La noticia de Solveig se había enredado en mi mente como una telaraña helada. Un heredero. No era solo cautiva. La idea me revolvía el estómago, un sabor amargo que persistía más allá de la rancia avena. Mi cuerpo, ya marcado por los golpes y el frío, ahora se sentía como una prisión aún más cruel.Mientras mis manos se movían por inercia, fregando ollas o doblando pieles, mi mente viajaba lejos, cruzando el vasto mar gris que me separaba de mi hogar. Recordaba los acantilados de mi isla natal, la espuma blanca de las olas rompiendo contra las rocas, el olor salado que se adhería a la piel y al cabello. Mi isla, un paraíso verde y rocoso, donde el viento era una canción constante y el mar, un viejo amigo.Cerraba los ojos y veía a mi abuela. Su rostro curtido por el sol, sus ojos sagaces que veían más allá de lo evidente. Ella era mi mundo, mi maestra, mi protectora. Con ella, cada día era una lección, una aventura. Me enseñó los secretos de las hierbas, sus propiedades curativas y ve
Ler mais