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Capítulo 5 – Zorra Rostizada.

POV: Camila

 Al salir del baño vi a Carlos en el borde de la cama, con el teléfono en la mano, los codos en las piernas y la mirada distante. Cuando me notó, levantó la vista con una expresión extraña que mezclaba desconfianza y temor.

—¿Qué hiciste con Ángela? —inquirió de forma directa, con una voz tensa.

Me quedé quieta frente a él, acomodando lentamente un mechón de pelo detrás de mi oído.

—Nada —respondí tranquilamente—. ¿Te molestaría si realmente hubiera hecho algo con tu amante?

Su mandíbula se puso rígida.

—Camila, conoce tus límites, estas pasando una línea sin retorno y no me agrada tu comportamiento.

Me incliné más cerca, fijando mis ojos en los suyos.

—No me importa si te gusta mi comportamiento o no. Solo quiero advertirte de algo: esta noche no podrás seguir jugando con tu zorra.

Sus cejas se arrugaron.

—¿Qué estás insinuando?

Dejé escapar una sonrisa, lenta y llena de veneno.

—Hice zorra rostizada.

Él parpadeó, sorprendido.

—No comprendo…

—Es simple. —Me volteé y di unos pasos hacia el espejo, disfrutando de la tensión—. Sin querer, un secador encendido se me cayó en la tina. ¿Lo puedes creer? —Lo miré a través del reflejo—. Pero como tú manejas tan bien los accidentes, supongo que esto no te resultará difícil de ocultar.

Su cara se puso pálida.

—Tú… no…

—Oh, Carlos. —Solté una risa fría—. Estoy emocionada por conocer a tu próxima amante. Todavía tengo novecientas noventa y nueve formas más que probar.

Se levantó de repente, con los ojos muy abiertos.

—¿Estás loca?

Me acerqué despacio, casi tocando su hombro al pasar.

—Buenas noches, querido. Que tengas sueños dulces.

Lo dejé ahí, paralizado. Cerré la puerta de la habitación y, segundos después, escuché el estruendo de sus pasos apresurados hacia el baño. No me preocupó. Esa noche dormí maravillosamente.

*

*

A la mañana siguiente, los pasillos se sentían diferentes. El aire estaba lleno de un murmullo imperceptible: miedo, rumores, tal vez respeto. No lo sabía. Pero me gustaba.

Amelia fue la única que tuvo el valor para acercarse.

—¿Se enteró, señora?

Levanté la mirada de mi café.

—¿De qué?

—Encontraron muerta a Ángela. —Bajó la voz—. Al parecer… se electrocutó en la tina.

Me recosté en la silla, sin inmutarme.

—No me interesa. ¿Tienes mi agenda del día?

Ella dudó, como si esperara un comentario más. Pero al ver mi expresión, asintió rápidamente.

—Sí, señora.

Esa mañana fui a un refugio temporal.

El olor a barro, humedad y sudor me golpeó en cuanto bajé del auto. El lugar estaba lleno de colchones viejos, ropa mojada y cuerpos cansados. No obstante, en medio de ese desorden, los niños correteaban entre charcos de agua sucia como si estuvieran en un palacio.

Repartí paquetes de comida. Acaricié cabezas enredadas, escuché risas de esperanza. Hubo un momento en que olvidé el frío mármol de la mansión y recordé que incluso un pequeño acto podría transformar la vida de alguien. "Eso también es tener poder", pensé mientras una niña con las rodillas raspadas me abrazaba sin pedirme permiso.

Al volver a la mansión, el ambiente había cambiado. Amelia me recibió en la entrada, con una expresión tensa.

—Señora… hay visitantes.

—¿Visitantes?

—Sí. La señora Marta… su suegra. Y… una acompañante.

Levanté una ceja. No recordaba haber dado permiso para esto. Crucé el vestíbulo y ahí estaban: una mujer mayor, con rasgos severos, el cabello recogido con rigidez y mirada afilada; y junto a ella, una joven de rostro angelical, con un vestido claro y una tímida sonrisa. Su inocencia era tan perfecta que resultaba sospechosa.

Me detuve frente a ellas, erguida, con el eco de mis tacones resonando en el mármol.

—Buenas tardes —dije, con un tono neutral pero cortante—. ¿Puedo ayudarles?

La mayor dio un paso adelante, con una actitud de superioridad que casi era graciosa.

—Camila. Me dijeron que habías perdido la memoria. Pero por lo que veo… has quedado más tonta que antes.

Sonreí lentamente, como si observase a un insecto antes de aplastarlo.

—Señora, le pido respeto. No me importará su edad.

—Soy tu suegra, tú me debes respeto.

—No fui informada de su llegada.

—No necesito avisar de mi llegada —respondió, alzando la cabeza como si siguiera siendo dueña de algo.

Suspiré.

—Estoy intentando comportarme, pero la gente no ayuda. —Me dirigí a Amelia—. Que las señoras se ubiquen en una habitación. Voy a descansar.

La mujer mayor chasqueó la lengua.

—Espera, Camila.

Me giré lentamente, ya con la paciencia agotada.

—Quiero quedarme en el piso principal —anunció.

—Sabe que aquí solo hay dos habitaciones: la de su hijo y la mía.

—Entonces quédate en otro lugar. —Se cruzó de brazos—. Me gusta estar cerca de mi hijo.

Me acerqué con calma, permitiendo que el sonido de mis tacones llenara el silencio.

—Entonces dígale a su hijo que se mude. Porque no le voy a dar la mía.

Me di la vuelta, ignorando las protestas indignadas que brotaron de su boca.

Detrás de ella, la joven me miraba en silencio. Sus manos entrelazadas, pero sus ojos brillaban con astucia. No podía engañarme. Conocía esas miradas; las había visto miles de veces en mi vida anterior. Quienes parecen dulces son siempre las más peligrosas.

Comencé a subir las escaleras sin mirar atrás, dejando que los gritos de mi suegra resonaran tras de mí. “Que continúe ladrando”, reflexioné. “Si me irrita demasiado… siempre tengo la opción de cambiar de la zorra asada a la suegra intoxicada. Aún me quedan novecientas noventa y nueve maneras.”

Toda la mansión parecía estar en suspenso. Nadie se atrevía a interponerse en mi camino.  No se pronunció ni una sola palabra mientras ascendía las escaleras, erguida, consciente de que cada mirada fija en mí comprendía lo mismo: que la Camila obediente ya no existía.

Yo la emperatriz… había regresado.

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