Todavía era de día cuando descendieron del jet.
Lo primero que sintió Rubí fue el calor. Un calor húmedo y salado, que olía a océano.
Impresionada, se quedó mirando la playa a lo lejos. Tan cristalina y alucinante. Las olas chocaban en la orilla y, a pesar de que no escuchaba el singular sonido, podía imaginárselo.
Un joven se apresuró a ofrecerles una bebida helada en una copa de cristal esmerilado. Lo aceptó por instinto, inclinando la cabeza a modo de “gracias”. Quizás podría parecer un poco maleducada por no pronunciar las palabras, pero no quería intentar hablar y que el sonido saliera gutural.
Detrás de ella, podía sentir la presencia de su esposo. Frío y lejano. Nada comparado con la calidez que había experimentado en medio del extraño abrazo. Pero… quizás la había abrazado por pura compasión. ¿Después de todo, por qué otro motivo podría hacerlo?
“Bienvenida al paraíso”, escribió él en su celular y se lo mostró.
Ella sonrió sutilmente, al tiempo en que alzaba la vista y se