La noche cayó sobre el jarlazgo con una quietud tensa, como si la propia tierra contuviera el aliento. Desde mi cabaña, apenas un bulto oscuro contra la nieve incipiente, espié el gran salón. Las luces de las antorchas danzaban en las rendijas de las paredes, proyectando sombras movedizas que parecían ecos de la brutalidad del día. Esperaba, con el corazón, latiéndome, como un pájaro atrapado en una jaula.
Cuando la mayoría de las luces se apagaron, una figura sombría se desprendió de la oscuridad que rodeaba el salón. Era Ulf. Su presencia, incluso en la penumbra, era imponente. Se acercó a mi cabaña con pasos silenciosos, como un lobo en la noche. Un leve golpe en la madera tosca fue mi señal. Salí al aire gélido, el frío mordiéndome la piel a través de mi ropa raída. La luna, apenas una hoz pálida en el cielo encapotado, ofrecía poca luz. Ulf me hizo un gesto para que lo siguiera, y juntos nos adentramos en la oscuridad que rodeaba la aldea, alejándonos de las miradas curiosas. Nos detuvimos en un claro apartado, detrás de los establos, donde la nieve crujía bajo nuestros pies. El olor acre de los animales se mezclaba con el aroma limpio del aire invernal. Ulf se giró hacia mí, su rostro inexpresivo, incluso en la escasa luz. —Esta noche, aprenderás lo básico —dijo su voz, un susurro grave que apenas rompía el silencio—. Defenderte. No atacar. Aún no. Sus palabras me llenaron de una mezcla de impaciencia y alivio. Quería venganza, quería poder hacer pagar a Thora y a sus secuaces por la humillación y el dolor. Pero entendía la sabiduría de sus palabras. Antes de poder atacar, debía ser capaz de sobrevivir. Ulf comenzó con lo más simple: cómo ponerme en guardia, cómo moverme para evitar un golpe. Sus movimientos eran prácticos y directos, sin florituras. Me mostró cómo mantener el equilibrio, cómo usar el peso de mi cuerpo a mi favor. Parecía impaciente con mis torpes intentos iniciales, pero no se burlaba. Su seriedad era una lección en sí misma. —Eres pequeña —dijo en un momento, corrigiendo mi postura—. Úsalo. Sé rápida. Sé escurridiza. Como una comadreja entre los perros. Me enseñó a levantar los brazos para proteger mi rostro, a mantener los puños cerrados. Me hizo practicar una y otra vez, moviéndome en el círculo helado, tratando de imitar sus movimientos rápidos y precisos. Mis músculos protestaban, mis pulmones ardían con el esfuerzo en el aire frío, pero no me rendía. Cada movimiento, aunque torpe, era una pequeña victoria contra mi impotencia. Luego, pasamos a las patadas. Ulf me mostró cómo usar la parte dura de mi pie, cómo dirigir la fuerza de mi pierna. Me hizo golpear un tronco caído una y otra vez, hasta que mi pie dolió y la madera pareció ablandarse bajo mis golpes. —No tienes mi fuerza —dijo—. Pero tienes rapidez. Y tienes la sorpresa de tu tamaño. Un golpe bien dirigido puede derribar a alguien mucho más grande. La idea me dio un pequeño atisbo de esperanza. La fuerza bruta de mis agresoras me había parecido insuperable. Pero si podía usar mi agilidad, mi inteligencia, quizás podría defenderme. La noche avanzaba, y el frío se intensificaba. Mis manos y pies estaban entumecidos, pero la adrenalina y la determinación me mantenían en movimiento. Ulf no hablaba mucho, pero cada una de sus correcciones, cada demostración, era valiosa. Sentía que una pequeña chispa de confianza comenzaba a encenderse dentro de mí. Finalmente, Ulf se detuvo. La respiración se nos escapaba en nubes blancas en la oscuridad. —Es suficiente por esta noche —dijo—. Practica estos movimientos. Una y otra vez. Hasta que se conviertan en una segunda naturaleza. Asentí, sintiendo el dolor en cada músculo, pero también una sensación de logro. Había dado el primer paso. Ya no era completamente indefensa. —¿Por qué haces esto, Ulf? —me atreví a preguntar, la curiosidad venciendo mi cautela—. ¿Por qué me ayudas? Su rostro permaneció inexpresivo en la oscuridad. Por un largo momento, no respondió. Luego, su voz grave rompió el silencio. —Wolf me ordenó vigilarte. Asegurarme de que no causaras problemas. Pero también… vio algo en tus ojos, cautiva. Una chispa que no se apaga. Me dijo… que una prisionera quebrada no sirve para nada. Una prisionera que aprende a defenderse… eso es otra cosa. Quizás valga la pena mantenerla con vida. Sus palabras me golpearon como un viento helado. ¿Wolf? ¿Él había ordenado esto? ¿No era por bondad de Ulf, sino por la fría y calculadora lógica de mi captor? —Así que esto no es por caridad —dije, tratando de ocultar mi amargura. Ulf se encogió de hombros, un movimiento apenas visible en la oscuridad. —En este mundo, la caridad es una debilidad. Aprende eso, cautiva. Y aprende a luchar. Es la única forma de sobrevivir. Sin decir más, se dio la vuelta y se desvaneció en la oscuridad. Me quedé sola en el claro helado, las palabras de Ulf resonando en mi mente. Wolf me observaba. Me estaba poniendo a prueba. Regresé a mi cabaña, mi cuerpo cansado, pero mi espíritu ligeramente elevado. La venganza aún era un fuego lejano. Al día siguiente, mis heridas aún dolían, pero me obligué a salir para buscar agua. Necesitaba moverme, o el dolor me consumiría. Mis labios estaban hinchados, mi mejilla magullada, y cada paso era una punzada en las costillas. No quería que nadie me viera así, pero no tenía otra opción. Cuando regresé a mi cabaña, llevando el pesado cubo de agua, me detuve en seco. La puerta de madera tosca estaba abierta. Un escalofrío me recorrió la espalda. Wolf estaba allí. De pie, en el centro de mi pequeña morada, su figura masiva casi llenaba el espacio. No esperaba verlo en mi cabaña, en realidad nunca nos encontrábamos si no era por sus órdenes o mis deberes. La sorpresa me dejó sin aliento, el cubo de agua casi se me cae de las manos. Sus ojos gélidos me recorrieron de arriba abajo, deteniéndose en mi rostro golpeado. No había sorpresa en su mirada, solo una intensidad que me hizo sentir expuesta. —¿Quién te hizo esto? —preguntó, su voz grave, más baja de lo habitual, pero con una autoridad innegable que me hizo temblar por dentro. Bajé la mirada, sin querer responder. Si lo defendía, solo empeoraría las cosas con Thora y sus mujeres. La venganza de ellas sería mucho peor. Y no quería que Wolf creyera que necesitaba su protección. Mi resistencia era mía, y no sería quebrada por el dolor. —Eso no es importante —murmuré, mi voz casi inaudible. Él dio un paso hacia mí. Su sombra me cubrió. —No mientas, Christina —dijo su voz, ahora con un filo que me hizo encogerme—. Sé que te negaste a decírselo a Ulf. Pero a mí me lo dirás. Negué con la cabeza, mis labios apretados. La terquedad se apoderó de mí. No le daría esa satisfacción. No sería su peón en sus juegos de poder. Wolf suspiró, un sonido pesado que llenó la pequeña cabaña. No insistió. En cambio, su mano, grande y áspera, se alzó y por un instante pensé que me golpearía. Pero solo rozó mi mejilla herida, un toque ligero que me quemó la piel. —Tu resistencia te costará caro, cautiva —dijo, sus ojos fijos en los míos—. Pero quizás… quizás es precisamente eso lo que te mantendrá viva aquí. Se apartó de mí tan abruptamente como había entrado. Caminó hacia la puerta, y por un momento, pensé que se iría sin decir más. Pero se detuvo en el umbral, su espalda ancha bloqueando la escasa luz. —Ulf ha comenzado a enseñarte a defenderte —dijo, sin girarse. Era una afirmación, no una pregunta—. Asegúrate de aprender bien. Aquí, no hay lugar para los débiles. Luego, desapareció en la oscuridad del exterior, dejándome sola en la cabaña. El cubo de agua se sentía aún más pesado en mis manos.