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El Capítulo Cinco :El Sabor de la Sangre

El frío de la mañana era una bofetada helada cada vez que salía de mi pequeña y mísera cabaña. Los músculos me dolían por el trabajo del día anterior, y el hambre era una punzada constante. 

Ese día, Thora no apareció en la cocina. Sentí un pequeño alivio, una falsa sensación de paz. Pensé que quizás Wolf la había castigado lo suficiente como para dejarme en paz. ¡Qué equivocada estaba!

Estaba junto al río, lavando una pila de ropa sucia que parecía crecer por arte de magia. El agua helada me entumecía las manos hasta el dolor. De repente, escuché pasos detrás de mí. No era Thora, sino un grupo de tres mujeres del clan. Eran robustas, con miradas duras y brazos fuertes, las mismas que se habían reído cuando Thora me humilló.

Me puse de pie, sintiendo un escalofrío que no era del frío. Sabía que esto no era una coincidencia. —¿Qué quieren? —pregunté, mi voz sonó más débil de lo que quería.

Una de ellas, una mujer alta con una cicatriz sobre la ceja, dio un paso adelante. —La Jarl Thora nos ha dicho que te demos una lección, cautiva. Dice que necesitas aprender tu lugar.

Mis ojos se abrieron de par en par. No era una orden de trabajo, era una amenaza. Mi corazón empezó a latir como un tambor de guerra en mi pecho. —No tengo nada que aprender de ustedes —dije, tratando de sonar valiente, aunque mis piernas temblaban.

La mujer de la cicatriz rió, una risa cruel que me revolvió el estómago. —Oh, sí que lo tienes. Aprenderás a no alzar la voz, a no mirar con desafío, a no molestar a la gente de este clan.

Las otras dos mujeres se movieron, cerrando el círculo a mi alrededor. Intenté escapar, pero me agarraron de los brazos con fuerza. Eran más grandes y más fuertes que yo. La mujer de la cicatriz levantó su mano y sentí un golpe seco en la mejilla. Mi cabeza se ladeó por la fuerza del impacto y un dolor punzante explotó en mi cara.

Caí al suelo. El agua helada del río se filtró en mi ropa, pero el frío era menor que el shock y la furia que me invadían. Intenté levantarme, pero las patadas comenzaron. Patadas en las costillas, en las piernas, en la espalda. No había piedad en sus golpes. Se reían, sus voces resonando en mis oídos mientras la paliza continuaba.

Me protegí la cabeza con los brazos, acurrucándome en la posición más pequeña que pude. Sentí el sabor metálico de la sangre en mi boca. Un diente se había aflojado. El dolor era inmenso, opresivo, y por un momento, solo por un momento, quise rendirme. Quise llorar y suplicar que se detuvieran.

Pero la imagen de Wolf, de su sonrisa cruel y su mirada fría, apareció en mi mente. La idea de darles esa satisfacción, de mostrar debilidad, me dio una fuerza extraña. No les daría eso. No les daría el gusto de verme quebrada.

Respiré hondo, el aire frío quemando mis pulmones. Mis ojos, llenos de lágrimas que me negaba a derramar, se abrieron y miraron hacia arriba. Vagué las figuras de las mujeres sobre mí.

—¡Es suficiente! —gritó la mujer de la cicatriz, su voz llena de aliento—. Creo que ha aprendido su lección.

Las patadas cesaron. Me quedé allí, tirada en el suelo, mi cuerpo temblaba incontrolablemente. Escuché sus risas mientras se alejaban, sus pasos crujiendo en la escarcha.

Lentamente, con cada músculo protestando, logré sentarme. La cabeza me daba vueltas. Toqué mi labio, sintiendo la sangre pegajosa y el dolor palpitante. Mi ropa estaba empapada y sucia. Miré a mi alrededor. La ropa que estaba lavando ahora flotaba en el agua, completamente sucia de nuevo.

Me arrastré hasta la orilla y me apoyé en un árbol. Mi cuerpo estaba magullado, dolorido. Cada movimiento era una agonía. Pero, a pesar del dolor, había una chispa ardiendo en mi pecho. No era solo la furia por la paliza, sino una determinación renovada.

Sabía que esto era el mensaje de Thora, la respuesta a la reprimenda de Wolf. No me dejaría ganar. Pero yo tampoco me rendiría. Esta paliza me había recordado el precio de la resistencia, sí, pero también me había endurecido. Cada golpe que recibí era una razón más para odiarlos, una razón más para luchar por mi libertad.

Me arrastré de vuelta a mi cabaña. La vergüenza me invadía. Si Wolf o sus hombres me veían así, lo tomarían como una señal de debilidad. Pasé el resto del día escondida, curando mis heridas, como pude con las pocas hierbas que mi abuela me había enseñado a reconocer.

La noche llegó, trayendo consigo el frío y la oscuridad. La avena que Ulf me dejó parecía aún más insípida. Me acosté, mi cuerpo dolorido, mi mente llena de planes. Esta paliza había sido una advertencia, un intento de quebrarme. Pero no lo lograrían. El fuego en mi interior, el de mi ira y mi deseo de libertad, ardía más fuerte que nunca. Ellos podían golpearme, pero no podían apagar mi espíritu. Y eso, lo sabía con certeza, era lo único que realmente importaba.

Al día siguiente, mis heridas aún dolían, pero me obligué a salir para buscar agua. Ulf me esperaba cerca del pozo. Su mirada se posó en mi rostro hinchado y en la forma en que me movía con dificultad. Sus ojos grises, que siempre parecían tan fríos, se detuvieron en mis labios rotos.

—Te han dado una paliza —dijo, su voz grave, sin ninguna emoción en particular, como si solo constatara un hecho.

Asentí, sin querer darle más información de la necesaria.

—Necesitas aprender a pelear —continuó, su mirada fija en la mía.

La rabia me subió por la garganta. —¿Pelear? —dije, mi voz ronca por el dolor—. ¿Contra esas mujeres? Soy pequeña, Ulf. No tengo su fuerza.

Ulf me miró directamente a los ojos, y por primera vez, vi algo más que indiferencia en ellos. Había una especie de dureza, pero también un atisbo de comprensión. 

—La fuerza no está en el tamaño, cautiva. Está en la mente. En la rapidez. En saber dónde golpear.

Sus palabras me sorprendieron. No esperaba esa respuesta de él. Me quedé en silencio por un momento, sopesando sus palabras. La idea de aprender a defenderme, de no ser una víctima, era tentadora. Era una oportunidad, quizás la única que tendría, para cambiar mi destino.

—¿Puedes... puedes ayudarme? —pregunté, la pregunta saliendo de mis labios antes de que pudiera pensarlo bien—. ¿Puedes enseñarme a pelear?

Ulf me miró por un largo momento, su rostro inexpresivo. Parecía estar pensando. Finalmente, asintió con un movimiento apenas perceptible de su cabeza. 

—Te buscaré al anochecer, cuando las tareas hayan terminado y nadie nos vea. No le digas a nadie. Si Thora se entera, será peor.

Sentí una mezcla de alivio y una extraña esperanza. Este hombre, que había sido mi carcelero silencioso, ahora me ofrecía una herramienta para mi libertad. Sabía que no lo hacía por bondad, sino por alguna razón propia, quizás por orden de Wolf, o por un sentido de la "justicia" vikinga. Pero no me importaba el motivo. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que tenía una pequeña oportunidad de luchar. La oscuridad de la noche sería mi aula, y el frío, mi maestro.

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