Capítulo 3

El edificio de Voss Capital era una estructura de vidrio y acero que reflejaba el cielo de tal manera que a veces parecía desaparecer en él. Cuarenta y dos pisos de oficinas, startups, y dinero moviéndose en cifras que la mayoría de la gente nunca vería en su vida. El vestíbulo tenía pisos de mármol gris veteado, paredes con arte contemporáneo que probablemente costaba más que un auto de lujo, y una fuente en el centro que caía en cascada con un sonido que se suponía era relajante pero que solo me recordaba el tic-tac de un reloj.

Margot me esperaba en el piso cuarenta. Era una mujer de unos cuarenta años con cabello castaño cortado en un bob perfecto, traje gris que le quedaba como si hubiera sido hecho para ella, y una expresión que había perfeccionado el arte de la cortesía profesional sin calidez.

—Señorita Chen —me saludó—. Bienvenida a Voss Capital. Sígame.

Sus tacones repiqueteaban contra el suelo de madera clara mientras me guiaba por pasillos silenciosos. Las oficinas a ambos lados tenían paredes de cristal que permitían ver el interior: gente joven tecleando furiosamente en laptops, reuniones donde todos parecían tener veinte años y estar salvando el mundo, espacios con sillones modernos donde alguien dormía abiertamente mientras otros trabajaban.

—El señor Voss llega todos los días a las cinco de la mañana —explicó Margot sin voltear—. Se va usualmente a las ocho de la noche, a veces más tarde. No espera que todos mantengan su horario, pero sí espera resultados equivalentes.

Me llevó a una oficina al final del pasillo. Era más pequeña que las que había visto, pero tenía todo lo necesario: un escritorio de vidrio con una computadora de última generación, una silla ergonómica, y una ventana que daba a un edificio vecino de ladrillo rojo donde alguien había colgado plantas en el balcón. Era un toque de vida en medio de toda esa perfección corporativa.

—Baño en el piso treinta y nueve —continuó Margot—. Cocina en el piso cuarenta y uno, aunque el señor Voss prefiere que no se pierda tiempo en pausas prolongadas de café. Conferencias de equipo los miércoles a las nueve. Y esto —me entregó una tarjeta de acceso— le permitirá entrar al edificio fuera del horario normal.

—¿Fuera del horario normal? —repetí.

Margot me miró con algo parecido a la compasión.

—Terminará trabajando fuera del horario normal. Todos lo hacen al principio. Algunos aprenden a ser más eficientes. Otros… —dejó la frase en el aire.

Se fue con la misma eficiencia con la que había llegado, dejándome sola en mi nueva oficina. Me senté en la silla, sintiendo el peso de lo que acababa de aceptar. Desde aquí podía ver una esquina del piso cuarenta y dos, donde estaba la oficina de Ethan. Las ventanas eran tintadas, imposibles de ver a través de ellas, pero sabía que estaba ahí.

Mi teléfono vibró. Un mensaje en el sistema interno de la compañía.

“Mi oficina. 8:00 AM. No llegues tarde. - E.V.”

Miré la hora. 7:52 AM.

Me levanté, alisé mi blusa blanca que había planchado dos veces esa mañana, y me dirigí al elevador. El reflejo en las puertas de acero me devolvió la mirada: una mujer de veintiséis años con el cabello negro cayendo en ondas suaves sobre sus hombros, más largo de lo práctico pero que me recordaba a mi abuela. Ojos color miel que en esta luz artificial parecían más dorados, enmarcados por pestañas oscuras que eran lo único que había heredado de mi padre. La pequeña cicatriz en mi ceja que ningún maquillaje cubría completamente. Labios que siempre me habían parecido demasiado carnosos para mi rostro, pero que mi madre insistía en que eran mi mejor rasgo.

Las puertas se abrieron en el piso cuarenta y dos.

Si el resto del edificio era impresionante, este piso era otra liga completamente. Aquí no había oficinas de cristal ni espacios abiertos. Solo puertas de madera oscura con placas discretas: “Finanzas Ejecutivas”, “Desarrollo Estratégico”, “Sala de Juntas Principal”. Al final del pasillo, una puerta doble sin placa alguna.

Esa debía ser su oficina.

Toqué dos veces.

—Adelante —la voz de Ethan llegó amortiguada a través de la madera.

Abrí la puerta y el espacio me quitó el aliento por un segundo.

La oficina era enorme, fácilmente el doble del tamaño de mi apartamento completo. El piso era de madera oscura, pulida hasta brillar. Un lado completo era ventanas del suelo al techo con vistas de la ciudad que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Su escritorio era una pieza de diseño minimalista en negro mate, tan limpio que parecía que nadie trabajaba en él, aunque sabía que eso era mentira. Detrás del escritorio, una biblioteca con libros organizados por color —o quizás por tema, era difícil saberlo— y algunos objetos: una pequeña escultura abstracta en bronce, un reloj antiguo que no funcionaba, una fotografía enmarcada que estaba de espaldas a mí.

Pero lo más impresionante era el silencio. A pesar de estar en el corazón del distrito financiero, no se escuchaba nada. El tráfico, las sirenas, el ruido constante de la ciudad… todo desaparecía aquí. Era como estar suspendido en el aire.

Ethan estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia afuera con las manos en los bolsillos. Llevaba una camisa blanca con las mangas enrolladas hasta los codos, revelando antebrazos definidos que hablaban de entrenamientos regulares, de disciplina. Sin el saco, había algo casi peligrosamente accesible en él, como si hubiera bajado una capa de armadura sin darse cuenta.

La luz de la mañana jugaba con las líneas de su perfil mientras miraba la ciudad abajo.

—Puntual —dijo sin voltear—. Eso es un inicio.

—Dijiste que no llegara tarde.

—Dije muchas cosas en esa reunión, señorita Chen. Espero que hayas prestado atención a todas ellas.

Se giró y me miró directamente. A la luz de la mañana, sus ojos parecían más verdes que grises, y noté por primera vez una pequeña imperfección en su rostro: una cicatriz fina que cruzaba su ceja derecha, apenas visible pero ahí. Me pregunté cómo la había conseguido. Si dolió. Si alguien había estado ahí para cuidarla.

El silencio se extendió un segundo más de lo necesario, cargado con algo que ninguno de los dos nombraría.

—Siéntate —ordenó, señalando una de las dos sillas frente a su escritorio.

Eran de cuero negro, increíblemente cómodas, diseñadas para hacer que los visitantes se relajaran justo cuando no debían hacerlo.

—Antes de empezar —dijo, acomodándose en su propia silla, que era ligeramente más alta que las nuestras, otro detalle calculado—, necesito que entiendas cómo funciono.

Abrió un cajón y sacó una carpeta, deslizándola hacia mí.

—Reportes diarios. Cada mañana a las ocho en punto. Quiero saber en qué trabajaste el día anterior, qué obstáculos encontraste, qué soluciones propones. Nada de excusas. Nada de justificaciones. Solo hechos.

Abrí la carpeta. Dentro había ejemplos de reportes anteriores, todos de una sola página, todos brutalmente concisos.

—Segundo —continuó—, trabajarás con mi equipo. Aaron Keller, desarrollador principal. Maya Rodríguez, diseñadora de experiencia de usuario. Y James Chen —hizo una pausa—, ¿alguna relación?

—No que yo sepa —dije—. Chen es un apellido común.

—Cierto. James es analista de datos. Los tres son buenos en lo que hacen. Respétalos, aprende de ellos, pero no olvides que este es tu proyecto. Si falla, es tu responsabilidad.

—Entendido.

—Tercero —se reclinó en su silla, entrelazando sus dedos—, no me interesa tu proceso. Me interesan tus resultados. No me cuentes cuántas horas trabajaste o cuánto esfuerzo pusiste. Muéstrame números que se muevan en la dirección correcta.

Cada palabra era clara, directa, diseñada para establecer límites que no debía cruzar.

—¿Alguna pregunta?

Tenía miles, pero solo una importaba en ese momento.

—¿Por qué lo haces? —pregunté—. Si piensas que mi propuesta es ingenua y optimista, ¿por qué no simplemente la rechazaste?

Ethan me estudió en silencio por un momento que se sintió eterno. Afuera, una bandada de pájaros cruzó frente a la ventana, sus sombras pasando brevemente sobre su rostro.

—Porque la gente que tiene algo que demostrar trabaja más duro que la gente que no tiene nada que perder —dijo finalmente—. Y tú, Violet Chen, definitivamente tienes algo que demostrar.

La forma en que dijo mi nombre —completo, sin el “señorita”— me hizo sentir vista de una manera que no esperaba. Su voz había bajado medio tono, y el sonido se enredó en algún lugar debajo de mis costillas. No necesariamente en el buen sentido. O tal vez precisamente en el buen sentido, y eso era el problema.

—El contrato está en tu correo —continuó—. Revísalo, fírmalo, devuélvelo antes del final del día. Mañana conocerás al equipo. Y Violet.

Me detuve cuando estaba a medio camino de levantarme.

—No me decepciones. El fracaso es aburrido, y yo detesto el aburrimiento.

Salí de su oficina con el pulso acelerado, sintiendo como si acabara de firmar algo mucho más complejo que un simple contrato laboral.

En el elevador, me crucé con un hombre de unos treinta años con cabello rubio despeinado y una sonrisa fácil. Llevaba jeans y una sudadera con capucha, completamente fuera de lugar en este edificio de trajes.

—¿Primera vez con Ethan? —preguntó, como si mi expresión lo delatara todo.

—¿Se nota?

—Solo un poco. Soy Aaron, por cierto. Supongo que trabajaremos juntos en este proyecto suicida tuyo.

Extendió su mano y la estreché. Su apretón era cálido, el tipo de contacto humano que no había experimentado en este edificio todavía.

—¿Proyecto suicida? —repetí.

—Ethan solo toma proyectos imposibles. Si fuera fácil, no valdría su tiempo —Aaron presionó el botón del piso cuarenta y uno—. Pero hey, si sobrevives los primeros tres meses, te convertirás en leyenda. O en advertencia. Todavía no he decidido cuál.

Las puertas se abrieron y Aaron salió con un saludo casual.

Me quedé sola en el elevador, mirando mi reflejo borroso en las puertas de acero, y me pregunté en cuál de las dos me convertiría.

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