La llamada de la reina Freyja llegó como un eco helado en el corazón del día. Una sirvienta, con el rostro serio, me encontró en la cocina y me ordenó que la siguiera. Un nudo de temor se apretó en mi estómago. Mi corazón latía con fuerza mientras la seguía por los pasillos del gran salón, mi mente volando hacia las palabras de Solveig: ella no puede darle un hijo... es una deshonra... te ha elegido a ti.

Freyja estaba en sus aposentos privados, una habitación sorprendentemente cálida y ricamente decorada en comparación con la austeridad del resto del jarlazgo. Pieles suaves cubrían el suelo, y el humo de un hogar bien cuidado llenaba el aire con un aroma dulce. Pero la calidez no llegaba al corazón de Freyja.

Estaba sentada en un alto asiento de madera tallada, que parecía un pequeño trono. Su rostro, pálido y delgado, no tenía el rubor saludable de las mujeres que trabajaban al aire libre. Sus ojos, del mismo azul gélido que los de Wolf, me recorrieron con una mirada de odio puro y d