Mundo ficciónIniciar sesiónViolet Chen tiene tres meses para demostrar que su startup puede cambiar su vida o ver cómo todo por lo que ha trabajado se derrumba. Cuando consigue que su proyecto sea financiado por Voss Capital, siente que finalmente su esfuerzo da fruto. Lo que no imagina es que el mayor desafío no será convencer a los inversionistas, sino sobrevivir a la presencia de Ethan Voss: un joven CEO brillante y tan distante como irresistible. Entre reuniones llenas de tensión, silencios que dicen demasiado y heridas del pasado que ambos han aprendido a esconder, Violet descubrirá que el éxito y el amor pueden ser dos caras de una misma caída. #Pasion #CEO #Control #Pasión #DramaAmoroso #DeseoProhibido
Leer másLa sala de conferencias tenía ese aire de modernidad calculada que parecía diseñado para intimidar. Paredes de cristal que dejaban ver el horizonte de la ciudad, una mesa de roble oscuro tan pulida que podía ver mi reflejo en ella, y sillas ergonómicas que probablemente tenían más tecnología que mi laptop. El aire acondicionado zumbaba suavemente, manteniendo la temperatura perfecta, ese tipo de confort que la gente da por sentado cuando nunca ha tenido que preocuparse por la factura de electricidad.
Ajusté mi blazer negro y revisé por tercera vez mi presentación en la laptop. Cada diapositiva había sido diseñada con precisión, cada gráfico verificado hasta el último decimal. Había algo reconfortante en los números, en la forma en que no mentían si sabías leerlos correctamente. —La sala estará disponible en veinte minutos. La voz llegó desde la entrada, y cuando levanté la vista, el aire pareció cambiar en la habitación. Era alto, quizás metro ochenta y cinco, con esa postura que solo viene de nunca haber tenido que encogerse ante nadie. Su traje era gris carbón, el tipo de prenda que no gritaba su precio pero lo susurraba con cada línea perfectamente cortada. Llevaba el cabello castaño oscuro peinado hacia atrás con un desorden calculado que probablemente le tomaba más tiempo del que admitiría. Pero fueron sus ojos lo que me hizo detenerme: verde grisáceo, del color del océano antes de una tormenta, y completamente desprovistos de calidez. —Llegué temprano para prepararme —dije, encontrando mi voz—. No molestaré. Él avanzó hacia la mesa con pasos medidos, el sonido de sus zapatos de cuero contra el mármol marcando su territorio. No me miró directamente, sino que me evaluó de la forma en que alguien examina un cuadro en una galería: con interés clínico pero sin conexión real. —Ethan Voss —dijo, y el nombre cayó en el espacio entre nosotros como una declaración—. CEO de Voss Capital. Mi estómago se contrajo. No era mi competencia. Era el hombre que decidía el destino de proyectos con una simple firma. Había leído sobre él, por supuesto. Veintinueve años, había convertido la empresa familiar en un imperio de capital de riesgo que movía millones cada trimestre. En las pocas fotos que había encontrado en línea, siempre tenía esa misma expresión: controlada, analítica, distante. —Violet Chen —respondí, levantándome y extendiendo mi mano. Su apretón fue breve, profesional, frío. Sus dedos eran largos, las manos de alguien que firmaba documentos pero no construía cosas con ellas. Cuando me soltó, mi piel conservó el fantasma de ese contacto por más tiempo del que debería. —Tu propuesta llegó a mi escritorio la semana pasada —dijo, dejando caer un portafolio de cuero italiano sobre la mesa—. Sesenta y ocho páginas de proyecciones optimistas y suposiciones cuestionables. No era una pregunta, así que no respondí. —Los números mienten constantemente —continuó, acomodándose en la silla principal como si siempre hubiera estado destinada a él—. La diferencia entre un buen emprendedor y uno mediocre es que el bueno sabe cuándo está mintiendo. —Yo no miento con mis números —dije, manteniendo mi voz firme. Por primera vez, me miró directamente. Sus ojos recorrieron mi rostro con una atención que me hizo sentir expuesta de una manera que no tenía nada que ver con lo profesional: mi cabello negro recogido en una coleta alta que había peinado tres veces esa mañana, mis pómulos que siempre me habían hecho parecer más seria de lo que era, la pequeña cicatriz en mi ceja izquierda de cuando tenía ocho años y me caí de una bicicleta prestada. El recorrido fue rápido, clínico, pero dejó una estela de calor en mi piel. —Todos mienten —dijo finalmente—. Algunos solo son mejores ocultándolo. Sacó su teléfono, un modelo que había salido hacía apenas un mes, y comenzó a revisar correos como si ya hubiera terminado la conversación. Volví a sentarme, sintiendo el peso de su indiferencia como algo físico. Había algo desconcertante en cómo podía hacer que te sintieras invisible con tan poco esfuerzo. —Tienes treinta minutos —dijo sin levantar la vista—. Te sugiero que no los desperdicies. Había algo en la forma en que ocupaba el espacio, en cómo su mera presencia parecía succionar el oxígeno de la habitación, que me hizo consciente de cada movimiento que hacía. Me obligué a sentarme derecha, a no demostrar que me afectaba.Llegué a la oficina a las siete y media de la mañana, media hora antes de lo necesario, porque la alternativa era quedarme en mi apartamento reproduciendo mentalmente cada palabra de la conversación de anoche.La sala de conferencias estaba vacía y silenciosa. Abrí mi laptop y fingí concentrarme en terminar el análisis de riesgo, pero cada pocos minutos me descubría mirando la puerta, esperando… algo. No sabía qué.Maya llegó a las ocho con su caos habitual de bolsas y cables.—¿Llegaste temprano o nunca te fuiste? —preguntó, dejando todo sobre la mesa.—Llegué temprano.—Mmm —me estudió con esa atención suya—. ¿Estás bien? Te ves… no sé. Diferente.—Estoy bien. Solo cansada.—Violet…—De verdad, estoy bien. Solo necesito café.No parecía convencida, pero lo dejó pasar. Aaron llegó diez minutos después, seguido por James exactamente a las ocho y cuarto. Nos sumergimos en el trabajo: revisar el contrato de Samira ahora que legal lo había aprobado, diseñar el flujo de usuario para la pr
Nos miramos por un momento, y había algo en el aire entre nosotros que no era solo profesional. Era el cansancio compartido de dos personas que trabajaban demasiado, que esperaban demasiado de sí mismas, que no sabían cómo parar incluso cuando deberían.—¿Por qué sigues aquí realmente? —pregunté—. No es por el análisis de riesgo.Ethan tomó un sorbo de su café, considerando la pregunta.—Porque si me voy a casa, estaré solo en un apartamento vacío sin nada que hacer excepto pensar. Y hoy no quiero pensar.—¿En qué no quieres pensar?—En todas las formas en que estoy complicando algo que debería ser simple.Mi corazón se aceleró.—¿Qué estás complicando?Me miró directamente, y había una intensidad en sus ojos que me quitó el aliento.—Esto. Nosotros. El hecho de que cada vez que estoy en una sala contigo, tengo que recordarme que eres mi empleada. Que hay líneas que no debería querer cruzar. Y que cada conversación que tenemos hace que esas líneas se vean más borrosas.El silencio que
La reunión con el equipo legal fue exactamente tan tediosa como esperaba. Tres abogados en trajes idénticos revisando cada cláusula de un contrato que había redactado James, encontrando problemas en lugares donde no existían y sugiriendo “mejoras” que solo complicaban lo que debería ser simple.Ethan estaba sentado a la cabecera de la mesa, observando el intercambio con esa expresión neutral que ya reconocía como su modo de evaluación. No había intervenido en veinte minutos, simplemente dejando que los abogados y yo discutiéramos los méritos de varias formulaciones legales.—El problema —decía uno de los abogados, un hombre de unos cincuenta años con corbata de moño— es que esta cláusula sobre garantías de inversionista podría interpretarse de múltiples maneras. Necesitamos ser más específicos.—Si somos más específicos, se vuelve tan restrictivo que nadie querría invertir —argumenté—. El punto es crear protecciones razonables, no construir una fortaleza legal que ahuyente a todos.—L
Cruzamos la calle y continuamos caminando. El edificio de Voss Capital aparecía en la distancia, esa torre de cristal que nos llamaba de regreso a la realidad. —¿Qué hacías antes de esto? —preguntó Ethan de repente—. Antes de la startup, antes de perseguir inversiones. ¿Cuál fue tu primer trabajo real? La pregunta me tomó desprevenida. No porque fuera intrusiva, sino porque era genuinamente curiosa. Personal sin ser invasiva. —Trabajé en un restaurante —dije—. Mesera. Turnos nocturnos principalmente, porque pagaban un poco mejor y podía estudiar durante el día. —¿Por cuánto tiempo? —Tres años. Desde los dieciocho hasta los veintiuno. Luego conseguí una pasantía en una startup tecnológica que terminó siendo más trabajo gratis que pasantía real, pero al menos me enseñó cómo funcionaba el mundo de los negocios. —O cómo no funciona. —Eso también. Ethan asintió, como si estuviera procesando esa información y reorganizando su comprensión de quién era yo. —¿Y tú? —pregunté,
Pasamos la siguiente hora repasando detalles. Ethan hizo preguntas que yo nunca habría pensado: sobre estacionalidad de ingredientes, sobre retención de clientes corporativos, sobre cómo planea manejar pedidos grandes sin sacrificar calidad. Samira respondió cada una con confianza, claramente habiendo pensado en estos problemas mucho antes de que nos conociera. En algún momento, Samira nos trajo pan recién salido del horno—focaccia con romero que estaba tan caliente que tuvimos que esperar para no quemarnos los dedos—y más café. Comimos mientras hablábamos, y había algo extrañamente íntimo en compartir comida en una mesa pequeña, en ver a Ethan arrancar un pedazo de pan con sus manos en lugar de usar tenedor y cuchillo como probablemente hacía en restaurantes caros. —Tu plataforma —dijo Samira, mirándome directamente—. Aaron me explicó el concepto básico. Pero dime tú: ¿por qué debería confiar en esto? ¿Qué la hace diferente de todas las otras aplicaciones que prometen ayudar a pe
Llegué al café quince minutos antes de las ocho. Era un hábito que no podía romper: llegar temprano, prepararme demasiado, nunca darle a nadie la oportunidad de decir que no estaba lista. El café se llamaba “Migas”, un nombre simple que prometía exactamente lo que ofrecía. Estaba en una esquina tranquila, con ventanas grandes que dejaban entrar la luz de la mañana y mesas de madera que habían visto mejores días pero que tenían el tipo de desgaste que viene del uso constante, no del abandono. El aroma que salía cada vez que alguien abría la puerta era embriagador: pan recién horneado, café fuerte, algo dulce que no podía identificar pero que hacía que mi estómago gruñera a pesar de que había desayunado. Dentro, una mujer de unos cuarenta años limpiaba el mostrador con movimientos eficientes. Tenía el cabello negro recogido en una trenza gruesa, delantal manchado de harina, y esa expresión de alguien que ha estado despierto desde las cuatro de la mañana horneando. Cuando me vio mir





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