—Padre… —balbuceó sin poder creer lo que acababa de salir de la boca del hombre que más admiraba en su vida.
¿Verdaderamente este era el mismo sujeto que la cargaba sobre sus hombros cuando era niña? Justo ahora no lo podía reconocer. Y es que el Mauricio Visconti del presente no se asemejaba ni siquiera un poco al hombre que la trataba como su princesa en su niñez, al hombre que la hizo sentir varias veces como si fuera lo más preciado que pudiese tener. Sin embargo, algo cambió… No supo con exactitud cuándo. Aunque suponía que había sucedido aquel día en que lo perdió todo. Cuando salió de casa en el auto familiar y entonces la interceptaron hombres armados, la llevaron a un lugar oscuro y, luego de golpearla hasta el cansancio, la dejaron incompleta para siempre. ¿Quizás su padre no le perdonaba por haber sido tan fácil de lastimar? ¿O quizás su padre hubiera preferido que muriera en aquel entonces? Indiferentemente de la respuesta, no borraba el hecho de que quedar con vida dolía mucho más ahora que sabía que nunca podría ser madre. —Señor —intervino Alberto, adoptando nuevamente aquella postura sumisa y educada. La avaricia se le veía a kilómetros de distancia, ¿cómo era que nadie más lo notaba? Su padre lo miró atentamente, instándole a que terminara. —Sé que lo que hizo Rubí es imperdonable, aun así estoy dispuesto a darle una oportunidad —comenzó derrochando una falsa bondad que le provocó una oleada de náuseas. Escucharlo, verlo, era simplemente asqueroso. Todo él lo era—. Por favor, le pido que no sea tan duro con mi esposa. —¡Cállate! —no se pudo contener al escucharlo. Se limpió las lágrimas con brusquedad y entonces se enfrentó a la raíz del problema—. ¡Olvídate de que seguiré adelante con este matrimonio! ¡Mañana mismo pienso pedir la nulidad y…! —¡Ni hablar! —la interrumpió su padre—. Agradece que Alberto quiere darte otra oportunidad, porque, de lo contrario, te echaría de esta casa a patadas. Tragó saliva con el corazón herido y el rostro completamente descompuesto. Escuchar cada palabra, cada insulto, cada humillación, se sentía como si le clavaran miles de agujas en el cuerpo. Aquel dolor pinchaba de una manera insoportable, de una manera de la que no parecía poder deshacerse. Porque a pesar de que este día pasará y luego vinieran unos más felices, estaba segura de que jamás olvidaría nada de esto. Nada de lo que le habían hecho las personas que, se suponía, debían de amarla y protegerla. —No, papá —se rehusó en voz baja, consciente de que en ese momento quizás le quitarían hasta el apellido. ¿Pero qué más daba? Podría empezar de nuevo, podría empezar sin comodidades. Al fin de cuentas, ¿para qué querría dinero si su vida sería miserable?—. Si quieres que me vaya, está bien. Me iré ahora mismo. Alberto se levantó al instante como si tuviera un resorte pegado en el trasero. —¡¿Qué?! —su rostro se desencajó en su totalidad. Aparentemente, no podía creer que estuviera dispuesta a perder su posición con tal de terminar con aquel matrimonio—. De ninguna manera. ¡Acabamos de casarnos! ¡Estoy dispuesto a perdonarte y… tengo negocios que atender con tu padre! —Y allí estaba su verdadera motivación, lo único que le importaba en realidad. —¡Pues esos negocios no me importan, Alberto! ¡No ataré mi vida a un hombre como tú! —gritó. Alberto y Mauricio compartieron una mirada diciente. El hombre mayor asintió, como brindándole aprobación sobre algo, y entonces, Alberto acortó la distancia. Al verlo caminar hacia ella con tal libertad, se puso rígida y quiso poner mayor separación entre ambos. Dio varios pasos hacia atrás, sintiéndose acorralada, sintiéndose desprotegida, a pesar de estar rodeada por personas que se suponía la querían. —¡No me toques! —advirtió cuando alzó la mano en su dirección. Pero nada. No pudo evitarlo. La tomó del brazo con una mano que se sentía como un grillete, obligándola a caminar en contra de su voluntad. Intentó resistirse, trató de hacer fuerza en sus pies, de anclarse en su lugar, pero era imposible. No podía luchar contra su fuerza, no podía hacer nada más que tropezar mientras la llevaba escaleras arriba. —¡Suéltame! ¡Suéltame, malnacido! —la garganta le dolía. Llegaron a su antigua habitación, a esa habitación que había abandonado esa misma mañana, cuando pensó que comenzaría una nueva vida. Sin embargo, esa habitación ya no parecía ser su lugar seguro, sino una prisión en la que Alberto, con aprobación de su familia, acababa de encerrarla sin derecho a réplica. —¡Será mejor que te calmes y dejes de gritar, porque, de lo contrario, tendrás que acostumbrarte a vivir encerrada en estas cuatro paredes! —y después de lanzar aquella amenaza se marchó sin más. No supo por cuántas horas, lloró desplomada en el suelo, pero cuando abrieron la puerta de nuevo, ya era de día. Su padre, con sus ojos rojos de ira, le lanzó una revista a la cara. —¡Mira lo que has hecho, inútil! No tenía la menor idea de lo que hablaba hasta que vio el titular principal de la misma: “¡Escándalo! La heredera Visconti es captada en situación comprometedora con el heredero de la industria armamentista más poderosa de Alemania… ¡la misma noche de su boda!” Y como si no fuera suficiente aquel encabezado, debajo aparecía una fotografía a toda página del balcón. La imagen era bastante nítida. Ella, vestida apenas con el corsé blanco, acorralada por Eros, quien tenía su cuerpo inclinado hacia ella de forma sugestiva. “Rubí Visconti, recién casada, es sorprendida en actitud íntima con Eros Dietrich, el enigmático magnate alemán cuya fortuna proviene del comercio de armas. ¿Infidelidad o alianza peligrosa? ¡El futuro del apellido Visconti, en juego!” En páginas interiores, el tono era aún más sensacionalista. Se hablaba del “desplante histórico”, del “humillante papel del esposo”, de cómo Alberto había sido “el hazmerreír de todos” y cómo “la flamante esposa no tardó ni unas horas en lanzarse a los brazos de otro… y no de cualquier otro, sino del heredero de uno de los imperios más temidos de Europa”. Rubí sintió que el estómago se le revolvía de pura ansiedad. Pero como si nada de eso fuera suficiente, una de las empleadas se acercó corriendo hacia ellos. —Señor Visconti, el joven Eros Dietrich quiere verlo —informó.