Mundo ficciónIniciar sesiónEn su noche de bodas, Rubí recupera la audición… y lo primero que oye es a su esposo planeando matarla junto a su amante. Humillada, marcada por la infertilidad tras un secuestro, huye con el vestido de novia rasgado. Cuando todo parece perdido, aparece Eros Dietrich, el enigmático vecino de su infancia convertido en magnate. Ante el mundo es su salvador… pero Rubí descubrirá que el verdadero peligro no siempre es quien te traiciona, sino quien promete rescatarte.
Leer másMónica sabía que no debería estar de pie frente aquella habitación de hotel. Pero no había podido evitarlo. El hombre que amaba se había casado con otra y, ahora, seguramente estaba desnudándola. La sola idea le daba asco. Necesitaba recordarle las razones por las cuales estaba haciendo todo esto. No debía de olvidarlo.
—¡Un mes! —soltó, en cuanto le abrió la puerta. No se preocupó en moderar el volumen de su voz, de todas formas la idiota de su esposa no podría escucharla—. ¡Mátala antes de que cumplan un mes! ¡No soporto compartirte con esa! —¡Cállate! ¡Las cosas no son tan fáciles! —chistó el hombre al darse cuenta de que lo había seguido hasta la habitación—. ¡Vete! ¡No puede verte aquí! —¿Por qué no? —se mofó de manera cínica—. Soy tu amiga. Además, esa estúpida ni siquiera puede oírme. Está sorda. —Sí, pero no creo que le guste ver a otra mujer en nuestra alcoba. —Muy bien. Ya me voy —se acercó lentamente y besó su cuello, ocasionando un ligero estremecimiento en el hombre—. Procura no disfrutar demasiado con… esa. —No lo haré. Sabes bien que no me gusta. Esto es solo por el dinero. —Bien —se dirigió hacia la puerta, contoneando las caderas y disfrutando de que toda la atención masculina estaba fija en su trasero. De pie, en la puerta del baño, los dedos de Rubí Visconti apretaron el pequeño dispositivo detrás de su oreja. Los médicos ya lo habían explicado antes, no tenía ningún problema auditivo real, todo se derivaba a un trauma que había desarrollado la noche de su secuestro y, aquel aparato, que recién había comprado —ya había probado con miles de cosas antes, pero este sí parecía funcionar— se suponía que era una sorpresa para su recién convertido esposo. Pero jamás imagino que lo primero que escucharía al ponérselo sería algo como esto. Alberto, el hombre que aprendió lenguaje de señas solo para enamorarla, el mismo que no le importaba que estaba marcada, que jamás podría ser madre, acababa de confesar —con su voz, con esa voz que recién conocía— que su única intención con este matrimonio había sido quedarse con su dinero. No pudo controlarlo. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Fue casi instantáneo. El hombre se giró en ese preciso instante y entonces la miró allí, de pie, rígida. —¿Pasa algo? —preguntó haciendo gestos con la mano. —Tú y ella —hizo una seña. —Es como mi hermana —respondió del mismo modo. Rubí se mordió los labios tratando de contener un sollozo. —Los escuché —balbuceó con dificultad. Su voz salió rasposa por la falta de uso. El rostro del hombre palideció por un instante, pero solo fue eso, un segundo. —¿Nos escuchaste? —su rostro era de pura incredulidad. —Lo oí todo —dijo ahora con mayor claridad. —¿Escuchaste? ¿Cómo es posible? —Eso no importa ahora —su expresión se endureció, a pesar de que su voz temblaba por las lágrimas que, para este punto, ya estaba derramando. —No sé qué escuchaste, cariño —trató de corregirlo—. Ella solo vino a… informarme de un asunto de la empresa. Ya sabes que, además de mi amiga, es mi asistente. —Se acabó —dijo despacio, ajustándose la bata semitransparente, esa que ocultaba la lencería que había escogido cuidadosamente para esa noche. —Aquí no se ha acabado nada —estiró la mano, tomándola del brazo y lanzándola en la cama. Se alejó un poco e intentó abrir sus piernas a la fuerza. Sus dedos se enterraron en su piel, lastimándola—. Eres mi esposa. Y tenemos que consumar esto —parecía hablar de un simple trámite y no de la conexión más significativa que podía existir entre dos personas que se amaban. ¿Pero amor? Era evidente que él no sentía eso. Quiso gritar. El recuerdo de su secuestro casi la hacía paralizarse. El aparato en su oído parecía querer dejar de funcionar. No era mágico. Su médico se lo había dicho claramente: “Es como un placebo. Tu mente necesita permiso para escuchar… y este aparato te lo da” —¡Deja el drama! —exigió, inmovilizándola contra el colchón. Su fuerza rebasando la suya por mucho—. ¡Ya estamos casados, qué más da! No podía creer su descaro. ¿Las cosas para él se resolvían así de fácil? ¿Y qué pasaba con sus sentimientos? ¿Qué pasaba con su corazón herido que había escuchado cómo planeaba su muerte con su amante? ¿Debía quedarse de brazos cruzados y esperar a que la mataran? ¡No, todavía estaba a tiempo de liberarse! —Podemos estar casados, pero aún no hemos consumado esta unión —dijo con dificultad, aunque su propia voz comenzaba a escucharse un poco distorsionada—. Así que quítate de encima de mí, porque pienso pedir la nulidad de este matrimonio inmediatamente. —¡No! —una vena palpitó en la frente del hombre, su rostro se puso rojo de pura ira—. ¡No creas que vas a arruinar lo que he conseguido hasta ahora! —Lo único que te importa es el dinero, ¿cierto? —escupió, dándose cuenta de que la alianza con su familia era su única motivación. Por eso eran las cenas, las flores, las salidas. Meses y meses de engaño, haciéndole creer que la estaba cortejando genuinamente—. Bien, entonces te daré lo que tanto mendigas… Rubí no lo vio venir. Un segundo estaba hablándole con desprecio y al otro tenía la boca llena de sangre debido a la bofetada que acababa de propinarle. El ardor se extendió por su mejilla con rapidez, dejándole un dolor punzante que le hizo brotar lágrimas. Muchas lágrimas. Alberto le aplastó la cara contra el colchón sin darle tiempo a recuperarse. Parecía disfrutar de quitarse la máscara por fin. —Sí, por supuesto, que obtendré el dinero y eso no será lo único —su voz era furiosa, acompañada de una respiración agitada, la respiración de una persona que parecía tener dificultad para contener su odio—. Me quedaré con la maldita empresa de tu familia. ¡Y no me importa si tengo que matarte a ti en el proceso! La amenaza era tan clara, tan evidente, que Rubí supo que moriría allí, entre pétalos de rosas, en una suite de hotel que se suponía sería el testigo principal de la consumación de un amor que pensó que era real. ¿Pero quién la amaría a ella? ¿Quién amaría a una mujer defectuosa? ¿A una mujer que había perdido también su capacidad para concebir? ¡Porque todo el mundo lo sabía! ¡Todo el mundo la veía con lástima desde que aquel secuestro la marcó para siempre! Pero luego había aparecido Alberto con su supuesto interés y ella había caído redondita, tan redondita que ahora mismo no podía hacer otra cosa que reprocharse su idiotez. ¿A dónde tenía la cabeza? ¡Por el amor de Dios, era más que obvio que había estado engañándola! Ciertamente, ningún hombre de buena familia, querría a una mujer así. Todos, sin excepción, buscaban preservar su legado. Nadie quería criar a un hijo adoptado y dejar en sus manos su patrimonio. Ella era bonita, sí, pero no era lo que un hombre con su estatus buscaría como esposa. Al menos que… tuviera intenciones ocultas, como era el caso de Alberto. Cuando finalmente concluyó todo esto, Rubí estaba decidida a escapar. Debía hacerlo. Sí o sí. Su rodilla se movió con rapidez y logró conectar con la entrepierna del hombre. Fue un golpe duro, certero, que lo hizo encorvarse debido al dolor. Ella no perdió tiempo, liberó sus manos, lo arañó como una gata, buscando sacarle sangre, buscando arrancarle un trozo de piel. Pero sabía que en una lucha cuerpo a cuerpo no tenía oportunidad, así que centró su objetivo en la puerta. Debía escapar. Rubí se levantó de la cama como pudo y corrió hacia su meta. Sintió cómo le jalaban el cabello desde atrás, su cabeza moviéndose por inercia. Gritó. Su cuero cabelludo ardió y sentía que había perdido varios mechones, pero esto no la detuvo. Tomó un jarrón cercano y lo rompió en el brazo del hombre. Él soltó su agarre, ella abrió la puerta y salió de la habitación, tropezando con sus propios pies y cayendo miserablemente, cayendo a un paso de poder vencer. Alberto la alcanzó en un segundo, furioso, la tomó del brazo, levantándola, pero entonces ambos se giraron en ese instante percatándose de la presencia de un hombre al final del pasillo. Aquel individuo sostenía una maleta en una mano, en la otra una tarjeta de acceso para una habitación. Los miró, los miró a ambos y arqueó una ceja con lentitud. Su expresión era tan fría e indiferente que Rubí dudó de que fuera ayudarla, pero de igual forma lo intentó. No tenía otra opción. —Por favor… —musitó con voz débil. —Rubí Visconti, ¿necesitas ayuda? —dijo su nombre y entonces lo reconoció. —¿Eros Dietrich? ¿Eres tú?Se encontraba sentada en el sofá de la sala principal del departamento, cuando de repente, un dolor agudo le cruzó el abdomen. —¡Ay! —gimió doblándose ligeramente hacia adelante, respirando con fuerza.—¿Qué pasa, mi niña? —preguntó su Nana desde la cocina sin poder verla. Apretó con fuerza los dientes sin responder. Sentía que no podía hablar. El dolor parecía ser demasiado fuerte como para soportarlo.Inmediatamente, sintió cómo se contraía todo dentro de ella y luego soltaba, pero el dolor quedaba ahí, latiendo con fuerza.Había investigado sobre las contracciones, había leído mucho los últimos meses. Pero nada la había preparado para un dolor tan crudo y real.Apenas tenía ocho meses, no se suponía que fuera a nacer justo ese día. Así que el pánico comenzó a subirle por el pecho. ¿Y si era algo malo? ¿Y si la niña...?Gritó de nuevo al percibir otra oleada inesperada de dolor. Su Nana, que estaba en la cocina, dejó caer algo al suelo —una taza, quizás— al escuchar su segundo ge
La habitación de la bebé quedó perfecta. El solo hecho de pararse bajo el umbral de la puerta y mirar el interior le daba una sensación de paz que la envolvía completamente. La pared principal estaba pintada en un rosa empolvado que recordaba a las mejillas de un bebé. Las otras paredes estaban cubiertas con un papel tapiz delicado, con un sutil patrón floreado en tonos crema y melocotón. En el centro se encontraba la cuna de madera blanca y de listones claros. Combinaba armoniosamente con el resto del espacio. Cajones, alfombra, peluches, todo iba a juego con el color. —Hiciste un increíble trabajo —le felicitó una voz masculina que le hizo estremecer. Solo escucharlo hizo que sus hormonas se alterarán. Su cuerpo sabía bien qué quería. Ella también. —Hola —lo saludo, girándose delicadamente. Últimamente se la pasaba ocupado trabajando y no siempre venía al departamento. Quizás también en parte era porque sabía que estaba acompañada todo el día por su Nana, Laura y José.
Quería reprocharse a sí misma lo que había hecho, pero la verdad era que lo había disfrutado.Era su esposo y no había un delito especial en tener intimidad.Sabía que el embarazo le hacía tener las hormonas un poco más alborotadas de lo normal, así que había decidido echarle la culpa a eso. Era más fácil que asumir que su memoria era de corto plazo y había decidido olvidar las cosas más importantes que la mantenían alejada de este hombre que ahora dormía a su lado.Se levantó con cuidado, intentando escaparse; sin embargo, Eros inmediatamente notó el movimiento y la rodeó con sus fuertes brazos.Su pequeña bebé pareció moverse como si lograra reconocer esa mano gigante que ahora estaba fija sobre su abdomen.—No te confundas, lo que pasó no significa que hemos vuelto a ser un matrimonio.—El sol no ha salido aún, Rubí. Simulemos que todo sigue bien en estas cuatro paredes —dijo el hombre, somnoliento, como si no tuviera ánimos de discutir.La propuesta era tentadora, pero una vez dis
El beso fue un roce breve, suave, casi tímido, como si aún estuviera probando los límites de su propia decisión. ¿Qué estaba haciendo?¿Por qué lo estaba besando? Era como si dos entes diferentes estuvieran enviándole señales que no coincidían entre sí. Uno le decía que siguiera adelante, que era su esposo, que merecía otra oportunidad. Mientras, que por otro lado, le decía que no, que no debía olvidar lo que le había hecho: el engaño, la manipulación, su secuestro.El punto era que ella no quería escuchar a ninguno de los dos. Deseaba quedarse suspendida en el aire, donde la voluntad vencía al resentimiento, aunque fuera por unos segundos.Percibió como el cuerpo del hombre se tensaba, como si una corriente eléctrica lo hubiera atravesado de punta a punta. Sus manos fuertes se elevaron con urgencia, tomándola del rostro con una necesidad que no podía contener. Respondió al beso con el fuego de quien ha esperado demasiado tiempo por un poco de agua en medio de un desierto. Y aunq
Estaban todos sentados en la sala. Laura hojeaba una revista que había encontrado en la mesa, mientras José terminaba de conectar el cargador de su celular. Verlos así, en su espacio, seguía sintiéndose como un sueño hecho realidad.Disimuladamente, se pellizco en el brazo y el dolor le hizo entender que si, que todo esto era real.—Niña, deja de vernos. Nos vas a desgastar —bromeó su Nana, sentada frente a ella. —Nana, de verdad no puedo creer que estén aquí.Volvió a mirarlos con ternura, acomodándose mejor sobre los cojines, mientras acunaba su vientre con una mano, y finalmente preguntaba lo que llevaba rato rondando en su cabeza.—¿Y cómo… cómo es que llegaron hasta aquí? —su voz salió suave, pero cargada de genuina curiosidad.José y Laura intercambiaron una mirada, y fue la Nana quien rompió el silencio para dar las respectivas explicaciones.—Un hombre vino a buscarnos —contó—. Muy serio, muy correcto… decía que trabajaba para Eros. Ya sabes ese marido tuyo que se ha portado
Casi por inercia, o como una forma de protegerse del magnetismo que desprendía ese hombre, soltó el plato y se lo entregó, tratando de hacerse a un lado.—¿Cómo te sientes? —su voz suave fue como una caricia para su oído.—Estoy bien.—¿Qué tal tus pies? ¿Necesitan un masaje?—Yo no…—Soy el papá de la bebé que esperas, creo que es lo mínimo que puedo hacer por ti.—Sí, pero no quiero que…—Deja el orgullo a un lado, Rubí.¿El orgullo?Lo que la alejaba de él era más que un asunto de orgullo.—No quiero —se negó, apartándose.Un suave toque en su brazo la hizo detenerse, y entonces vino aquella mirada suplicante.La verdad era que el color de los ojos de Eros era hermoso, pero verlos así, rendidos, implorantes, la desarmaba por completo.Y entonces no dijo nada más y se dejó guiar hasta el sofá.El hombre tardó un momento en la cocina —posiblemente colocando los platos en el lavavajillas— y luego regresó con un gel de castaña de Indias.—Estuve investigando, y este tipo de gel ayuda c





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