Mundo de ficçãoIniciar sessãoGabriela lo tenía todo: una carrera exitosa como geóloga, un matrimonio estable y una familia que era su mayor orgullo. Pero un trágico accidente le arrebata a su hijo y, con él, la paz de su hogar. Su esposo, consumido por el dolor, la culpa por la pérdida y convierte su vida en un tormento. Decidida a no seguir viviendo bajo el desprecio y la culpa, Gabriela rompe las cadenas de un matrimonio destruido y renace como una mujer fuerte e independiente. Sin embargo, cuando su exesposo descubre que otro hombre comienza a mirar a Gabriela con amor y admiración, su obsesión por controlarla resurge con furia. Entre el amor y la venganza, Gabriela deberá luchar no solo por su libertad, sino por su dignidad. En un mundo dominado por hombres y minas, demostrará que puede brillar más fuerte que cualquiera. De esposa humillada a mujer imparable, Gabriela se convertirá en la reina de las minas.
Ler mais“Mi hijo murió en la mina por mi culpa… hasta que descubrí que la culpa no era solo mía. Las mentiras de mi esposo eran más profundas y oscuras que cualquier pozo.”
Las yemas de los dedos de Gabriela Rivas se calentaron al frotar el borde del marco de la foto.
En ella, su hijo Gabriel sonreía con un diente de leche ausente, las botas de mezclilla cubiertas de barro y una roca con vetas de cobre en la mano. La imagen se había tomado el día de la apertura de la mina, el año pasado, y fue la última vez que Gabriela vio su sonrisa completa.Hoy se cumplía el primer aniversario de su muerte.
Gabriela estaba sentada en la vieja silla giratoria de cuero de su oficina.
Exactamente un año atrás, su hijo había estado allí, con los pies colgando a varios centímetros del suelo, hojeando con dedos torpes unas hojas llenas de gráficos de colores y dibujos de rocas. Cada tanto fruncía el ceño, como si realmente entendiera lo que veía.—Mamá, ¿estas son las pinturas de rocas que brillan? —preguntó con voz suave y tierna, los ojos bien abiertos. Esa chispa de curiosidad siempre lo hacía parecer más grande de lo que realmente era.
—Eso no es para jugar, campeón —le respondió Gabriela, sonriendo apenas mientras escribía anotaciones en su computadora portátil, sin apartar los ojos de los datos de densidad del suelo.
De repente, su teléfono vibró tres veces sobre la mesa: eran los datos corregidos de la veta mineral que había enviado su socio.
Solo se dio vuelta un instante para acariciar el cabello de su hijo y, cuando volvió a mirar la silla, estaba vacía.—¿Gabriel? —preguntó con tono aún juguetón, pensando que el niño se había escondido detrás de los estantes de muestras. A él le encantaba ocultarse entre los cascos de rocas, escucharla gritar su nombre con ansiedad y luego saltar de repente para decir:
—¡Mamá no puede encontrarme!Pero no estaba detrás de las cajas de muestras, ni debajo del armario de reactivos, ni siquiera en el armario donde guardaba los cascos de seguridad de repuesto.
—¿Gabriel? —repitió, ahora con más urgencia.
El silencio le respondió. Un silencio demasiado grande.
El pánico se apoderó de su pecho como una mano de acero.Entonces recordó la advertencia del viejo minero esa mañana:
—Señora Rivas, el andamio de la entrada del túnel aún no está revisado. No deje que el pequeño se acerque.
Gabriel la había molestado desde temprano, pidiendo que lo llevara a ver las “rocas que brillan”, pero ella estaba ocupada terminando un informe y solo le dijo vagamente:
—Después.¡Boom!
Un estruendo sordo, como si la tierra se abriera. El suelo tembló bajo sus pies. Gabriela se sintió mareada. Agarró el borde de la mesa para no caer y salió corriendo.En la entrada de la mina, el polvo ya llegaba hasta las rodillas, y el olor a óxido mezclado con tierra húmeda le picaba la nariz, provocándole lágrimas.
Los trabajadores corrían gritando, algunos con sangre en la frente, otros sujetando correas rotas de cascos.Alguien la llamaba, pero ella no escuchaba. Solo quería entrar al túnel.
—¡Gabriel! —su voz estaba rota por el polvo.
La luz de la linterna se movía en la oscuridad, iluminando piedras quebradas por todas partes…
Hasta que el rayo cayó sobre tres rocas apiladas: debajo asomaba una chaquetita azul.La pequeña mano de Gabriel aún sostenía un trozo de cobre. Sus pestañas estaban cubiertas de polvo, como si solo estuviera dormido.
Gabriela se arrodilló. Las rodillas le dolieron al tocar las piedras afiladas, pero no se atrevía a soltar el cuerpo frío de su hijo.
Colocó su rostro contra su mejilla. Le costaba respirar, como si tuviera una piedra caliente en la garganta.Solo podía murmurar:
—No… no…Hasta que el jefe de los mineros la ayudó a levantarse y le dijo:
—Todavía respira. Lo llevaremos al hospital.Entonces se quedó sin fuerzas y se derrumbó, llorando.
—Si no hubieras estado distraída… Si hubieras cuidado lo que hacías, Gabriel no habría entrado a ese túnel.
Esa voz había estado en su cabeza durante los últimos trescientos sesenta y cinco días, y hoy sonaba más clara que nunca.
Gabriela cerró los ojos y apretó el marco de la foto contra su pecho, los dedos blancos por la fuerza.De pronto, la puerta se abrió de golpe.
Adrián Torres entró con la corbata suelta, la camisa manchada de vino y los ojos brillantes de excitación.
Era su marido, un ingeniero de minas, aunque desde la muerte de Gabriel casi nunca había vuelto a esa oficina llena de documentos geológicos.—¡Gabriela! —agarró su muñeca con fuerza, tanto que le dolió—. Acaban de llamarme. Nos quieren a los dos. Minería de la Vega y Orion Corp revisaron nuestros estudios sobre los suelos. Están fascinados. ¡Quieren que trabajemos juntos en el proyecto!
Su tono era tan alegre, como si hubiera olvidado qué día era.
Gabriela lo miró, con ese brillo de avaricia reflejado en sus ojos, y sintió un sabor amargo en la garganta.—Adrián, hoy es…
—¡Yo sé qué día es! —la interrumpió bruscamente, sin mirar el marco que ella sostenía. Tomó el informe de la mesa y pasó el dedo por la firma: Gabriela Rivas. Hizo una pausa intencional—. Pero no podemos vivir en el pasado. Este proyecto nos dará millones. Podemos mudarnos a otra ciudad y empezar de nuevo.
Las palabras empezar de nuevo le dolieron como agujas.
Gabriela se soltó de su agarre y se clavó las uñas en la palma para mantenerse firme.—Yo hice ese informe sola. Desde el análisis de las rocas hasta el cálculo de costos. Tú no ayudaste en nada.
La sonrisa de Adrián se congeló un instante, pero luego guardó el informe en su maletín con indiferencia.
—Somos esposos, ¿por qué separarnos tanto? Vamos, iremos a la empresa a hablar los detalles. Ellos están esperando.
La jaló hacia la salida. Gabriela tropezó y el marco de la foto cayó al suelo, rompiéndose el cristal. Instintivamente quiso recogerlo, pero Adrián le apretó más la muñeca.
—Deja de atormentarte —dijo con frialdad—. El pasado está muerto, igual que él. No puedes seguir viviendo ahí.
Gabriela levantó la cabeza bruscamente, con los ojos helados.
Adrián vio esa mirada y soltó su mano sin querer: era la primera vez que notaba que la mujer frente a él ya no era la misma que siempre le obedecía. Pero pronto volvió a endurecerse: agarró su brazo y la arrastró hacia la puerta.—No pierdas el tiempo. Este proyecto no volverá a aparecer.
Cuando el auto arrancó, Gabriela miró por la ventana las calles que pasaban.
Pensó que su matrimonio era como un túnel abandonado de mina: por fuera parecía útil, pero por dentro estaba lleno de grietas, esperando colapsar.—Adrián —dijo con voz suave, pero firme—. Después de la reunión, hablamos. Los dos. Sin evasivas.
Adrián mantuvo la vista en el camino, apretando el volante sin darse cuenta.
Después de un rato, respondió con tono evasivo:—Sí, claro.
La indiferencia en su voz era la misma de siempre, la que tantas veces había disfrazado de acuerdo.
Gabriela presentía que su matrimonio estaba llegando a su fin.Gabriela sintió que el mundo se le encogía alrededor.—No… —susurró—. No… no puede ser.Lucía asintió, con ojos tristes.—Estaba muy destruida. Había hemorragia interna. Los médicos dijeron que si no lo hacían, la perdía.Gabriela cerró los ojos con fuerza. La imagen del túnel volvió en golpe seco: la roca, la sangre, los gritos de Elvira.—Yo… —la voz se le quebró—. Yo la saqué de ahí. Si hubiera sido más rápida… si hubiera…—No —Lucía la interrumpió con firmeza—. Si no fuera por ti, estaría muerta. Lo que pasó no es tu culpa, Gaby.Gabriela apretó las sábanas entre los dedos.—¿Puedo verla? —preguntó—. ¿Sabe ya lo que pasó?—Todavía no —respondió Lucía—. Sigue sedada. Los médicos querían hablar primero con Damián.Justo en ese momento, la puerta se abrió.Damián entró.Lucía dio un paso atrás al verlo. Él lucía devastado: ojeras marcadas, cabello revuelto, la camisa manchada del polvo de la mina, como si aún no hubiera tenido tiempo de cambiarse.Cuando vio a Gabriela despierta, su
El mundo era polvo.Polvo en los ojos, en la boca, en los pulmones. Polvo mezclado con el sabor metálico de la sangre.Gabriela tosió, sintiendo cómo el pecho le ardía. Intentó incorporarse, pero un dolor le atravesó la espalda como un rayo. Por un segundo, no recordó dónde estaba. Solo veía sombras, piedras, oscuridad.Entonces lo escuchó.—¡Ayuda…!Una voz rasposa, quebrada por el dolor. Una voz que jamás habría esperado querer escuchar viva: doña Elvira.—¡Ayuda! —repitió la voz, esta vez más clara—. No… no puedo moverme.El instinto fue más rápido que el resentimiento.Gabriela se arrastró primero, luego se obligó a ponerse de pie. El casco le colgaba chueco, tenía una ceja rota y sentía la piel arder en varias partes del cuerpo. El túnel estaba a medio derrumbarse: paredes agrietadas, vigas medio vencidas y piedras por todos lados.—¡Doña Elvira! —gritó, sujetándose de una viga.—¡Aquí! —la voz sonó ahogada, a unos metros—. ¡No… no puedo…!Gabriela giró una esquina y la vio.
La mañana amaneció tibia, perfumada por ese olor a tierra húmeda que anunciaba un buen día de trabajo. Gabriela y Damián avanzaban por la carretera en la camioneta, con las manos entrelazadas sobre la consola central. La luz del sol entraba por el parabrisas, iluminando el anillo que Gabriela aún miraba con incredulidad.—No puedo creer que seas mi esposa —murmuró Damián, sin apartar la mirada del camino. Había una felicidad tan pura en su voz que a Gabriela le ardieron los ojos.—Tampoco yo… —respondió ella, acariciando su mano—. Pero es la mejor decisión que he tomado.Damián rió bajo, con esa voz que siempre la hacía estremecer.—Voy a conseguir un apartamento más grande —dijo de pronto—. Con una habitación enorme, ventanas gigantes, una cocina bonita… y un estudio para ti.Gabriela negó suavemente con la cabeza.—No quiero otro apartamento —replicó—. Quiero reconstruir mi casa. Es… lo único que me queda de mis padres.Él miró hacia ella, con ternura.—Entonces reconstruyámosla j
Gabriela se miró al espejo… y por un segundo dejó de respirar.El vestido blanco se ajustaba a su figura como si hubiera sido creado especialmente para ella: talle ceñido, falda suave que caía como un suspiro, y la tela brillante que atrapaba la luz y la devolvía convertida en algo parecido a la esperanza. Su cabello —suelto, ondulado, natural— enmarcaba su rostro con una dulzura que hacía años no reconocía.No parecía la misma mujer rota que había firmado un divorcio con lágrimas y miedo. No parecía la viuda de un hijo que aún dolía en el alma.Hoy era otra. Hoy era la mujer que iba a casarse con el hombre que había devuelto color a su vida.—¡Por Dios, Gaby… te ves como caída del cielo! —Lucía irrumpió en la habitación con la boca abierta—. ¡Estás más hermosa que cualquier novia de revista! ¡Mírate!Gabriela sonrió, con el corazón golpeándole el pecho.—No puedo creer que esté pasando de nuevo… —susurró—. Pensé que jamás volvería a vestirme así.Lucía se acercó y la tomó de las m
Adrián miraba la pantalla del teléfono como si el mundo entero estuviera ahí dentro. Llevaba más de diez minutos hablando sin parar, paseándose por la habitación del hospital, con el ceño fruncido, dando órdenes, exigiendo, calculando.Detrás de él, en la cama, Victoria seguía inmóvil. La bata de hospital le quedaba grande, el rostro estaba pálido, los ojos vacíos.El médico había sido claro. Había sufrido una caída fuerte en las escaleras. La consecuencia había sido irreversible.Había perdido al bebé.Su bebé.El hijo que no volvería a sentir, ni a ver, ni a escuchar llorar.Sus manos descansaban sobre su vientre plano, como si aún buscara proteger algo que ya no estaba ahí. Sentía un frío extraño, como si su cuerpo supiera que algo se había arrancado de raíz.Y mientras su mundo se derrumbaba, Adrián Torres hablaba por teléfono.—Te dije que no puedes dejar caer las acciones ahora —decía con impaciencia—. No me importa lo que diga tu abogado, quiero resultados. Sí… sí, estaré a
El volante temblaba entre las manos de Gabriela mientras conducía de regreso a la ciudad. El paisaje pasaba como una mancha borrosa, pero no lograba sacar de su cabeza la imagen de Luis en aquella cama fría, con la mirada perdida, convertido en un fantasma que respiraba.Luis está vivo.No era una sospecha. No era un rumor. Era una verdad que le había explotado en el pecho como una bomba.Su corazón latía tan rápido que sentía que se le iba a romper dentro del pecho. Tenía que contárselo a Damián. Tenía que hacerlo ahora. No podía esperar.Pero al entrar al estacionamiento del edificio, un auto negro se cerró frente al suyo, bloqueando su paso.Y del asiento trasero descendió doña Elvira.Impecable. Fría. Con el rostro endurecido como mármol. Y la mirada… esa mirada fría como bisturí.—Baja del auto —ordenó sin levantar la voz.No era una petición.Gabriela sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero obedeció. Cerró la puerta suavemente y dio unos pasos hacia ella.Doña El










Último capítulo