El palacio de Zafir despertaba cada mañana con el canto de los pájaros y el aroma a pan fresco que se colaba desde las cocinas. Alexandra, en su nueva faceta como madre, encontraba una alegría que opacaba las habladurías de los nobles. Las murmuraciones de la corte, los susurros sobre las gemelas campesinas, se desvanecían ante la risa de Lila y Mara. Cada día, Alexandra se levantaba al alba, el cielo aún gris, y entraba en la habitación de las niñas, donde las camas con doseles blancos crujían bajo sus movimientos inquietos. Las despertaba con besos suaves, ayudándolas a ponerse vestidos de lino color lavanda o azul, cepillando sus trenzas castañas mientras ellas parloteaban sobre sueños de dragones y flores. Luego, los cuatro—Alexandra, Carlos, Lila y Mara—desayunaban en el jardín, bajo un roble que proyectaba sombras frescas. La mesa rebosaba de frutas, quesos y leche tibia, el aire oliendo a hierba húmeda y miel. Las niñas reían a carcajadas cuando Carlos fingía robarles un trozo