Desde que su padre se fue, las horas pasaron increíblemente lentas. La siguiente visita que recibió vino de parte de Alberto. El hombre, con el entrecejo fruncido y la mandíbula apretada, entró como un perro rabioso a punto de lanzar una mordida.
—¡Es tu maldita culpa! —alzó ambas manos como queriendo alcanzar su cuello. El objetivo era claro: estrangularla. Por instinto se echó hacia atrás, ocasionando que fallara en su primer intento. Pero Alberto no desistió. Comenzó a seguirla por toda la habitación, mientras ella le arrojaba objetos. No tenía la menor idea de que había salido mal. Quizás era a causa de la revista que lo dejaba como un cornudo o, quizás, era debido a algo más. Sin importar el motivo, no podía permitir que le pusiera las manos encima porque esta vez parecía dispuesto a llegar lejos. Como si el alboroto hubiera sido lo suficientemente notorio, su padre se apareció de nuevo. Llevaba un traje de oficina y, en comparación con la visita de aquella mañana, ahora parecía más sereno. —Ya basta, Alberto —le dijo a su adorado yerno. —Señor Visconti, por favor, piénselo mejor. No puede tomar una decisión de este tipo tan a la ligera. —Son solo negocios, Jones. Lamento que no haya funcionado con tu familia esta vez. —¡Pero mi reputación! ¡Soy el hazmerreír de todos! —se quejó. —Con el tiempo lo olvidarán. Estoy seguro. —Señor, por favor… —comenzó a suplicar, parecía faltar muy poco para que se pusiera de rodillas. La interacción entre ambos era extraña. No tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo. Sin embargo, sea lo que sea, temía preguntar. Sabía que la involucraba, pero… ¿Acaso era algo peor a lo que ya había vivido en las últimas horas? ¡Cielos, no soportaría un golpe más! —Tú —la voz de su padre se endureció mientras se dirigía a su persona—. Recoge tus cosas que te vas. —¿Mis cosas? Ya ella había armado una maleta. Antes de la boda, de hecho. Cuando pensó que viviría en un departamento con Alberto. Justo ahora no sabía dónde paraban sus pertenencias, pero… si su padre la mandaba a empacar, ¿significaba que había recapacitado y la dejaría en paz? Quizás luego del escándalo preferían repudiarla. Y honestamente prefería eso a seguir casada con Alberto. Sintió alivio, mucho alivio. Pensó, ilusamente, que ya había pasado lo peor. Lamentablemente, nada estaba más alejado de la realidad. —Señor Visconti, es mi esposa —intervino Alberto con mayor vehemencia, parecía verdaderamente desesperado. —No por mucho tiempo. Al escuchar aquello, no pudo evitar sonreír. «La nulidad del divorcio. Era eso», pensó con una enorme alegría en su corazón. Su padre había recapacitado y la estaba apoyando. —Gracias, papá —no supo por qué, pero necesitaba exteriorizar su agradecimiento. Le salió del alma. Y sin importar que su padre fuera en ocasiones duro, sabía que en el fondo la amaba. O al menos necesitaba creer que en el fondo lo hacía. —¿Gracias, por qué? —no parecía entender. —Por apoyarme. —¿Apoyarte? —sonrió sin verdaderas ganas—. ¿Crees que después del escándalo que armaste te estoy apoyando? —Supongo que sí… —susurró con dificultad, sintiéndose insegura de repente. —Aterriza —se acercó para golpearle la sien con un dedo—. Lo que hiciste no tiene precedentes. Justo ahora estamos viviendo la peor crisis de la empresa gracias a tu imprudencia. —Pero, papá, yo no… —¡Cállate! —le gritó colérico—. Agradece que Dietrich está dispuesto a asumir la responsabilidad de todo porque, de lo contrario, te encerraría de por vida en esta habitación sin derecho a ver la luz del sol. —¿Eros? —frunció el ceño—. ¿Qué… tiene que ver él? —balbuceó, sintiéndose cada vez más perdida. —Aparentemente, no le importa el hecho de que estés defectuosa —soltó con desprecio—. O quizás no le conviene dejar sin solución un escándalo como este —se corrigió—. Es el heredero de la empresa armamentista más grande de toda Europa, y no es bueno que esté en el ojo del huracán. Además, ya está en edad de casarse. Con cada palabra que salía de la boca de su padre, se sentía más y más desubicada. ¿De qué estaba hablando? ¿A qué se refería? —Papá, ¿qué quieres decir con eso? —Su voz era cada vez más débil. —Que no sé si felicitarte o darte una bofetada —gruñó—. Pero lo que, si es un hecho, es que serás la primera mujer en cambiar de esposo en tan poco tiempo. Palideció. ¿Cambiar de esposo? —No… entiendo nada —dio un paso atrás, sintiendo que iba a desmayarse. —La nulidad del matrimonio está en proceso —informó—. A partir de mañana serás la esposa de Eros Dietrich. —¿Qué? —Y aunque quiso gritar, su voz no le colaboró. Instintivamente, tocó el aparato en su oído. ¿Acaso había dejado de funcionar? ¿Estaba teniendo una pesadilla? Su mente acababa de llenarse de preguntas—. ¡Papá, yo no quiero casarme con él! ¡No lo conozco de nada! —¿Y acaso te importó eso cuando te metías en su cama? —¡Que no me metí en su cama! —Tranquila —la voz de Eros se filtró desde la entrada. Su mirada se dirigió inmediatamente hacia él, boquiabierta, anonadada—. No necesitas conocerme. Esto son solo negocios. Pero no. No serían simples negocios. El padre de Eros se suicidó por culpa de Mauricio Visconti y, la venganza en contra de su familia, recién acababa de empezar…