Eros asintió con lentitud sin dejar de mirarla. Sus ojos se quedaron fijos en los suyos, por lo que le pareció fue demasiado tiempo. Luego, con una calma completamente contraria al momento que estaban compartiendo, su mirada se deslizó por su cuello, por su escote y terminó en sus piernas adornadas por un par de ligueros.
Justo en ese instante, se dio cuenta de que la bata se había perdido en medio del forcejeo.
Un sonrojo se formó en sus mejillas. El color era demasiado rojo como para poderlo disimular.
¡Y es que no era para menos!
Llevaba puesto un corsé blanco demasiado revelador. Los tirantes eran tan delgados y la tela tan transparente, que era como si estuviera, viéndola prácticamente desnuda.
Alberto pareció notar todo esto.
Después de todo, estaba sucediendo frente a su propia cara.
—¿Quién demonio eres tú? ¿Y por qué miras así a mi esposa? —se atrevió a reclamar, resaltando la última palabra como si le diera especial derecho.
Los ojos de Eros finalmente se deslizaron hacia Alberto. Su expresión cambió por completo a la de un hombre que acababa de ver a un insecto.
No dijo nada. Su respuesta no vino con palabras.
Cuando se percató, su brazo había sido liberado y Alberto había caído al suelo de un puñetazo certero. La sangre emanó de la esquina de su boca con rapidez. Aun así, el hombre se relamió los labios como si el golpe no hubiera sido nada.
—Pegas como una niña, ¿sabes?
El reto era claro. Sabía a la perfección que esto no terminaría bien. Así que rápidamente se interpuso entre ambos.
—Solo sácame de aquí —le dijo a Eros. A pesar de que no tenían mucha confianza, hizo la solicitud confiando en que sería incapaz de dejar sola a una mujer indefensa con un hombre que acababa de maltratarla. Y es que todo saltaba a la vista. Aunque no se había visto en un espejo, sabía que la bofetada que le había dado Alberto seguramente ya había ocasionado una marca.
Y justo como si Eros le hubiera leído la mente, le preguntó:
—¿Él te hizo eso? —Fueron cuatro palabras cargadas de una frialdad que le heló la sangre.
—Sí —su respuesta fue apenas un susurro trémulo.
La reacción del hombre estuvo bastante alejada de la calma. Y es que, en vez de apagar el fuego, lo avivó más.
Alberto ya se había levantado de nuevo, cuadrando los hombros, mostrando una postura desafiante.
Pero esa valentía no le duró mucho.
Físicamente, aquellos dos hombres eran bastante distintos.
Eros era más alto, corpulento, con unos puños fuertes, capaces de dar golpes que dejarían llorando a cualquiera. Y aunque Alberto también tenía lo suyo, no se comparaba con el primero.
Rubí no sabía mucho de Eros. Solamente sabía que en su adolescencia había sido su vecino, y que luego se había ido a estudiar al extranjero. Nunca habían tenido especial contacto. Y si habían compartido dos palabras a lo largo de los años, había sido demasiado.
—Muy valiente para meterte con una mujer, ¿no? —dijo Eros, mientras le lanzaba una patada directo al estómago que lo impulsó hacia atrás, dejándolo sin aire—. Pero dime, ¿qué pasa cuando un hombre te enfrenta?
Alberto tosía en el suelo, tocándose el abdomen, aparentemente desesperado por la falta momentánea de aire. Sin embargo, viéndolo así, a pesar de que hacía unos minutos lo amaba y estaba dispuesta a entregarse, no le provocó ni un poco de lástima.
Era como si de repente todos sus sentimientos hacia él se hubieran transformado en un absoluto desprecio.
—¡Es mi esposa! —respondió con dificultad, como si eso lo justificara. Desde su lógica, por el simple hecho de ser su esposa, él tenía el derecho de matarla sin que nadie opinara.
—Eso no te da derecho de ponerle una mano encima, malnacido —rugió Eros, propinándole otra patada que lo dejó peor que antes.
—¡Basta! ¡Por favor! —se vio obligada a intervenir. No tanto por miedo de que Alberto se lastimara demasiado, sino que no quería que esto acarreara consecuencias significativas para ambos. Es decir, tampoco quería ser partícipe de un asesinato.
Pero Eros no la escuchó. Tomó a Alberto por el cuello de la camisa, lo levantó del suelo, lo suficiente como para que sus pies perdieran firmeza.
—La próxima vez que te atrevas a levantarle la mano a una mujer —gruñó entre dientes, mirándolo directamente a los ojos—, juro que no te va a quedar ni un diente para contarlo.
Y entonces lo soltó. Alberto cayó de espaldas sin fuerzas para levantarse de nuevo.
Presenciar aquello la dejo temblando. Hacía frío, estaba casi desnuda y el hombre con el que se había casado hacía tan solo unas horas, ahora estaba en el suelo, casi inconsciente a causa de una paliza.
Se quedó así, perdida en sus pensamientos, hasta que se percató de que Eros se estaba alejando. Corrió tras él, era eso o quedarse con Alberto y, sin duda, no elegiría esa opción.
—Gracias —musitó, varios pasos detrás de él.
Eros no dijo nada. Abrió su habitación que, casualmente, era la que quedaba vecina a la suya y entró.
Rubí dudó por un instante si entrar o no, pero viendo que Alberto comenzaba a incorporarse, se apresuró al interior.
—Sí... ya llegué. —Cuando se percató, aquel hombre ya estaba al teléfono—. Está todo bajo control. —hizo una pausa—. Mañana a primera hora. De acuerdo.
Ella se quedó esperando por largo rato a que la mirara siquiera una vez, pero era como si hubiera olvidado que estaba allí. O quizás su presencia era demasiado irrelevante para él. Con cada minuto que pasaba, apretaba más los brazos contra su cuerpo, consciente de lo que aún llevaba puesto, consciente de que no debería estar en esas condiciones a solas con un hombre.
—¿Tienes algo que pueda ponerme? —se atrevió a preguntar con voz baja.
Eros terminó la llamada con un simple “Nos vemos” y se dirigió al balcón, abriendo la puerta de cristal y saliendo al exterior sin siquiera mirarla.
Rubí frunció el ceño.
¿La estaba ignorando a propósito?
Esperó varios minutos a que se dignara a decirle algo. Pero nada. No podía quedarse así, vestida con casi nada. Ni siquiera sabía dónde estaban sus cosas. Maldijo en voz baja y, fastidiada, fue tras él.
El frío de la noche le erizó la piel, haciéndola temblar por enésima vez. Se abrazó más a sí misma, pero fue inútil.
—¿Siempre tratas así a la gente que acabas de salvar? —reprochó, notando al hombre que estaba al borde del balcón con la vista perdida en el horizonte.
—¿Siempre te casas con imbéciles? —devolvió, sin una pizca de suavidad.
—No sabes nada de mí —apretó la mandíbula, sintiéndose herida.
En ese instante se giró. Dio un paso en su dirección y su cercanía, intimidante y peligrosa, la envolvió.
—Creo que vi suficiente.
—¿Y tú qué sabes? —espetó ella, levantando la cabeza para mirarlo directamente a los ojos. Toda su molestia anterior saliendo a relucir en ese preciso momento—. ¿Vienes, das dos golpes y te crees con derecho a juzgarme?
—No necesito derecho para ver lo que es evidente —su presencia acorralándola sin que lo pudiera evitar—. Te casas con un tipo que te marca la cara y luego lo defiendes.
—¡No lo estoy defendiendo!
—Entonces, ¿qué haces aquí?
—Solo quería que… ¡¿Sabes qué?! ¡Olvídalo!
Rubí se dio la vuelta, dispuesta a largarse, pero entonces el fuerte agarre en su abrazo la hizo girar de golpe. Sus cuerpos quedaron demasiado cerca, sus respiraciones se mezclaron y las pupilas del hombre se dilataron, haciendo que el azul de su mirada desapareciera casi en su totalidad.
—¿Y entonces qué vas a hacer? ¿Volver con él?