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Capítulo 2 – Tecnología y traidores.

POV: Alexandra

El eco de mis pasos bajando las escaleras fue lo único que se escuchó en ese mausoleo disfrazado de casa presidencial. Apenas mi pie tocó el último escalón, un hombre vestido de negro, con oreja alámbrica y mirada opaca, se paró frente a mí.

—Primera dama, el vehículo está listo.

¿Vehículo? Quise corregirlo: "carroza", pero me contuve. No era mi imperio. Aún no.

—Perfecto. —Le ofrecí una sonrisa breve—. Y tú… ¿tienes nombre o solo una función?

—Rodríguez, señora.

—Qué decepción. Los nombres solían tener nombres más elegantes.

Rodríguez no supo si reír o disculparse. Lo ignoré.

Amelia ya me esperaba junto al auto, un artefacto brillante como una joya rodante, más bajo que los carruajes reales y sin caballos. Me ayudó a subir como si fuera una anciana. No la culpé. En este cuerpo, aún no dominaba los tacones.

—¿A dónde vamos exactamente? —le pregunté mientras cerraban la puerta.

—A un centro comercial, señora. Allá podrá elegir ropa, zapatos y… bueno, todo lo que guste.

—¿Y es un sitio digno?

—Lo más exclusivo de la ciudad. Tienen aire acondicionado y todo digitalizado.

Asentí con dignidad, aunque internamente sentía que me estaban llevando al circo de los horrores.

**

El “centro comercial” resultó ser como un templo de vidrio, acero y luces brillantes donde el dios era el consumo.

—¿Todo esto es para comprar ropa? —pregunté bajando con cuidado del auto.

—Y más. Comida, celulares, tecnología, perfumes…

Tecnología.

Un escalofrío me recorrió. Si quería sobrevivir —y dominar— este nuevo mundo, tendría que aprender sus armas.

La entrada automática se abrió sola. Me detuve en seco.

—¿Quién hizo eso?

—Es un sensor, señora. Lo detecta.

—¿Me espía?

—No, no… —Amelia soltó una risa—. Solo le da la bienvenida.

Un palacio sin guardias, pero con puertas que te huelen. Fascinante.

Dentro, los estantes exhibían prendas como trofeos. Las luces hacían que todo brillara como oro falso. Las mujeres que veía usaban ropa mínima y caminaban como si fueran a una ejecución o a un desfile de festival, no estaba segura.

Entramos a una tienda.

—¿En qué puedo ayudarle, señora? —dijo una joven con pestañas tan largas como alas de mariposa.

—Necesito ropa. No algo que parezca una funda de almohada elegante, ni tela de telaraña con lentejuelas. Quiero algo que grite poder.

La dependienta pestañeó, confusa.

—¿Tal vez... un conjunto de ejecutiva moderna? Dijo Amelia sonriendo.

—Sí, pero que parezca que puedo ordenar una decapitación en una reunión de consejo.

Amelia contuvo la risa.

Después de varios cambios, elegí un traje blanco estructurado con corte recto, unos tacones que me elevaron a mi estatura natural, y unos lentes oscuros que hacían que cualquiera pensara dos veces antes de mirarme.

Cuando salí del probador, Amelia murmuró:

—Ahora sí parece una emperatriz. Perdón, primera dama.

—La diferencia es mínima, solo que ahora tengo Wifi.

**

La siguiente parada fue en una tienda de tecnología. Teléfonos, relojes que hablaban, pantallas que tocabas como pergaminos luminosos… Todo parecía sacado de una profecía.

—Este es el último modelo de smartphone —dijo el vendedor, entregándome un artefacto negro y frío.

—¿Y para qué sirve?

—Es su agenda, cámara, comunicación, banco, guía, reloj, GPS, acceso a redes…

—¿Y también cocina?

—No… todavía.

Lo tomé entre los dedos, estudiándolo como un oráculo.

—Enséñame a usarlo —le ordené a Amelia.

Durante una hora, me enseñó a desbloquearlo con mi rostro, abrir aplicaciones, buscar cosas en internet y leer mensajes. Cada toque me habría puertas invisibles. Era poder comprimido en mi palma, con esto en el imperio habría hecho cosas maravillosas.

Cuando salimos, me sentía más ligera. Más preparada.

—Ahora sí —le dije a Amelia mientras volvíamos al auto—, llévame con mi esposo. Creo que ya es hora de conversar.

**

En el camino de regreso Amelia me enseño como ver videos para que aprendiera cosas de esta época, tutoriales dijo que se llamaban, y fue una bendición, puede aprender mucho en una hora y lo usaría a mi favor, nada me garantiza que vuelvan intentar matarme, pues parece que Camila dormía al igual que yo con el enemigo.

La mansión presidencial parecía más fría que por la mañana. Como si la hubiera invadido un silencio incómodo. El presidente —mi esposo, según esta vida— estaba en su despacho. Lo encontré recostado en su sillón, con la chaqueta desabotonada y una copa de whisky en la mano.

—Vaya —dijo al verme—. Te ves… diferente.

—Ahora lo soy.

Él alzó una ceja.

—¿Saliste sin avisar?

—¿Te molesta?

—No, solo me sorprende. Después del accidente, pensé que estarías más... frágil.

Accidente.

Lo observé fijamente. Cada músculo de su rostro, cada tic en su ceja, cada movimiento de su mano.

—Recuérdame —dije en voz baja—. ¿Cómo fue que caí por las escaleras?

Él titubeó.

—Tú... te mareaste. Dijiste que te dolía la cabeza. Estabas estresada.

—¿Y nadie vio nada? ¿Ningún testigo en esta mansión tan grande y llena de guardias?

—No, justo esa noche hubo un fallo eléctrico. Fue una desgracia.

Lo dijo muy rápido.

—Qué conveniente. —Me acerqué. Lo vi tragar saliva.

—¿Camila… estás bien?

Camila. No. Ya no.

—Estoy despierta —le dije—. Y aunque no lo parezca, tengo memoria.

No de esta vida. Pensé, pero sí del tipo de hombre que pone vino en la copa y veneno en la sonrisa. Yo era una emperatriz, que mato a su emperador junto a su amante. Así que un presidente no será un reto.

Él dejó la copa sobre la mesa, con un golpe seco.

—No sé qué estás insinuando.

—No insinúo. Observo. Y me preparo.

Me di media vuelta, rumbo a la puerta.

—Por cierto —dije sin mirarlo—, contraté a un experto en seguridad. Revisará las cámaras del día del accidente.

—¿Tú hiciste qué?

—Sí, querido. No soy la misma mujer que callaba. Y si estás nervioso… será por algo.

Salí del despacho sin esperar respuesta.

El juego había comenzado y en esta segunda oportunidad saldría victoriosa.

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