Sálvame de tu Amor Londres lo respeta. Los criminales lo temen. Matthew O’Neill es el fiscal más temido del Reino Unido… y también el más solitario. Cada noche, lejos del estruendo de los tribunales, se sumerge en un mundo secreto donde nadie pregunta nombres y todo se compra con silencio. Allí, entre sombras y máscaras, una mujer despierta algo que él creía muerto: el deseo. Una noche lo cambia todo. Una mujer sin nombre. Un crimen que no encaja. Y un rostro que jamás debió ver. A partir de entonces, nada vuelve a ser claro. Ni la verdad. Ni la ley. Ni su propia conciencia. Porque incluso el hombre más recto… puede ocultar el pecado más profundo.
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Londres
Matthew
Ser el mejor no es una meta, es un maldito peso que no puedes soltar ni cuando duermes. La excelencia no es una medalla que cuelga del cuello, es una soga constante alrededor del ego. Porque en esta profesión, el respeto se gana con sangre, argumentos y derrotas ajenas. Cada juicio es una sentencia para alguien… y una prueba para mí. No importa cuántos casos ganes, cuántos culpables encierres o cuántas veces se levanten cuando entras a la sala… todos esperan tu caída. Los colegas, la prensa, los jueces… incluso aquellos que te aplauden. Es el precio por estar arriba. Por no ceder nunca. Por no tener el lujo de errar.
Hace años entendí que la empatía es un lujo para los débiles. Que no puedes mirar a un asesino y pensar que tal vez tenía razones. No. Yo no vine a entenderlos. Vine a encerrarlos. A reducir sus vidas a una celda y un número de expediente. Por eso me llamaron el Verdugo. No con admiración. Con miedo. Como si fuera un castigo, no un fiscal.
Y tal vez lo soy. Tal vez me convertí en algo más frío de lo que imaginé cuando empecé esta carrera. Pero el sistema necesita a alguien que no parpadee cuando dicta sentencia. Que no se doblegue por una lágrima. Yo acepté ese rol. Me adapté a él. Y nunca miré atrás.
¿Me quejo? No. Tengo una racha intachable. Soy una maldita leyenda en el Palacio de Justicia. No hay jurado que no me escuche. No hay acusado que no tema que me asignen su caso. Y sin embargo…La soledad es la única constante que no se presenta ante el tribunal, pero siempre dicta su veredicto en mis noches. A veces creo que simplemente la mujer correcta no ha llegado. O peor: que no existe. Porque este oficio se come las emociones, desgarra el alma, y convierte hasta el amor en una debilidad procesable.
Hoy, como cada noche, escucho el sonido de tacones acercarse por el pasillo. Luego, su voz. Suave, firme, como quien ya sabe que va a ser ignorada, pero insiste igual.
—Matthew, ya es tarde. Deberías cenar. Hay un restaurante nuevo cerca… vamos, yo pago.
No levanto la vista de los informes. Frente a mí, las fotos de un cadáver mutilado, el análisis de las trayectorias, huellas sangrientas marcadas sobre madera vieja. Todo eso me habla con más claridad que cualquier testigo.
Pero su voz se cuela entre los pliegues de mi concentración. Sus palabras no tienen urgencia, pero sí una ternura difícil de esquivar.
Respiro hondo. Levanto la mirada. Ahí está. De pie, cruzada de brazos, con ese gesto entre desafío y ternura que ya le conozco. Cristal. Impecable como siempre, el cabello atado en una coleta alta, una blusa de seda clara, y ese brillo de juventud que no ha aprendido a disimular.
Aún me cuesta entender qué hace una chica como ella trabajando aquí. Joven, rica, con apellido y futuro asegurado… pero con esa necesidad adictiva de probar que puede más. Y la entiendo. Maldita sea muy bien, porque también fui seducido por el poder de la justicia.
—Te agradezco la invitación, Cristal —digo al fin, mi voz algo más baja que de costumbre—, pero tengo que terminar de revisar estas pruebas. Será para otro día. No desperdicies tu tiempo conmigo… ve con tu novio.
Ella no parpadea. Solo alza una ceja, dejando caer los brazos a los costados. Luego esboza una sonrisa lenta, casi provocadora.
—Si tuviera, no dudaría en hacerlo…
Su tono es liviano, pero su mirada se clava un segundo en la mía, firme, valiente. Y no puedo evitar sonreír apenas, ladeando la boca con ironía.
—Por eso debes salir. Conocer muchachos de tu edad. Alguien que sepa hacerte reír, no diseccionar cadáveres en la madrugada.
Cristal chasquea la lengua y sacude la cabeza con gracia. Da un par de pasos hacia mí, pero se detiene justo al borde del escritorio.
—Me recuerdas a mi adorable padre, Roger Mckeson. ¿Acaso se han puesto de acuerdo para arruinar mi rebeldía?
La miro un segundo en silencio. Hay un brillo burlón en sus ojos. Pero también algo más.
Le devuelvo la mirada con cierta complicidad resignada.
—Quizás… quizás.
Ese "quizás" no suena como un cliché. Tiene el tono exacto entre burla y afecto. Ella lo capta. Lo entiende. Y eso me gusta.
Cristal suspira con una exageración divertida. Luego acomoda el bolso sobre su hombro, y me mira una última vez.
—Entonces vete a casa —digo, más suave esta vez—. Descansa. Mañana será otro infierno.
Ella sonríe, y por primera vez en la noche su voz suena más cálida, casi íntima.
—Buenas noches, Matthew.
Y otra vez, solo. Otra vez en silencio, y como un resorte aparece la imagen de esa mujer enigmática, esos ojos negros que me cautivan cada vez que la observo bailar. No es una stripper. No es una prostituta. Es más complejo… más retorcido.
No sé a qué pertenece ni qué la trajo a ese lugar, pero, aunque me resista a admitirlo, también ella ha sido atrapada por ese mundo de máscaras y mentiras. Como yo. Un sitio donde nadie te pregunta quién eres ni qué has hecho. Donde el juicio queda en la puerta, y adentro solo importan los cuerpos, el deseo y el silencio.
La lujuria se arrastra por las paredes, se te mete en la piel como un veneno lento. Las sombras te envuelven, te susurran cosas que jamás admitirías en voz alta. Y yo…Yo me he vuelto adicto. Más de lo que puedo recordar. Más de lo que debería permitir. Pero esa mujer. Ella es la culpable. Se ha vuelto mi obsesión. Una droga disfrazada de silencio y movimientos suaves. Cada noche que no la veo, mi cuerpo duele. Y esta noche no es la excepción. Hoy necesito verla.
Unos minutos después
Detengo el auto frente a la mansión. La misma de siempre. Aislada, majestuosa, vieja como un pecado antiguo que se niega a morir. Sus columnas de mármol se alzan en la penumbra como centinelas de secretos inconfesables, y por un momento tengo la absurda impresión de que me observan, que saben por qué regreso. La reja se abre sola, en un silencio solemne que me eriza la piel. Aquí no hace falta anunciarse. Solo pertenecer. O, peor aún, admitir que ya no puedes vivir fuera de este lugar.
Apenas cruzo el umbral, el aire cambia como si pasara a otra dimensión. Se vuelve espeso, viscoso, cargado de promesas que huelen a incienso caro, a vino derramado sobre cuerpos que se entrelazan sin nombre ni ley bajo la mirada complaciente de las sombras. Las luces, rojas como la culpa y doradas como el pecado, se filtran a través de vitrales antiguos que distorsionan el mundo real. Todo parece latir al ritmo de una música envolvente: cuerdas que lloran, un piano que respira despacio, susurros que reptan por las paredes. Es un murmullo constante que no te ordena, pero te seduce. Te dice "ríndete", y uno se rinde.
Los cuerpos se mueven por doquier. Algunos bailan en un trance erótico, como si el tiempo se les hubiese disuelto en la sangre. Otros se rozan apenas, pero esa mínima fricción basta para encender incendios. Y algunos solo miran. Silenciosos. Mascarados. Como bestias esperando que alguien cruce el límite para lanzarse.
Las máscaras son una sinfonía de secretos. Doradas, negras, plateadas. Algunas cubren por completo el rostro, otras dejan al descubierto los labios, o solo los ojos. Ninguna permite saber quién se esconde detrás. Todas invitan. Todas mienten.
Las mujeres exhiben sus curvas en vestidos imposibles, que parecen más piel que tela. Los hombres, en cambio, están vestidos como si vinieran de una gala... pero sus ojos están vacíos. Aquí nadie es quien aparenta. Aquí todos fingen, incluyéndome. Y entonces la veo. A ella.
La única verdad en este infierno disfrazado de paraíso. Está de espaldas, en medio del salón, bailando con una cadencia que no busca agradar ni provocar. Baila como si no existiera nada fuera de su cuerpo y la música. Como si el mundo se plegara a su voluntad. La máscara oculta la mitad de su rostro, pero no sus ojos. Esos ojos... Negros. Inmensos. Inquietantes. Como un abismo que me llama a caer, y yo, como cada noche, lo haría sin dudarlo.
Comienzo a avanzar, lento, sin apuro. Ella lo sabe. Siempre lo sabe. Cada uno de mis pasos es una confesión muda, una rendición anticipada. La sombra que proyecto la toca antes que yo. El deseo la envuelve antes que mis palabras. Entonces, como si sintiera mi presencia, gira con elegancia felina. Sus ojos me buscan, me encuentran, y chispean con una mezcla peligrosa de desafío y deleite.
—Pensé que esta vez no te vería… —susurra, y su voz es un terciopelo oscuro que me acaricia por dentro. Hay una sonrisa apenas dibujada en sus labios. No la veo, pero la siento.
Me detengo a un metro de ella. La observo sin disimulo. Mi mirada cae sobre su boca como una confesión muda. Dios... cuánto me cuesta no besarla.
—¿Decepcionada? —pregunto, y dejo que mi voz baje un tono, como si le hablara a su piel desnuda y no a su máscara.
Ella da un solo paso, elegante y lento. Lo justo para que su perfume me envuelva como un abrazo húmedo. Es un aroma que no tiene flor, ni esencia conocida. Es carne, es pecado, es la noche hecha perfume.
—No, galán… para nada —murmura con una ironía que serpentea entre sus palabras, ladeando la cabeza con gracia, como si evaluara mi reacción—. La velada tiene algunas escenas... interesantes —sus ojos se pasean por la sala con lentitud y luego vuelven a los míos, cargados de intenciones no dichas—. Algunas... demasiado buenas para ser ignoradas.
Yo no parpadeo. La sigo observando como si fuera la única luz en todo ese templo de sombras. Mi voz, cuando llega, es firme. Seca. Intensa.
—Siempre las tiene —digo sin rodeos. Y tras una breve pausa, añado en un susurro más íntimo—. Pero esta noche... nada supera el espectáculo de verte a ti.
Ella deja escapar una risa suave, apenas un soplo, pero que me golpea como una provocación cuidadosamente medida. Inclina la cabeza a un lado, como una gata que ha cazado su presa y ahora juega con ella.
—Qué poético suena eso viniendo de ti… —dice, y su tono oscila entre burla y caricia—. ¿Vienes a ver… o a participar?
La miro como si pudiera despojarla de toda máscara con la fuerza de mis pensamientos. Como si pudiera desnudarla con solo desearlo.
—Vengo a buscarte. Como siempre —respondo sin titubear. Mi voz es grave. Rota. Real.
Ella comienza a caminar lentamente a mi alrededor. Sus dedos se alzan apenas, y rozan mi hombro con una precisión cruel. No me acaricia. Me envenena. No me toca, pero me quema.
—¿Y qué te atrae tanto? —su voz ahora viene desde mi espalda, y cada palabra me penetra como una estocada elegante—. ¿El morbo… la lujuria… o el misterio de no saber quién soy?
Me giro con lentitud, como si el aire se hubiera vuelto más denso. La miro de frente, esta vez con una intensidad que no sé disimular. La contemplo como se contempla a una adicción incurable.
—Todo eso —digo en voz baja, despacio, y cada palabra me raspa la garganta—. Pero sobre todo tú. Tu forma de moverte. Tu manera de jugar. El modo en que me ignoras... solo para volver a mirarme cuando ya estoy atrapado.
Ella se detiene justo frente a mí. Sus labios están entreabiertos, su respiración se mezcla con la mía. El silencio entre nosotros es una cuerda tensa, a punto de romperse. Puedo oír su corazón… o tal vez es el mío.
—Entonces te gusta mirar... —susurra, y su voz acaricia mi oído como una daga envuelta en seda—. Te gusta perderte en este mundo, ¿verdad?
Mi mandíbula se tensa, mis ojos se oscurecen.
—Me gusta perder el control —confieso sin pudor—. Y contigo… siempre lo hago.
Ella se inclina apenas, lo suficiente para que su aliento roce mi cuello. Mis manos no se mueven, pero mi cuerpo entero se tensa.
—¿Y no temes perderte del todo? —musita, con una voz tan suave que parece una tentación pronunciada por el mismísimo infierno— ¿Quieres ser mi prisionero? —añade con un tono desafiante y yo solo guardo silencio…uno prudente y agónico.
Un tiempo despuésLondresRachelDicen que el amor verdadero no siempre se siente como en las películas. Que no hay música de fondo, ni frases perfectas, ni finales con fuegos artificiales… y puede que tengan razón. Pero desde que Matthew llegó a mi vida, hay una melodía silenciosa que nunca ha dejado de sonar. Una música que no se escucha con los oídos, sino con el alma. Y no, no fue perfecto. Nunca lo fue.Vivimos años de todo tipo. Años hermosos, intensos… años difíciles también. Construimos un hogar, ladrillo a ladrillo, con nuestras manos, con nuestras dudas, con nuestras heridas. Hubo peleas, silencios que cortaban el aire, discusiones que nos desgastaron. Gritos que no queríamos decir. Miradas esquivas. Días en los que ni siquiera sabíamos cómo volver a hablarnos.Pero ni así… ni así lo cambiaría por nada. Porque amar no es vivir en paz eterna. Amar es elegir, incluso cuando todo tambalea. Es seguir tomando la mano del otro, incluso cuando quema.Y sí, tenemos nuestros momento
Unos días despuésEstambulMatthewUna verdad encontré en el silencio del infierno que era la mansión o más bien… a quien me descifraría con un gesto. Con mis silencios, con mis heridas a cuestas. Porque lo que comenzó como una conexión intensa entre dos cuerpos, terminó convirtiéndose en un amor verdadero. De esos que no te cuestionan. Que te sostienen. Que se consolidan sin ruido, sin promesas vacías.Rachel me encerró en su cárcel desde la primera vez…Desde que sus ojos se cruzaron con los míos. Y admito que me costó abrirme. Entender que no siempre podía callar. Me enseñó a ser valiente, a pelearme con mis miedos. A dejar de esconderme. Ella me hizo abrir los ojos con su fuerza, con esa forma tan brutalmente honesta de mirar la vida.Y yo salté al vacío por ganarme su perdón.Y pensar que yo no creía en el amor… Que no imaginaba encontrar una mujer que me amara así: Tan real. Tan libre. Tan sincera.Pero apareció Rachel, sin motivos, sin buscarme. Solo para arrastrarme fuera de
Unos meses despuésLondresRachelLa maternidad no entraba en mis planes. Nunca lo fue. Quizás porque venía de un matrimonio sin amor, donde la idea de criar un hijo me resultaba más una condena que una alegría. Quizás porque siempre imaginé otro tipo de vida para mí: una más libre, más enfocada en lo profesional, más solitaria incluso. Pero entonces… la vida, como siempre, hizo lo suyo. Me sorprendió en medio de una tormenta. Y justo ahí, cuando todo parecía inestable, llegó Thomas. Y con él, otra versión de mí… y de Matthew.Una parte de él que jamás había visto. Más humano. Más sensible. Más real. Una versión opuesta al fiscal implacable, el rostro frío del sistema, el que jamás titubeaba ni dudaba ni bajaba la guardia. Pero en casa… Cuando ponía un pie en el departamento, ese Matthew quedaba colgado junto con su saco en el perchero. En su lugar, entraba otro: mi compañero, el hombre que se desarma cuando me escucha decir "te necesito", el que me roza la espalda por las noches para
Unos meses despuésLondresMatthewEstos meses han pasado volando… Entre controles prenatales, citas románticas que a veces terminan entre las sábanas, charlas sinceras a la madrugada y silencios que también dicen lo suyo. Pero no ha sido fácil encontrar el equilibrio. A veces discutimos por cosas tontas: por quién dejó la toalla mojada en la cama o por qué alguien—léase yo—olvidó comprar la leche. Pero ahí seguimos, aprendiendo a leernos mejor, a no callarnos lo que importa, a entender que a veces una mirada de Rachel dice más que diez discursos míos.Me cuesta, no lo voy a negar. No siempre sé cómo expresarlo. Me crié creyendo que los hombres callan, resisten, resuelven. Pero Rachel me enseña otra forma: hablar, compartir, decir “me duele” sin que eso me haga menos.Al final, después de algunas semanas, ella se mudó conmigo. Y desde entonces, mi vida dio un giro radical. No solo porque ahora hay almohadas por toda la cama o porque su ropa se mezcla con la mía en el armario como si s
Unos meses despuésLondresRachelMi historia con Matthew no comenzó como un cuento de hadas, ni siquiera como una historia que debería contarse en voz alta, más bien nos conocimos en una mansión donde el placer se servía sin pudor, donde los rostros estaban cubiertos, donde los nombres no importaban… solo el deseo, donde el sexo no tenía reglas, y la piel hablaba más que las palabras.Ahí… entre cuerpos, máscaras y gemidos, algo se encendió entre nosotros. Una chispa que fue mucho más que atracción. Fue conexión. Una maldita conexión que me desarmó desde el primer instante. Y lo supe… lo supe antes de saber su nombre: ese hombre iba a dolerme. Y lo hizo.Lo nuestro nació de lo prohibido, del deseo más crudo, del miedo y también de la traición. Pero vivimos una pesadilla por el asesinato de Dustin…y, aun así, sobrevivimos juntos.Sí, nos rompimos en pedazos, nos enfrentamos, nos lastimamos, nos alejamos, pero cada vez que volvía a mirarlo, el mundo se detenía. Él era mi tormenta y tam
El mismo díaLondresMatthewDicen que después de la tormenta viene la calma, como si todo pudiera volver a su lugar con la misma facilidad con que se desordenó. Pero no siempre es así. No todos saben cómo reconstruirse tras el caos. Algunos logran encontrar equilibrio en medio del desastre, como si el dolor les enseñara a resistir. Otros, en cambio, no saben por dónde empezar, como si hubieran olvidado quiénes eran antes de que todo se rompiera.Y están aquellos que, incluso cuando todo ha pasado, siguen sangrando por dentro. Porque el infierno no se apaga solo con tiempo. A veces se queda adentro, callado, hiriendo en silencio. Respirar duele. Avanzar cuesta. Sonreír parece una traición.Pero incluso ahí, en lo más oscuro, hay un punto de inflexión. Un instante donde se comprende que no se trata de borrar lo vivido, ni de fingir fortaleza. Se trata de aprender a vivir con todo lo que arde: con las dudas, los miedos, las heridas que no cerraron… y también con las certezas que, a pesa
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