedo. Aferrada a una cuerda, sentí un terror real. Nunca había experimentado la furia del mar de esta manera. La cabina de Wolf, mi "refugio", parecía demasiado insignificante para resistir la embestida. Wolf y sus hombres luchaban contra la tormenta con una habilidad asombrosa. Se movían por la cubierta empapada, gritando órdenes, tensando cuerdas, ajustando las velas. Vi a Wolf en el timón, su figura maciza resistiendo los embates del viento. Parecía uno con el barco, una fuerza de la naturaleza, una fuerza destructiva. De repente, una ola gigantesca golpeó la proa, y un grito de un hombre resonó sobre el rugido del viento. Uno de los vikingos había caído por la borda. En medio del caos, vi a Wolf reaccionar con una velocidad sorprendente. Soltó el timón por un instante y, sin dudarlo, lanzó una cuerda con un nudo perfecto hacia el hombre que desaparecía entre las olas. Sus hombres tiraron, y con un esfuerzo enorme, lograron subirlo de nuevo a bordo. La escena fue rápida, pero dejó una marca en mí. Este hombre, el Conquistador que había venido con fuego y muerte, había salvado a uno de los suyos. No era porque tuviera un corazón noble; era porque valoraba a sus "cosas", a sus "propiedades". Era una práctica, no una virtud. Esta contradicción me confundía y me enfureció aún más. La tormenta duró horas, pero finalmente, el amanecer trajo una calma relativa. El barco estaba mojado y magullado, pero entero. Los vikingos estaban exhaustos, pero sus rostros mostraban el orgullo de haber superado la furia del mar. Wolf se acercó a mi cabina. Abrió la cortina y me encontró sentada, temblando un poco, con los ojos fijos en él. Sus hombros estaban mojados y su pelo rubio pegado a su frente. Parecía cansado, pero sus ojos seguían siendo los de un lobo, astuto y peligroso. —Sobrevivimos —dijo, su voz más áspera por el cansancio. Asentí. Me atreví a preguntarle, con la voz cargada de desprecio apenas disimulado: —¿Por qué salvaste a tu hombre? Podrías haberlo dejado. Wolf me miró fijamente. Una expresión de irritación cruzó su rostro. —Mis hombres son mi clan. Mi familia. No se abandona a la familia. Son mis guerreros. Esa respuesta me dejó con un sabor amargo. Era simple, sí, pero solo me recordaba que él tenía un lazo de lealtad, mientras yo no tenía nada, gracias a él. Era un depredador que cuidaba de su manada para que siguieran siendo fuertes para él. Los días siguientes, mi relación con Wolf se mantuvo igual de tensa. Yo seguía siendo una cautiva, y él, mi captor. La lucha de voluntades entre nosotros era constante. Él seguía siendo rudo y posesivo; yo, desafiante y llena de odio contenido. Las miradas que compartimos eran largas, cargadas de la batalla silenciosa de nuestros espíritus. El viaje al Norte apenas comenzaba, y con él, un futuro incierto pero lleno de mi férrea determinación de recuperar mi libertad, cueste lo que cueste.