Inicio / Romance / DE EMPERATRIZ A PRIMERA DAMA / Capítulo 4 – Un Imperio No Olvida.
Capítulo 4 – Un Imperio No Olvida.

POV: Camila

Flashback

Me paseaba emocionada por los corredores del palacio, agarrando la parte inferior de mi vestido preferido. Mi corazón latía con fuerza: iba a ver a mi esposo, el emperador. Aún mantenía la esperanza de que detrás de su rudeza pudiera haber algo de amor. Abrí con cuidado la puerta de sus habitaciones… y me detuve en seco.

Su voz. Grave. Familiar. Acompañada de otra voz femenina, dulce, que reía con complicidad.

—Será durante la cena —dijo él, sin saber que yo lo oía—. Nadie sospechará. El vino estará mezclado.

—¿Y si lo percibe? —preguntó la concubina.

—No lo hará. Confía demasiado en mí.

Mi sangre se volvió fría.

Planeaban asesinarme. Mi propio esposo. Mi emperador.

No lloré. No grité. Me quedé allí, recordando lo que no debía olvidar: en el juego del poder, incluso tu almohada puede convertirse en un arma.

Llegó la cena.  Me ofrecieron dos copas. Mi mano no tembló al intercambiarlas.

Lo vi beber. La concubina también. Y mientras ellos se debatían en el suelo, envenenados por su ambición, me levanté con calma digna de un imperio.

“Nunca más vuelvan a subestimarme”, pensé antes de darles la espalda.

Desperté respirando con dificultad. La oscuridad de la habitación me hizo recordar que ya no estaba en Zafir. Ahora estaba en un nuevo lugar, rodeada de máquinas que hablaban, con mujeres que caminaban casi desnudas por las calles sin ningún tipo de vergüenza ni miedo. Aún me sorprendía ver cómo la audacia se había convertido en tendencia.

Suspiré. Aquí las batallas se libraban con discursos, entrevistas y sonrisas falsas. Pero en el fondo, era lo mismo: un imperio con un nuevo disfraz.

Muy temprano, Amelia llegó con su habitual puntualidad.

—Todo está preparado para la recaudación de fondos, señora.

Asentí. Ese desayuno reunía a las mujeres más poderosas del país. Políticas, empresarias, herederas de grandes fortunas. En Zafir lo habría llamado consejo de damas. Aquí tenía otro nombre, pero era lo mismo: poder vestido de seda. Me preparé para la batalla. Cabello suelto, vestido blanco impecable, tacones a juego. La elegancia del diseño decía sofisticación; la firmeza de mi caminar, con autoridad.

Al cruzar las puertas del salón, todas las miradas se posaron en mí. El murmullo cesó. Me saludaban con sonrisas, besos al aire y cumplidos vacíos. Yo respondía con gestos calculados, consciente de que cada inclinación de cabeza era un movimiento en el tablero.

Entre las asistentes, dos mujeres destacaban no por sus joyas, sino por sus miradas. Me observaban con desaprobación, casi con odio. Sonreí para mis adentros: podía percibir la envidia desde lejos.

Y ahí estaba Ángela, como siempre, envolviendo el ambiente con su perfume dulce y su vestido atrevido. Esperaba su ataque, y no tardó en llegar.

—Primera Dama —exclamó en voz alta, asegurándose de ser escuchada—. Qué sorpresa verte tan… diferente. No me malinterpretes, antes te veías más como abuela.

Las risas ahogadas de un par de mujeres confirmaron su intención.

Me giré lentamente hacia ella, levantando una ceja levemente.

—Ángela, querida. Qué amable de tu parte, pero vestía con decencia y decoro, pero por supuesto, que no sabes qué es eso, tu experiencia es en la cama del presidente.

Un murmullo de diversión recorrió la mesa. La sonrisa de Ángela se volvió tensa.

—Debo ser mejor que usted, para me acepte en su cama y a usted ni la mire.

—Tienes razón. —Me incliné un poco hacia adelante, con un tono suave pero afilado—Y si soy yo la que no lo quiere cerca y por eso se conforma con cualquier cosa.

Las risitas silenciosas de las invitadas hicieron claro quién había ganado. Ángela se hundió en su asiento, masticando su propia amargura.

El resto del desayuno fue fluido y tranquilo. Presenté mi idea, hablé sobre la tragedia de las inundaciones y de la necesidad de actuar. Cada palabra mezclaba el porte de una emperatriz y el lenguaje contemporáneo de una primera dama. Cuando terminé, logré lo que parecía imposible: no solo recaudamos una cantidad récord, también atraje la atención de los medios que deseaban entrevistarme en ese instante.

Sonreí a las cámaras, pedí unidad, animé a donar. No mencioné política, hablé de humanidad. Un arma mucho más poderosa. Cuando las luces se apagaron, las sonrisas cambiaron de matiz. Algunas mujeres aplaudieron; otras me miraron con resentimiento reprimido. El monstruo de la envidia había despertado. Una mujer mayor se acercó. Tenía la autoridad de quien dirige y la elegancia de quien no necesita demostrar nada.

—Te ves muy bien, Primera Dama —me dijo, estrechándole la mano—. El cambio te queda fenomenal. Ahora sí tenemos una primera dama.

Le mantuve la mirada.

—Siempre la tuvieron. Solo que antes prefería permanecer en silencio.

Ella sonrió con complicidad y se fue.

De regreso a mis habitaciones, intenté descansar. Pero el sonido del teléfono rompió mi tranquilidad. Un mensaje.

De Ángela.

“Tu esposo quiere verte. Dirígete a la habitación principal. Necesitamos hablar.”

Rodé los ojos. Qué molestia. Pero sería divertido molestarlo un poco, así que fui. La puerta estaba entreabierta. Empujé y entré, pero la cama estaba vacía. Hasta que escuché risas suaves y chapoteos que venían del baño, me acerqué. Y allí estaban: Carlos, mi esposo, y Ángela, su serpiente de confianza, enredados en la bañera como animales.

Pateé la puerta con fuerza.

—Interrumpo.

Carlos se sonrojó de inmediato.

—¡Camila! ¿Qué haces aquí?

—Me enviaste un mensaje. Vine a ver de qué se trataba.

—Yo no te mandé nada. Debes haber entendido mal.

Lo miré con una calma glacial.

—No, Carlos. El que está confundido eres tú.

Lo señalé con la mano.

—¿Podrías dejarnos solas un momento? Necesito hablar con tu asistente.

—¿Qué? ¿Estás loca?

—Sal. —Mi voz bajó un tono, tan fría que lo obligó a moverse.

Carlos salió, cubriéndose apenas con una toalla, murmurando algo que no escuché ni me importó. Me acerqué despacio a la tina. Ángela se acomodó en el agua, intentando sonreír con malicia.

—¿Y bien? —dijo—. ¿Qué harás ahora?

La miré de arriba abajo.

—Desde niña me enseñaron a lidiar con mujeres como tú.

—¿Mujeres como yo? —replicó con burla.

—Fáciles. Que creen que con meterse en la cama de un hombre conseguirán el poder. Pero yo no soy “una mujer”. Soy una emperatriz. Y sé cómo se juega de verdad.

Di una vuelta alrededor de la tina. Mis tacones resonaban contra el mármol, cada paso más lento, más calculado. Tomé el secador de cabello que descansaba en el tocador. Lo encendí. El zumbido llenó la habitación.

Ángela abrió los ojos, sorprendida.

—¿Qué… qué haces?

Sonreí.

—Ayer vi un programa muy curioso. Se llamaba Mil formas de morir. Aprendí que, si dejo caer esto dentro de la tina, morirías en segundos.

Su respiración se agitó.

—No te atreverías. Irías a la cárcel.

—¿Presión? No, querida. Lo llamarían accidente.

Y, sin apartar la mirada, solté el secador.

El ruido del golpe contra el agua fue lo único que se escuchó, la luz fallo un momento, luego, los espasmos. La serpiente agitándose, sacudiéndose, hasta quedar inmóvil.

Silencio.

Me senté en la orilla de la tina un momento mirando el agua turbia, los cabellos flotando como algas.

—Que disfrutes el infierno, me saludas al diablo y dile que me encanta esta segunda oportunidad.

 Luego apagué la luz del baño y me giré.

Una menos.

Me falta mi esposo.

Salí del baño con la misma calma con la que un general abandona un campo de batalla ganado. Y sonreí, Alexandra estaba de vuelta.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP