Llegué al café quince minutos antes de las ocho. Era un hábito que no podía romper: llegar temprano, prepararme demasiado, nunca darle a nadie la oportunidad de decir que no estaba lista.
El café se llamaba “Migas”, un nombre simple que prometía exactamente lo que ofrecía. Estaba en una esquina tranquila, con ventanas grandes que dejaban entrar la luz de la mañana y mesas de madera que habían visto mejores días pero que tenían el tipo de desgaste que viene del uso constante, no del abandono. El aroma que salía cada vez que alguien abría la puerta era embriagador: pan recién horneado, café fuerte, algo dulce que no podía identificar pero que hacía que mi estómago gruñera a pesar de que había desayunado.
Dentro, una mujer de unos cuarenta años limpiaba el mostrador con movimientos eficientes. Tenía el cabello negro recogido en una trenza gruesa, delantal manchado de harina, y esa expresión de alguien que ha estado despierto desde las cuatro de la mañana horneando. Cuando me vio mir