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EPÍLOGO — UN IMPERIO PARA NUESTROS HIJOS.

Han pasado veinte años desde que maté a Eros en aquel bosque abrasado, un acto que marcó el fin de una guerra y el comienzo de nuestro reinado. Desde el balcón del palacio de Zafir, con sus torres negras ahora cubiertas de enredaderas verdes que trepan como venas vivas, observo un imperio que respira paz. La ciudad abajo bulle con vida: los mercados rebosan de especias, telas de colores brillantes y el tintineo de monedas, el aire cargado de aromas a pan recién horneado, cuero curtido y humo dulce de las forjas.

Los campos, que una vez conocieron el fuego, ahora producen cosechas abundantes, gracias a los canales que Carlos y yo diseñamos, inspirados en recuerdos de un mundo antiguo con máquinas y agua domada. La medicina que trajimos de nuestras mentes modernas—ungüentos para heridas, infusiones para fiebres, hospitales en cada rincón del imperio—ha salvado miles de vidas. Los aldeanos me llaman "la emperatriz de la vida", pero sé que cada logro lleva el amor que Carlos y yo vertimos
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