BAJO SU CONTROL
BAJO SU CONTROL
Por: Ana Lys
Capítulo 1

La sala de conferencias tenía ese aire de modernidad calculada que parecía diseñado para intimidar. Paredes de cristal que dejaban ver el horizonte de la ciudad, una mesa de roble oscuro tan pulida que podía ver mi reflejo en ella, y sillas ergonómicas que probablemente tenían más tecnología que mi laptop. El aire acondicionado zumbaba suavemente, manteniendo la temperatura perfecta, ese tipo de confort que la gente da por sentado cuando nunca ha tenido que preocuparse por la factura de electricidad.

Ajusté mi blazer negro y revisé por tercera vez mi presentación en la laptop. Cada diapositiva había sido diseñada con precisión, cada gráfico verificado hasta el último decimal. Había algo reconfortante en los números, en la forma en que no mentían si sabías leerlos correctamente.

—La sala estará disponible en veinte minutos.

La voz llegó desde la entrada, y cuando levanté la vista, el aire pareció cambiar en la habitación.

Era alto, quizás metro ochenta y cinco, con esa postura que solo viene de nunca haber tenido que encogerse ante nadie. Su traje era gris carbón, el tipo de prenda que no gritaba su precio pero lo susurraba con cada línea perfectamente cortada. Llevaba el cabello castaño oscuro peinado hacia atrás con un desorden calculado que probablemente le tomaba más tiempo del que admitiría. Pero fueron sus ojos lo que me hizo detenerme: verde grisáceo, del color del océano antes de una tormenta, y completamente desprovistos de calidez.

—Llegué temprano para prepararme —dije, encontrando mi voz—. No molestaré.

Él avanzó hacia la mesa con pasos medidos, el sonido de sus zapatos de cuero contra el mármol marcando su territorio. No me miró directamente, sino que me evaluó de la forma en que alguien examina un cuadro en una galería: con interés clínico pero sin conexión real.

—Ethan Voss —dijo, y el nombre cayó en el espacio entre nosotros como una declaración—. CEO de Voss Capital.

Mi estómago se contrajo. No era mi competencia. Era el hombre que decidía el destino de proyectos con una simple firma. Había leído sobre él, por supuesto. Veintinueve años, había convertido la empresa familiar en un imperio de capital de riesgo que movía millones cada trimestre. En las pocas fotos que había encontrado en línea, siempre tenía esa misma expresión: controlada, analítica, distante.

—Violet Chen —respondí, levantándome y extendiendo mi mano.

Su apretón fue breve, profesional, frío. Sus dedos eran largos, las manos de alguien que firmaba documentos pero no construía cosas con ellas. Cuando me soltó, mi piel conservó el fantasma de ese contacto por más tiempo del que debería.

—Tu propuesta llegó a mi escritorio la semana pasada —dijo, dejando caer un portafolio de cuero italiano sobre la mesa—. Sesenta y ocho páginas de proyecciones optimistas y suposiciones cuestionables.

No era una pregunta, así que no respondí.

—Los números mienten constantemente —continuó, acomodándose en la silla principal como si siempre hubiera estado destinada a él—. La diferencia entre un buen emprendedor y uno mediocre es que el bueno sabe cuándo está mintiendo.

—Yo no miento con mis números —dije, manteniendo mi voz firme.

Por primera vez, me miró directamente. Sus ojos recorrieron mi rostro con una atención que me hizo sentir expuesta de una manera que no tenía nada que ver con lo profesional: mi cabello negro recogido en una coleta alta que había peinado tres veces esa mañana, mis pómulos que siempre me habían hecho parecer más seria de lo que era, la pequeña cicatriz en mi ceja izquierda de cuando tenía ocho años y me caí de una bicicleta prestada. El recorrido fue rápido, clínico, pero dejó una estela de calor en mi piel.

—Todos mienten —dijo finalmente—. Algunos solo son mejores ocultándolo.

Sacó su teléfono, un modelo que había salido hacía apenas un mes, y comenzó a revisar correos como si ya hubiera terminado la conversación.

Volví a sentarme, sintiendo el peso de su indiferencia como algo físico. Había algo desconcertante en cómo podía hacer que te sintieras invisible con tan poco esfuerzo.

—Tienes treinta minutos —dijo sin levantar la vista—. Te sugiero que no los desperdicies.

Había algo en la forma en que ocupaba el espacio, en cómo su mera presencia parecía succionar el oxígeno de la habitación, que me hizo consciente de cada movimiento que hacía. Me obligué a sentarme derecha, a no demostrar que me afectaba.

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