Mundo ficciónIniciar sesiónDesde su adolescencia, Daniela y Alejandro eran el reflejo del amor perfecto. Ella, dulce, inteligente y leal. Él, ambicioso, apasionado y decidido a alcanzar el éxito a cualquier precio. Durante años soñaron con un futuro juntos… hasta que la ambición de Alejandro pudo más que su corazón. Cuando el éxito tocó su puerta, Alejandro traicionó todo lo que habían construido: a escondidas de Daniela, se comprometió con la hija de su jefe, la heredera de una de las familias más poderosas del país. En un abrir y cerrar de ojos, el amor de su vida se convirtió en su peor pesadilla. Pero lo que Daniela no imaginaba era que su verdadero infierno apenas comenzaba. Thomas Kan, el implacable magnate y padre de la nueva prometida de Alejandro, se fija en ella… y su deseo pronto se convierte en obsesión. Acostumbrado a tenerlo todo —dinero, respeto, poder—, Thomas no está dispuesto a aceptar un “no” como respuesta. Y Daniela, atrapada entre el amor perdido y la peligrosa atracción de un hombre capaz de todo, deberá luchar por su libertad, su dignidad y su corazón.
Leer másEl olor a salsa de tomate y albahaca llenaba el pequeño apartamento. Daniela revolvía la pasta con una sonrisa que se le escapaba entre los labios, tarareando una canción que apenas sonaba en el viejo radio de la cocina. El vapor empañaba la ventana y hacía brillar su rostro, ese rostro que siempre parecía llevar luz a donde fuera.
Era viernes por la noche, y a pesar del cansancio acumulado de la semana, había querido preparar la cena para Alejandro. No era una fecha especial, ni un aniversario, ni nada parecido… pero había algo en ella que la hacía sentir agradecida. Tenía un techo, un trabajo estable, un hombre al que amaba y que —según creía— la amaba también. El sonido de las llaves girando en la cerradura la hizo girarse con una sonrisa automática. —¡Por fin! —exclamó ella, secándose las manos con un paño de cocina—. Pensé que te ibas a quedar encerrado en la redacción. Alejandro entró con su típica expresión de cansancio. Llevaba el saco colgando de un brazo y el cabello algo despeinado, como si se hubiera pasado el día entero discutiendo con alguien. —Casi —respondió con una media sonrisa, dejando el maletín en el sofá—. Thomas quiso que revisara una propuesta antes de irme. Ya sabes cómo es… perfeccionista hasta la médula. Daniela soltó una risita suave y volvió a concentrarse en los platos. —Bueno, si te hace revisar más documentos a esa hora, deberías cobrarle doble. Él se acercó por detrás y la rodeó con los brazos, apoyando el mentón en su hombro. —¿Y perder la oportunidad de ser el empleado favorito del jefe? —susurró, con un tono divertido pero con un brillo extraño en los ojos. Daniela se giró para mirarlo. —El favorito, ¿eh? No sabía que competirías por ese puesto —bromeó. Alejandro la besó, un beso fugaz, sin el fuego de otras veces, pero lo suficientemente cálido para que ella no sospechara nada. —Vamos, siéntate —dijo ella, sirviendo la pasta en dos platos—. Hoy no se habla de trabajo. Él obedeció sin protestar. Se quitó el saco, aflojó la corbata y se dejó caer en la silla frente a ella. La vela en el centro de la mesa, la misma que Daniela encendía cada viernes, proyectaba una luz anaranjada que hacía más acogedor el espacio. —¿Te conté que Clara está organizando el aniversario de la empresa? —preguntó Daniela mientras se servía vino. Alejandro se tensó un poco. —Sí… lo escuché. Thomas quiere que sea un evento grande. Importante para la imagen del grupo. —Bueno, a mí me pone nerviosa. Todo el personal estará ahí. Imagínate, tantos directivos, socios, periodistas… —Suspiró y sonrió—. Pero bueno, si tú estás conmigo, no me preocupa nada. Alejandro levantó la mirada hacia ella. Por un instante, la ternura lo golpeó como un recuerdo antiguo. Daniela seguía igual que cuando la conoció: espontánea, auténtica, capaz de encontrar luz hasta en los lugares más grises. Y él… él ya no era el mismo. —Claro que estaré contigo —mintió con una sonrisa forzada—. No pienso dejarte sola ni un segundo. Daniela le devolvió la sonrisa sin notar la sombra que cruzaba por sus ojos. Comieron entre risas y anécdotas. Ella hablaba de su día, de lo mucho que la había hecho reír la recepcionista con su torpeza al contestar el teléfono, o de cómo una de las secretarias confundió un informe con un pedido de almuerzo. Alejandro la escuchaba, asintiendo, pero su mente estaba en otro lugar. Una llamada que había recibido esa misma tarde no dejaba de repetirse en su cabeza. La voz grave de Thomas Kan aún resonaba: “Si aceptas mi propuesta, tendrás todo lo que siempre has querido: dinero, poder y estabilidad. Pero debes saber que el compromiso con mi hija no es negociable.” No había sido una amenaza. Había sido una promesa. Y Alejandro, cegado por la ambición, ya había dicho que sí. —¿En qué piensas? —preguntó Daniela, inclinándose sobre la mesa. Él parpadeó, regresando a la realidad. —En ti, claro. —Sonrió, intentando sonar convincente—. Siempre pienso en ti, Dani. Ella lo miró con ternura, creyendo cada palabra. Se levantó, fue hasta él y le besó la frente. —No sabes cuánto te amo, Alejandro. Eres lo mejor que me ha pasado. Él tragó saliva. Por primera vez en mucho tiempo, sintió culpa. —Yo también te amo —susurró, aunque su voz se quebró apenas un poco. Después de cenar, Daniela recogió la mesa mientras él fingía revisar algo en el teléfono. En realidad, borraba los mensajes recientes con Laura Kan, la hija del empresario. Habían estado planeando el compromiso durante semanas, en secreto. —¿Todo bien? —preguntó ella desde la cocina. —Sí, solo el grupo de trabajo —mintió sin mirar atrás. Daniela lo observó de reojo. No le gustaba verlo tan distante últimamente, pero decidió no insistir. Sabía que el trabajo lo absorbía demasiado, y ella no quería convertirse en otra preocupación. Cuando terminó de lavar los platos, se acercó al sofá donde él estaba sentado y se acurrucó a su lado. —Prométeme que cuando todo esto de la empresa se calme, haremos ese viaje a la playa que tanto hemos pospuesto —dijo con ilusión—. Solo tú y yo, sin celulares, sin correos, sin Kan Group, sin nadie. Alejandro sonrió con tristeza. —Claro que sí. Lo prometo. Daniela cerró los ojos, feliz con esa respuesta. Apoyó la cabeza en su pecho, escuchando los latidos que parecían ir a destiempo. No imaginaba que en cuestión de días, ese pecho pertenecería a un hombre que ya había prometido su vida a otra. Afuera, la ciudad rugía. Las luces de los edificios se reflejaban en los cristales, como testigos mudos de una traición que aún no había sido revelada. Alejandro la abrazó, pero sus pensamientos estaban lejos… en un despacho del piso treinta y cuatro, donde Thomas Kan lo había mirado con esa frialdad que solo tienen los hombres que no conocen el amor. “Mi hija necesita a alguien con visión, no con emociones baratas. Si aceptas, te haré mi socio. Si no… ya sabes cuántos redactores hay ahí fuera deseando tu puesto.” Alejandro había sentido miedo. Y el miedo siempre había sido su debilidad. Daniela levantó la cabeza y lo miró a los ojos. —¿Seguro que estás bien? Estás muy callado. —Solo cansado, Dani. De verdad. —Le acarició el cabello—. No quiero hablar de nada más hoy. Solo quiero tenerte así, conmigo. Ella asintió, confiada, y lo abrazó con fuerza. Pero cuando ella se durmió en su pecho, él la observó durante minutos, en silencio. La suavidad de su respiración, la inocencia de su rostro. Todo en ella era real… demasiado real para el mundo que él estaba a punto de elegir. Sacó el teléfono de nuevo, dudó unos segundos, y finalmente abrió el mensaje de Thomas: "El anuncio será en el evento del aniversario. Prepárate." Alejandro lo leyó una vez más y borró el mensaje antes de apagar el móvil. Cerró los ojos, intentando engañarse con la idea de que aún tenía tiempo para decidir. Pero en el fondo lo sabía: ya no había vuelta atrás.El reloj marcaba las ocho de la mañana cuando Daniela cruzó el vestíbulo principal del Grupo Kan. El brillo metálico de los ascensores reflejaba su imagen: el cabello suelto, liso, y la blusa color marfil perfectamente planchada. Era su primer día como asistente personal del señor Kan, y aunque había dormido apenas unas horas, su expresión no lo demostraba. Respiró hondo antes de entrar al ascensor. El número 34 destelló en el panel, y con cada piso que ascendía, sentía el peso de la decisión que la había traído hasta allí. Cuando las puertas se abrieron, el aire cambió. Aquel piso era diferente: más silencioso, más elegante. Los ventanales dejaban entrar una luz suave que bañaba los escritorios de los ejecutivos, y al fondo, la puerta de cristal con el nombre Thomas E. Kan grabado en letras sobrias. —Buenos días, Daniela —la saludó María, la secretaria de planta, con una sonrisa amable pero curiosa—. El señor Kan ya está en su despacho. Le pidió que pasara en cuanto llegara.
El reloj marcaba las seis en punto cuando Daniela se detuvo frente a la puerta del despacho principal. Había recibido una llamada de la secretaria del señor Kan y quería verla ahora mismo. El letrero de metal, grabado con letras sobrias —Thomas E. Kan – Presidente Ejecutivo— brillaba bajo la luz dorada del pasillo. Su reflejo tembló apenas sobre la superficie, igual que las manos de ella. Llevaba el cabello recogido en un moño impecable, la blusa blanca perfectamente abotonada y la falda lápiz ajustada que solía usar en reuniones importantes. Aun así, sentía que ninguna prenda podía protegerla del tipo de tensión que emanaba desde el otro lado de esa puerta. Respiró hondo y tocó suavemente. —Adelante —respondió la voz grave y firme de Thomas. Entró. El despacho era amplio, con ventanales que ofrecían una vista panorámica de la ciudad al anochecer. Las luces comenzaban a encenderse allá abajo, como un enjambre de estrellas artificiales. Thomas estaba de pie frente a la ven
Los días que siguieron al compromiso de Alejandro fueron una larga agonía silenciosa para Daniela. No hubo lágrimas en público, ni escenas dramáticas, solo una calma forzada que dolía más que cualquier llanto. Había empacado sus cosas del apartamento que compartían: las tazas del desayuno, las fotos que colgaban en el pasillo, la manta que él decía que olía a ella. Todo lo metió en cajas pequeñas, sin mirar atrás, con las manos temblorosas pero decididas. Esa misma noche regresó a casa de sus padres. Su madre, al verla llegar con los ojos rojos y la voz quebrada, no hizo preguntas. Solo la abrazó fuerte, en silencio, como quien sabe que hay dolores que las palabras no pueden consolar. Ahora, de nuevo, los días comenzaban temprano. Despertaba antes del amanecer, tomaba el autobús con el cabello aún húmedo y llegaba al edificio Kan con una puntualidad impecable, casi mecánica. Se había prometido no volver a mezclar su vida personal con el trabajo, aunque cada rincón de esa empresa le
El día del evento amaneció con un aire distinto. Desde muy temprano, la empresa Kan Group estaba envuelta en una atmósfera de celebración contenida. Las secretarias corrían de un lado a otro, las decoradoras ajustaban los últimos arreglos florales, y en el centro del amplio salón de conferencias relucía el emblema dorado del grupo empresarial. Todo debía ser perfecto. Era un día “importante”, decían. Daniela caminó por el pasillo con su carpeta de siempre abrazada al pecho, intentando ignorar las voces, las risas, las cámaras que ya empezaban a instalarse. Había pasado tres días sin dirigirle una palabra a Alejandro, aunque trabajaban en el mismo edificio. Lo evitaba como si cada mirada pudiera partirla en dos. Dormía poco, comía apenas, y las lágrimas que juró no volver a derramar seguían apareciendo cada noche, tercas, como heridas sin cerrar. Aun así, esa mañana, se obligó a lucir impecable. Su blusa blanca estaba perfectamente planchada, la falda lápiz se ceñía a su figura y el
El reloj marcaba las cuatro de la tarde cuando Daniela caminó por el pasillo del departamento de comunicación. Su corazón latía con fuerza, no por nervios, sino por pura rabia contenida. No había ido a comer, no había podido pensar en otra cosa desde que vio el anillo en la mano de Laura. Cada paso que daba resonaba sobre el piso pulido, como si el eco quisiera anunciar su llegada. Los empleados la saludaban al pasar, pero ella apenas los veía. Solo tenía un destino: la oficina de Alejandro Ortega, el hombre que la había engañado sin temblar, el hombre que le había prometido un futuro mientras construía otro con alguien más. La puerta estaba entreabierta. Dentro, él revisaba unos documentos con la concentración tranquila de quien no sospecha nada. Su camisa blanca estaba arremangada, el cabello ligeramente despeinado, y el rostro… ese rostro que ella había besado tantas veces, seguía siendo el mismo. Hasta que lo vio levantar la vista. —Dani… —sonrió al reconocerla, dejando los p
El reloj marcaba las ocho y cuarenta y cinco cuando Daniela entró al edificio del Grupo Kan. Llevaba en una mano su bolso beige y en la otra una carpeta con los informes que había terminado la noche anterior, mientras el olor del café recién comprado aún flotaba entre sus dedos. El vestíbulo, con su suelo de mármol pulido y las luces frías del techo, reflejaba la solemnidad que siempre la intimidaba un poco. Saludó al guardia de seguridad con su amabilidad habitual, pasó su tarjeta por el torniquete y esperó el ascensor. Su reflejo en las puertas metálicas le devolvió una imagen que no terminaba de gustarle: ojeras leves, labios sin color, cabello recogido con prisa. “Nada que un poco de lápiz labial no arregle”, pensó, mientras se aplicaba uno color coral con la destreza de quien lo hace todos los días. Cuando el ascensor llegó al piso treinta y dos, el corazón le dio ese pequeño salto de emoción rutinaria. Aquel era su espacio. Su segundo hogar. Llevaba tres años trabajando allí c
Último capítulo