Mónica sabía que no debería estar de pie frente aquella habitación de hotel. Pero no había podido evitarlo. El hombre que amaba se había casado con otra y, ahora, seguramente estaba desnudándola. La sola idea le daba asco. Necesitaba recordarle las razones por las cuales estaba haciendo todo esto. No debía de olvidarlo.
—¡Un mes! —soltó, en cuanto le abrió la puerta. No se preocupó en moderar el volumen de su voz, de todas formas la idiota de su esposa no podría escucharla—. ¡Mátala antes de que cumplan un mes! ¡No soporto compartirte con esa! —¡Cállate! ¡Las cosas no son tan fáciles! —chistó el hombre al darse cuenta de que lo había seguido hasta la habitación—. ¡Vete! ¡No puede verte aquí! —¿Por qué no? —se mofó de manera cínica—. Soy tu amiga. Además, esa estúpida ni siquiera puede oírme. Está sorda. —Sí, pero no creo que le guste ver a otra mujer en nuestra alcoba. —Muy bien. Ya me voy —se acercó lentamente y besó su cuello, ocasionando un ligero estremecimiento en el hombre—. Procura no disfrutar demasiado con… esa. —No lo haré. Sabes bien que no me gusta. Esto es solo por el dinero. —Bien —se dirigió hacia la puerta, contoneando las caderas y disfrutando de que toda la atención masculina estaba fija en su trasero. De pie, en la puerta del baño, los dedos de Rubí Visconti apretaron el pequeño dispositivo detrás de su oreja. Los médicos ya lo habían explicado antes, no tenía ningún problema auditivo real, todo se derivaba a un trauma que había desarrollado la noche de su secuestro y, aquel aparato, que recién había comprado —ya había probado con miles de cosas antes, pero este sí parecía funcionar— se suponía que era una sorpresa para su recién convertido esposo. Pero jamás imagino que lo primero que escucharía al ponérselo sería algo como esto. Alberto, el hombre que aprendió lenguaje de señas solo para enamorarla, el mismo que no le importaba que estaba marcada, que jamás podría ser madre, acababa de confesar —con su voz, con esa voz que recién conocía— que su única intención con este matrimonio había sido quedarse con su dinero. No pudo controlarlo. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Fue casi instantáneo. El hombre se giró en ese preciso instante y entonces la miró allí, de pie, rígida. —¿Pasa algo? —preguntó haciendo gestos con la mano. —Tú y ella —hizo una seña. —Es como mi hermana —respondió del mismo modo. Rubí se mordió los labios tratando de contener un sollozo. —Los escuché —balbuceó con dificultad. Su voz salió rasposa por la falta de uso. El rostro del hombre palideció por un instante, pero solo fue eso, un segundo. —¿Nos escuchaste? —su rostro era de pura incredulidad. —Lo oí todo —dijo ahora con mayor claridad. —¿Escuchaste? ¿Cómo es posible? —Eso no importa ahora —su expresión se endureció, a pesar de que su voz temblaba por las lágrimas que, para este punto, ya estaba derramando. —No sé qué escuchaste, cariño —trató de corregirlo—. Ella solo vino a… informarme de un asunto de la empresa. Ya sabes que, además de mi amiga, es mi asistente. —Se acabó —dijo despacio, ajustándose la bata semitransparente, esa que ocultaba la lencería que había escogido cuidadosamente para esa noche. —Aquí no se ha acabado nada —estiró la mano, tomándola del brazo y lanzándola en la cama. Se alejó un poco e intentó abrir sus piernas a la fuerza. Sus dedos se enterraron en su piel, lastimándola—. Eres mi esposa. Y tenemos que consumar esto —parecía hablar de un simple trámite y no de la conexión más significativa que podía existir entre dos personas que se amaban. ¿Pero amor? Era evidente que él no sentía eso. Quiso gritar. El recuerdo de su secuestro casi la hacía paralizarse. El aparato en su oído parecía querer dejar de funcionar. No era mágico. Su médico se lo había dicho claramente: “Es como un placebo. Tu mente necesita permiso para escuchar… y este aparato te lo da” —¡Deja el drama! —exigió, inmovilizándola contra el colchón. Su fuerza rebasando la suya por mucho—. ¡Ya estamos casados, qué más da! No podía creer su descaro. ¿Las cosas para él se resolvían así de fácil? ¿Y qué pasaba con sus sentimientos? ¿Qué pasaba con su corazón herido que había escuchado cómo planeaba su muerte con su amante? ¿Debía quedarse de brazos cruzados y esperar a que la mataran? ¡No, todavía estaba a tiempo de liberarse! —Podemos estar casados, pero aún no hemos consumado esta unión —dijo con dificultad, aunque su propia voz comenzaba a escucharse un poco distorsionada—. Así que quítate de encima de mí, porque pienso pedir la nulidad de este matrimonio inmediatamente. —¡No! —una vena palpitó en la frente del hombre, su rostro se puso rojo de pura ira—. ¡No creas que vas a arruinar lo que he conseguido hasta ahora! —Lo único que te importa es el dinero, ¿cierto? —escupió, dándose cuenta de que la alianza con su familia era su única motivación. Por eso eran las cenas, las flores, las salidas. Meses y meses de engaño, haciéndole creer que la estaba cortejando genuinamente—. Bien, entonces te daré lo que tanto mendigas… Rubí no lo vio venir. Un segundo estaba hablándole con desprecio y al otro tenía la boca llena de sangre debido a la bofetada que acababa de propinarle. El ardor se extendió por su mejilla con rapidez, dejándole un dolor punzante que le hizo brotar lágrimas. Muchas lágrimas. Alberto le aplastó la cara contra el colchón sin darle tiempo a recuperarse. Parecía disfrutar de quitarse la máscara por fin. —Sí, por supuesto, que obtendré el dinero y eso no será lo único —su voz era furiosa, acompañada de una respiración agitada, la respiración de una persona que parecía tener dificultad para contener su odio—. Me quedaré con la maldita empresa de tu familia. ¡Y no me importa si tengo que matarte a ti en el proceso! La amenaza era tan clara, tan evidente, que Rubí supo que moriría allí, entre pétalos de rosas, en una suite de hotel que se suponía sería el testigo principal de la consumación de un amor que pensó que era real. ¿Pero quién la amaría a ella? ¿Quién amaría a una mujer defectuosa? ¿A una mujer que había perdido también su capacidad para concebir? ¡Porque todo el mundo lo sabía! ¡Todo el mundo la veía con lástima desde que aquel secuestro la marcó para siempre! Pero luego había aparecido Alberto con su supuesto interés y ella había caído redondita, tan redondita que ahora mismo no podía hacer otra cosa que reprocharse su idiotez. ¿A dónde tenía la cabeza? ¡Por el amor de Dios, era más que obvio que había estado engañándola! Ciertamente, ningún hombre de buena familia, querría a una mujer así. Todos, sin excepción, buscaban preservar su legado. Nadie quería criar a un hijo adoptado y dejar en sus manos su patrimonio. Ella era bonita, sí, pero no era lo que un hombre con su estatus buscaría como esposa. Al menos que… tuviera intenciones ocultas, como era el caso de Alberto. Cuando finalmente concluyó todo esto, Rubí estaba decidida a escapar. Debía hacerlo. Sí o sí. Su rodilla se movió con rapidez y logró conectar con la entrepierna del hombre. Fue un golpe duro, certero, que lo hizo encorvarse debido al dolor. Ella no perdió tiempo, liberó sus manos, lo arañó como una gata, buscando sacarle sangre, buscando arrancarle un trozo de piel. Pero sabía que en una lucha cuerpo a cuerpo no tenía oportunidad, así que centró su objetivo en la puerta. Debía escapar. Rubí se levantó de la cama como pudo y corrió hacia su meta. Sintió cómo le jalaban el cabello desde atrás, su cabeza moviéndose por inercia. Gritó. Su cuero cabelludo ardió y sentía que había perdido varios mechones, pero esto no la detuvo. Tomó un jarrón cercano y lo rompió en el brazo del hombre. Él soltó su agarre, ella abrió la puerta y salió de la habitación, tropezando con sus propios pies y cayendo miserablemente, cayendo a un paso de poder vencer. Alberto la alcanzó en un segundo, furioso, la tomó del brazo, levantándola, pero entonces ambos se giraron en ese instante percatándose de la presencia de un hombre al final del pasillo. Aquel individuo sostenía una maleta en una mano, en la otra una tarjeta de acceso para una habitación. Los miró, los miró a ambos y arqueó una ceja con lentitud. Su expresión era tan fría e indiferente que Rubí dudó de que fuera ayudarla, pero de igual forma lo intentó. No tenía otra opción. —Por favor… —musitó con voz débil. —Rubí Visconti, ¿necesitas ayuda? —dijo su nombre y entonces lo reconoció. —¿Eros Dietrich? ¿Eres tú?