Mundo de ficçãoIniciar sessãoAlexandra murió como Emperatriz, traicionada por el hombre al que amó y por el pueblo al que gobernó. Su última visión fue la espada que segó su vida… y su último pensamiento: venganza. Pero la muerte no fue su final. Renació en un mundo moderno, en el cuerpo de la Primera Dama de un país convulsionado, donde el poder se oculta tras trajes elegantes, micrófonos y sonrisas hipócritas. Ahora debe aprender a sobrevivir entre nuevas armas: la tecnología, la política y la prensa. Con la memoria intacta de su vida pasada, Camila comprende que nada ha cambiado en esencia: el poder sigue siendo un juego de influencias, alianzas y traiciones. Y en ese juego, ella siempre supo ganar. Entre un esposo que oculta más de un secreto, amantes que se creen intocables, y una suegra dispuesta a desafiarla bajo su propio techo, Camila descubre que no hay corte más peligrosa que la moderna. Pero ella ya no es la mujer sumisa que cayó por las escaleras. Es una emperatriz en tacones, dispuesta a usar cada sonrisa, cada palabra y cada mirada como armas. Porque la traición no muere… solo se reinventa.
Ler maisPOV - ALEXANDRA
—¿Sus últimas palabras, Emperatriz Alexandra de Zafir?
—Los espero en el infierno.
No me tembló la voz. Si hubiera podido, los habría matado otra vez: al traidor que me engaño, al amante que intento envenenarme y le di de su propio veneno y al pueblo que celebró mi ejecución como si fuera justicia. Morí de pie, con la corona invisible y barbilla en alto. Emperatriz hasta el último aliento.
El verdugo no dudó. La espada cayó. Y mi mundo se apagó.
Oscuridad.
Silencio.
Después, una voz que no era humana ni divina, solo inevitable.
—Aparentas ser una villana…
—¿Quién habla?
—Corazón duro. Inteligente. Justo lo que necesito.
—¿Qué clase de castigo es este?
—No es castigo. Es una oportunidad.
—¿Oportunidad? ¿Para qué?
—Aprovecha tu segunda vida.
¿Segunda vida? Sonreí en la nada. Al parecer el infierno ahora reclutaba almas perdidas.
Una luz blanca me golpeó los ojos. No era el sol ni las antorchas del templo.
¿Dónde estaba? ¿El más allá? ¿Un castigo? ¿Una broma?
Moví los dedos, sentí dolor. Tosí un poco y mi pecho era distinto. Más lleno. Más pesado. Me incorporé, como si mi alma aún no supiera que tenía otro cuerpo. La tela era suave pero corriente. Me cubría una bata extraña, sin bordados ni identidad.
Miré alrededor: paredes lisas, una cama sin dosel, objetos brillantes que parecían de metal pulido, un espejo al fondo me devolvió una imagen que no era la mía, una mujer de piel más oscura que la que conocía, ojos grandes, cabello lizo, expresión confusa… pero sin cicatriz bajo el cuello.
¿Esto es una segunda oportunidad? ¿O una trampa mejor disfrazada?
Antes de que pudiera procesarlo, la puerta se abrió de golpe. Una joven pelirroja entró con pasos rápidos y mirada altiva. Vestía como cortesana de burdel caro, aunque probablemente creyera que era elegante.
—¡Oh! ¡Por fin! La señora del presidente ha despertado —dijo con teatralidad venenosa—. Te ves… mejor de lo que pensé. Es una lástima que no quedaste como vegetal.
Me quedé en silencio. Analizando. Midiendo sus intenciones.
Ella no venía a cuidarme. Venía a disfrutar el espectáculo.
—¿Quién eres? —pregunté, afilada.
—Ángela. Asistente personal de tu esposo. Y de ti, por supuesto —añadió, como si se acordara recién—. Aunque no sé si recuerdas quién eres todavía. ¿O aún estás confundida?
Me acomodé en la cama, sin perderle la mirada. Una serpiente disfrazada de ayudante.
Tenía el descaro en la lengua y el veneno en los ojos.
—Dime algo, Ángela. ¿Siempre entras a los aposentos sin permiso o es que nadie te ha enseñado cuál es tu lugar?
Su sonrisa se tensó.
—Lo decía por ayudarte… estás un poco desorientada, ¿no?
—No tanto como tú si crees que puedes hablarme así dos veces.
Se acercó al buró, alzó una taza.
—Te traje té de jengibre. Dicen que ayuda a recuperar la memoria. Aunque… no sé si eso es lo que quieres.
Sus insinuaciones apestaban a que se acostaba con mi supuesto esposo.
—Déjalo ahí. Y cierra bien al salir.
Ángela se retiró como entró: provocando. Pero esta vez, su paso era menos firme.
Mi instinto imperial aún funcionaba. Incluso si mi cuerpo no era el mismo, las zorras están en todos lados y yo sabía muy bien como identificarlas. Poco después, una mujer mayor entró con pasos más tranquilos y mirada tierna.
—Señora Camila, qué alivio verla despierta. Soy la encargada del servicio doméstico. ¿Recuerda algo?
—¿Camila? —repetí, saboreando el nombre.
Así me llamaban ahora.
—Lamento decirlo, pero no recuerdo nada. Ni de usted ni de mí.
Mentí. No recordaba a Camila, pero recordaba todo lo demás. A mí. Mi muerte. Mi imperio y a mis enemigos.
—Ha estado inconsciente por cinco días. Fue un accidente… cayó por las escaleras. El presidente estuvo muy preocupado. Aunque… ha tenido que seguir con sus compromisos, claro.
—¿Accidente? Repetí tratando de recordar algo.
—Se dijo que fue un mareo. Usted había discutido con él esa noche… pero ya sabe cómo son los rumores.
No, no sabía. No en este mundo. Pero sí reconocía una traición cuando la olía.
Y esta… apestaba.
—¿Cuál es su nombre?
—Me dicen Amelia, señora.
Asentí. Esta mujer sí sabía lo que era el respeto.
—Necesito ropa. Algo que me quede. No pienso seguir luciendo como una enferma.
Amelia dudó.
—Los vestidos que tiene son… sueltos. Cómodos. Usted los elegía así.
—Hoy elegiré algo distinto. Tráigame color, corte, presencia. Lo que no cumpla, sáquelo de mi vista.
Asintió con una inclinación mínima. Me ayudó a incorporarme, cuando entramos al baño, aprendí que el agua ya no se hierve en calderos. Que los jabones vienen en botellas con letras extrañas. Que el baño se hace en cuartos cerrados y el espejo puede reflejar hasta los malos pensamientos. Cada cosa era una guerra. Pero yo ya había sobrevivido a palacios infestados de víboras. Podía con esto.
Cuando me vestí, noté que nada me quedaba como debía, al parecer Camila había escondido su figura entre vestido anchos, pero seguía siendo Alexandra y yo no me oculto, yo domino.
—Dile a la costurera que venga, esto necesita ajustes.
—Señora son vestidos de diseñador exclusivos, tendría que enviarlos a la tienda para que los modifique.
Suspire, tendría que resistir esta ropa por ahora.
—Quiero salir —dije.
—¿Ahora?
—Ahora. Quiero ver el mundo al que me arrojaron. Y quiero verlo a mi modo.
Amelia solo asintió. Le costó, pero lo hizo. Mientras bajaba por las escaleras de mármol blanco, dos hombres en traje se giraron con sorpresa.
—La primera dama… está de pie.
Sí, caballeros. Y nunca más volverá a caer.
Han pasado veinte años desde que maté a Eros en aquel bosque abrasado, un acto que marcó el fin de una guerra y el comienzo de nuestro reinado. Desde el balcón del palacio de Zafir, con sus torres negras ahora cubiertas de enredaderas verdes que trepan como venas vivas, observo un imperio que respira paz. La ciudad abajo bulle con vida: los mercados rebosan de especias, telas de colores brillantes y el tintineo de monedas, el aire cargado de aromas a pan recién horneado, cuero curtido y humo dulce de las forjas.Los campos, que una vez conocieron el fuego, ahora producen cosechas abundantes, gracias a los canales que Carlos y yo diseñamos, inspirados en recuerdos de un mundo antiguo con máquinas y agua domada. La medicina que trajimos de nuestras mentes modernas—ungüentos para heridas, infusiones para fiebres, hospitales en cada rincón del imperio—ha salvado miles de vidas. Los aldeanos me llaman "la emperatriz de la vida", pero sé que cada logro lleva el amor que Carlos y yo vertimos
Han pasado dos meses desde que di a luz a Ethan, Liam y Noah, y el palacio de Zafir se siente más vivo que nunca. Esta mañana, con el sol calentando el jardín y el aire oliendo a hierba fresca y jazmín, saqué a los trillizos a tomar el sol por primera vez desde mi cuarentena. Los coloqué en una manta suave bajo un roble, sus cunas portátiles a un lado, sus respiraciones tranquilas mientras dormían. Ethan, con su cabello negro, se removía un poco; Liam, de ojos azules, tenía un puño cerrado; Noah, mi pequeño rubio, parecía soñar, su rostro sereno. Los miraba, mi corazón hinchado de amor, un amor tan grande que apenas cabía en mi pecho. Desde un extremo del jardín, las risas de Lila y Mara llenaban el aire, sus trenzas castañas rebotando mientras corrían, perseguidas por Carlos. Él, con su túnica negra desabotonada, fingía tropezar para dejarlas ganar, sus carcajadas profundas uniéndose a las de ellas. Verlo así, libre y feliz, hacía que mi alma se sintiera completa.Sentada en la manta
El palacio de Zafir bullía con una energía renovada al amanecer, el sol filtrándose por las ventanas altas del dormitorio imperial, proyectando rayos dorados sobre las cunas de madera tallada. Alexandra despertó con el llanto suave de uno de los bebés, su cuerpo aún dolorido por el parto, las sábanas pegadas a su piel por el sudor nocturno. Se incorporó despacio, el aire oliendo a leche tibia y pañales frescos, y miró las tres cunas alineadas junto a la cama. Carlos, a su lado, abrió los ojos, su rostro cansado pero iluminado por una sonrisa inmediata. "Ya voy yo", murmuró, levantándose con cuidado. Tomó al bebé que lloraba, el de cabello negro y ojos cafés, acunándolo contra su pecho. "Shh, Ethan, papá está aquí", dijo, su voz baja y cálida, meciéndolo hasta que el llanto se convirtió en gorgoteos. Alexandra sonrió, el corazón hinchado de amor, viendo cómo Carlos manejaba al pequeño con una ternura que la derretía. Ethan era el primero en nacer, el más pequeño, pero con un llanto fue
La barriga de Alexandra crecía cada día, redonda y pesada bajo sus túnicas, un recordatorio constante de la vida que llevaba dentro. Sentía las patadas, pequeños golpes que la hacían sonreír, aunque a veces, por su fuerza, se preguntaba si serían más de uno. En su cama, rodeada de mantas tejidas y el aroma a lavanda de las sábanas, se aferraba a la serenidad, al amor de Carlos y a las risas de Lila y Mara. Las gemelas, con sus vestidos de lino y trenzas castañas, trepaban a su lado, tocando su vientre con asombro. "¿Ya viene el bebé, mamá?", preguntaba Lila, sus ojos grandes. Alexandra reía, acariciando sus mejillas. "Pronto, pequeña." Carlos, siempre cerca, le traía infusiones para las fiebres o frutas para sus antojos, sus manos firmes sosteniendo las suyas. El palacio, con sus paredes de mármol y jardines fragantes, era un refugio de paz, aunque las fiebres de Alexandra la mantenían en reposo, tejiendo mantas de lana azul, blanca y rosa, soñando con el hijo que pronto conocería.Un
El palacio de Zafir, con sus torres negras brillando bajo el sol de otoño, vibraba con una energía nueva. Alexandra, aún emocionada por la noticia de su embarazo, sentía el corazón ligero, la promesa de la diosa resonando en su mente. Cada mañana, despertaba con una mano en su vientre, el calor de la vida creciendo dentro de ella.La rutina familiar seguía llenándola de alegría: levantarse al alba, el aire fresco colándose por las ventanas, y entrar en la habitación de Lila y Mara. Las gemelas, con sus trenzas castañas deshechas por el sueño, reían mientras Alexandra las ayudaba a ponerse vestidos de lino azul o rosa, cepillando su cabello con suavidad. Luego, los cuatro desayunaban en el jardín, bajo un roble frondoso, el aroma a pan caliente y miel mezclándose con el rocío. Carlos, con su túnica negra, hacía muecas para arrancar risas a las niñas, mientras Alexandra, en una túnica verde, observaba, su sonrisa ocultando los mareos matutinos que comenzaban a aparecer.El tiempo volaba
El palacio de Zafir despertaba cada mañana con el canto de los pájaros y el aroma a pan fresco que se colaba desde las cocinas. Alexandra, en su nueva faceta como madre, encontraba una alegría que opacaba las habladurías de los nobles. Las murmuraciones de la corte, los susurros sobre las gemelas campesinas, se desvanecían ante la risa de Lila y Mara. Cada día, Alexandra se levantaba al alba, el cielo aún gris, y entraba en la habitación de las niñas, donde las camas con doseles blancos crujían bajo sus movimientos inquietos. Las despertaba con besos suaves, ayudándolas a ponerse vestidos de lino color lavanda o azul, cepillando sus trenzas castañas mientras ellas parloteaban sobre sueños de dragones y flores. Luego, los cuatro—Alexandra, Carlos, Lila y Mara—desayunaban en el jardín, bajo un roble que proyectaba sombras frescas. La mesa rebosaba de frutas, quesos y leche tibia, el aire oliendo a hierba húmeda y miel. Las niñas reían a carcajadas cuando Carlos fingía robarles un trozo
Último capítulo