El tiempo se arrastraba en el barco. Los días eran grises y el mar, una extensión interminable de olas que me recordaban mi minúscula existencia. Pero el viaje no duraría para siempre. Un día, a medida que el sol subía en el cielo, el aire cambió. Ya no olía solo a sal y pescado, sino a tierra, a pino y a leña quemada. Sentí un nudo en el estómago, una mezcla de terror y una punzada extraña de anticipación. ¿Sería este el lugar donde mi pesadilla se haría permanente?
Me obligaron a subir a cubierta. El cielo se había despejado y el sol brillaba, revelando una costa. No era la suave arena de mi isla, ni los verdes acantilados que me eran familiares. Este era un paisaje rudo, dramático. Grandes fiordos se adentraba en la tierra, con laderas empinadas cubiertas de bosques oscuros que se alzaban hacia picos nevados. Pequeñas casas de madera con techos de hierba se aferraban a la orilla, y columnas de humo se elevaban perezosamente hacia el cielo. Había barcos, muchos más que los que habían atacado mi aldea, anclados en el fiordo. Los drakkars se veían imponentes, con sus cabezas de dragón talladas mirando hacia el mar, como guardianes feroces. El lugar era una mezcla de belleza salvaje y una amenaza constante. Este era el hogar del lobo, y parecía tan implacable como él. A medida que nos acercábamos, vi gente en la orilla. Eran hombres y mujeres, algunos con niños, que esperaban nuestra llegada. No había gritos de alegría ni lamentos. Solo expectación silenciosa. Todos llevaban pieles y lana gruesa, sus rostros curtidos por el viento. Sus miradas se posaron en el barco, luego en los prisioneros, y finalmente en mí. Sentí sus ojos sobre mi ropa sencilla, tan diferente a las suyas, y mi pelo suelto que el viento había enredado. Wolf estaba de pie en la proa, su figura recortada contra el cielo. Era evidente que este era su territorio, su clan. La forma en que lo miraban, el respeto en sus posturas, me dejó claro que su poder aquí era absoluto. Me di cuenta, con un escalofrío, de que mi destino estaba sellado en esta tierra. Cuando el barco tocó tierra, los hombres de Wolf saltaron primero, amarrando las cuerdas. Los demás prisioneros fueron bajados con brusquedad, algunos cayendo en la arena. Escuché sus lamentos mientras eran empujados hacia la aldea. Yo no me movería hasta que me lo ordenara. No les daría la satisfacción de verme arrastrada. Wolf descendió del barco con un paso seguro y poderoso. Su mirada buscó la mía. No había nada de compasión en sus ojos, solo una expectación fría. —Baja, Cautiva —ordenó, su voz apenas un murmullo sobre el viento, pero con una autoridad innegable. No me moví. Lo miré con el mismo desafío que había mantenido durante el viaje. —No soy un animal para que me arrastren. Un músculo saltó en su mandíbula. Sus hombres se miraron entre sí, algunos con una pizca de asombro. Wolf se acercó a la borda. Su mano grande se extendió y, antes de que pudiera reaccionar, me agarró de la cintura. Me levantó sin esfuerzo, ignorando mi grito de sorpresa y la patada que lancé al aire. Me depositó en la arena, no con suavidad, sino con una firmeza que me hizo trastabillar. —Estás en mi tierra ahora, Christina —su voz era baja, pero resonó con advertencia—. Aquí, obedeces. Respiré hondo, el aire frío llenándome los pulmones. No le daría el gusto de verme quebrada. Levanté la barbilla y miré a la gente que nos rodeaba. Sus rostros eran duros, sus ojos examinándome. Entre ellos, vi a algunas mujeres. Eran altas y fuertes, con trenzas apretadas y pieles rústicas. Sus miradas eran aún más penetrantes que las de los hombres, llenas de curiosidad y un claro recelo. Algunas murmuraban en su idioma, palabras que no entendía pero cuyo tono era inequívocamente hostil. Wolf me tomó del brazo, su agarre férreo, y comenzó a caminar hacia el centro de la aldea. Los hombres abrieron paso, y las mujeres nos observaron, sus ojos fijos en mí. Sentí el peso de sus juicios. Era la extranjera, la presa, la que había sido arrastrada a su mundo. La aldea era más grande de lo que parecía desde el barco. Las casas de madera y piedra, con sus techos de hierba, se apiñaban alrededor de un gran salón central, que parecía ser el corazón del lugar. Había un fuerte olor a leña, a carne asada y a animales. Vi niños jugando, ajenos a la miseria de los prisioneros, y ancianos sentados cerca de las hogueras, con ojos cansados pero alertas. Wolf me arrastró directamente hacia el gran salón. Las puertas de madera maciza se abrieron con un chirrido, revelando un espacio vasto y oscuro. Dentro, el aire era espeso con humo de una gran hoguera central, cuyo calor irradiaba por toda la sala. Bancos largos se extendían a lo largo de las paredes, y trofeos de caza colgaban de las vigas. Era un lugar rústico, pero impresionante, digno del hogar de un jarl. Mientras entrábamos, varias personas se levantaron de sus asientos y se acercaron a Wolf. Un hombre mayor, con una barba gris y ojos sabios, fue el primero. Le habló a Wolf en un tono grave, y aunque no entendía todas las palabras, reconocí la autoridad en su voz. Wolf le respondió brevemente, y el hombre mayor me miró con una mirada larga y evaluadora. No parecía sorprendido, más bien resignado. Luego, se acercó una mujer. Era alta y delgada, con el pelo oscuro trenzado con monedas de plata. Su rostro era hermoso, pero sus ojos, de un azul intenso como los de Wolf, estaban llenos de una mezcla de celos y desprecio hacia mí. Su vestido era de lana fina, adornado con pieles. Era evidente que era una mujer importante en el clan. Se detuvo frente a Wolf, su mano se posó en su brazo, y susurró algo en su idioma, sus ojos fijos en mí. Wolf le respondió con una sola palabra, que sonó como un rechazo. La mujer apretó los labios, y sus ojos se clavaron en mí, llenos de un odio feroz. Supe al instante que ella sería un problema. Wolf me arrastró hacia el centro del salón, cerca de la hoguera. Los hombres y mujeres del clan se habían reunido a nuestro alrededor, observando en silencio. Era un espectáculo. Sentía sus ojos sobre mí como cuchillos. El miedo comenzaba a colarse, frío y pegajoso, pero me negué a mostrarlo. Me aferré a mi odio, a mi dignidad, como un escudo. Wolf me soltó el brazo de repente. Di un paso atrás, preparada para cualquier cosa. Él se dirigió a su gente. Su voz era poderosa, resonando en el gran salón. Habló en su idioma, y aunque no entendí cada palabra, el tono era claro: estaba declarando algo sobre mí. La gente escuchaba con atención, sus rostros serios. Luego, Wolf se giró hacia mí. Sus ojos se clavaron en los míos, tan intensos como la hoguera detrás de él. —Aquí eres mi propiedad —dijo, su voz en mi idioma, fuerte y clara para que todos lo entendieran—. Eres la cautiva del Thane. Y aquí, en mi jarlazgo, obedeces. Obedeces mis órdenes. Obedeces las órdenes de mi gente. No habrá escape. No habrá resistencia. Cualquier intento... —Hizo una pausa, y su mirada se oscureció—, será castigado con dureza. Lo entiendes, ¿Christina? Mi corazón latía con fuerza. La humillación era insoportable. Quería gritar, quería golpearlo, pero sabía que solo empeoraría las cosas. En mi mente, mi abuela me había enseñado la importancia de elegir las batallas. Esta no era la mía, aún no. Levanté la barbilla, mis ojos desafiando. No le daría la satisfacción de mi miedo. —Entiendo tus palabras —respondí, mi voz apenas un susurro, pero firme—. Pero no obedezco. Un murmullo recorrió la sala. Los vikingos se tensaron. La mujer del cabello oscuro dio un paso adelante, una sonrisa cruel en su rostro, esperando mi castigo. Wolf me miró. Su expresión era difícil de leer. Había ira, sí, pero también algo más, una especie de irritación mezclada con una pizca de… ¿asombro? Mis palabras eran una afrenta directa a su autoridad frente a su gente. Se acercó a mí, su figura alta proyectando una sombra. Pensé que me golpearía, que me arrastraría. En cambio, su mano subió y su dedo, áspero por los callos, rozó mi mejilla. Sentí un escalofrío de repulsión. —Tu lengua es afilada, Cautiva —dijo en voz baja, solo para mí—. Pero te advierto, aquí, esa lengua te traerá más problemas de los que puedes imaginar. Aprenderás a obedecer. Luego, se giró hacia un hombre corpulento con una cicatriz en la mejilla. Le dio una orden en su idioma, corta y abrupta. El hombre asintió y se acercó a mí. Me agarró del brazo, no con la fuerza de Wolf, pero sí con una firmeza que me impidió resistirme. —Ella es tu responsabilidad, Ulf —dijo Wolf, mirándome una última vez con una intensidad que me hizo sentir desnuda bajo su mirada—. Asegúrate de que entienda su lugar. Y de que no cause problemas. Ulf asintió y me arrastró hacia una puerta al fondo del salón. Antes de cruzar el umbral, me giré para ver a Wolf. Estaba de pie junto a la hoguera, sus ojos fijos en mí, la misma expresión indescifrable en su rostro. La mujer del cabello oscuro estaba a su lado, susurrándome algo al oído y mirándome con una sonrisa triunfante. Supe que la batalla no había hecho más que empezar. Este no era un final, sino el comienzo de mi verdadera guerra por la libertad.