Mundo ficciónIniciar sesiónIsabella Santorini lo tenía todo: un futuro brillante, una familia respetada y una vida construida sobre la estabilidad.pero todo se derrumbó el día que la bancarrota golpeó su hogar. su padre,arruinado y acorralado por las deudas,vio en un solo hombre la salvación: Adrian Salvatore , el magnate más temido de Italia. frío,calculador y dueño de un imperio construido desde la cenizas, Adrian Salvatore no creía en el amor...ni en las promesas.para el ,la vida era un contrato,y los sentimientos,un lujos que ya no podía permitirse. cuando la familia Santorini acepta entregarles Isabella a cambio de su ayuda, ambos firman un matrimonio que se convierte en una guerra silenciosa entre orgullo y deseo . ella lo desprecia por su arrogancia;el la desea por su inocencia y su fuerza. pero en medio de secretos,heridas del pasado y un mundo donde el poder lo compra todo, Isabella descubrirá que Hasta el Corazón más endurecido puede arder si lo tocan las Manos Correctas. un matrimonio por obligación. un magnate marcado por el abandono.una mujer dispuesta a luchar por su libertad...aunque esos signifique perder su corazón.
Leer másLago de Como, Italia — Verano de 2045 La terraza de la mansión Salvatore está llena de luces blancas y risas que suben hasta las estrellas. Es la fiesta de graduación doble. Adriana Isamar Salvatore, 20 años, acaba de terminar la doble titulación en Derecho Internacional y Arte en la Sorbona y la Universidad de Bolonia. Máximo Alejandro Mejía, 20 años, acaba de graduarse cum laude en Ingeniería Aeronáutica en el MIT y con un máster en Seguridad Cibernética en Tel Aviv. Están en la mesa principal, los dos guapísimos, altos, bronceados por el sol dominicano del verano. Ella: cabello negro largo hasta la cintura, ojos azules Salvatore que cortan la respiración, vestido rojo fuego que parece pintado encima. Él: ojos verdes Mejía, 1.95 de puro músculo, traje negro hecho a medida en Milán, sonrisa que desarma a medio mundo. Son primos. Son hermanos del alma. Son la prueba viva de que las promesas se cumplen. Doña Adriana, con 82 años y todavía elegante como una reina,
Duomo de Milán & Villa Salvatore, Lago de Como — Tres meses después El bautizo doble se celebró en el Duomo de Milán un domingo de octubre, con el cielo gris perla y las campanas repicando a las 11:00 a.m. El cardenal amigo de la familia Salvatore había autorizado la ceremonia en la capilla lateral del transepto, la misma donde se bautizaron generaciones de Salvatore desde 1700. El interior olía a incienso antiguo, cera de vela y flores blancas: cientos de rosas de invernadero, lirios y orquídeas que Doña Adriana había mandado traer de Holanda. Los niños entraron en brazos de sus padrinos: - Adriana Isamar en brazos de Doña Adriana y de mi papá, vestidito de encaje valenciennes francés, mantilla de Bruselas que perteneció a la bisabuela Salvatore, y una medallita de oro con la Virgen de la Altagracia que mi mamá le colgó al cuello. - Máximo Alejandro en brazos de Adrián y míos, trajecito de lino blanco hecho a medida en Nápoles, con chaleco azul petróleo y una pulseri
**Parte 1 – Isabela, Lago de Como – 8 semanas después del nacimiento** Adriana Isamar ya pesa 6.2 kilos, tiene dos hoyuelos que matan y duerme cinco horas seguidas (milagro que celebramos con champán sin alcohol). Hoy es sábado y la casa está patas arriba porque vienen visitas especiales. A las 11:00 a.m. aterriza el jet privado de Máximo en Linate. Doña Adriana ha perdido la cabeza: - 47 globos rosa pastel y dorado flotando en el techo del salón. - Mesa de dulces dominicanos (besitos de coco, jalao, dulces de leche) que mandó traer desde Santiago. - Caldo de gallina hirviendo desde las cinco de la mañana “para la parturienta que viene”. Yo estoy nerviosa. Hace meses que no veo a Cata en persona. El coche negro entra por la reja a las 12:30. Primero baja Máximo, más grande que nunca, camiseta negra ajustada, barba perfecta, gafas oscuras. Luego baja Cata… Dios mío. Barriga ENORME, redonda, alta, de ocho meses y medio. Camina despacito, mano en la
Mansión Salvatore, Lago de Como — Dos días después del nacimiento El reloj marcaba las 3:14 de la madrugada cuando Adriana Isamar soltó su primer llanto fuerte del día. Un llanto de hambre, profundo, rabioso, que me despertó como un disparo. Adrián ya estaba levantándose antes de que yo abriera los ojos del todo. "Yo la traigo, reina. Duerme un poquito más". Pero yo ya estaba sentada en la cama, pechos doloridos y llenos, camisón subido. Dos días. Solo habían pasado dos días desde que la tuve en brazos por primera vez, y ya la casa entera giraba en torno a ese llanto. Adrián la levantó de la cuna con una delicadeza que todavía me sorprendía. La niña, envuelta en la mantita blanca bordada con sus iniciales, dejó de llorar en cuanto sintió su pecho. "Ven con mamá, mi vida". La tomé, abrí el camisón, la puse al pecho. El agarre fue inmediato, fuerte, perfecto. El dolor inicial se convirtió en esa calma profunda que solo da amamantar. Adrián se sentó al borde de la cama, m
Mansión Salvatore, Lago de Como — 39 semanas + 4 días El dolor empezó como un susurro a las tres de la mañana. Un tirón bajo, en la espalda, que me despertó de golpe. Respiré hondo, pensé que era otra falsa alarma (había tenido tres en las últimas dos semanas). Adrián dormía a mi lado, brazo pesado sobre mi barriga gigante, respiración profunda. No quise despertarlo todavía. A las cuatro, otro tirón. Más fuerte. Y otro a las 4:12. Me incorporé despacio, sudor frío en la nuca. El reloj marcaba intervalos de ocho minutos. Ya no eran Braxton Hicks. Esto era real. "Adrián…" susurré, tocándole el hombro. Abrió los ojos al instante, como soldado que nunca duerme del todo. "¿Qué pasa, reina?" "Creo que… ya viene". Se sentó de un salto, encendió la luz. Me miró la cara, vio el sudor, los ojos abiertos. "¿Contracciones?" Asentí. "Cada ocho minutos. Y rompió fuente hace un rato… no quise decirte para no asustarte, pero ya moja la sábana". En dos segundos estaba de pi
Mansión Salvatore, Lago de Como — Cuatro meses y medio después de Venezuela El invierno italiano se había ido derritiendo como azúcar en el café, y ahora el lago brillaba con ese azul profundo de primavera que solo existe aquí, cuando los Alpes todavía tienen nieve en las cumbres pero el sol ya calienta lo suficiente para abrir las ventanas francesas de par en par. Yo estaba de treinta y dos semanas exactas. La barriga ya no era “barriguita”: era una pelota perfecta, dura, que se movía sola cada vez que la niña decidía estirarse o dar pataditas como si estuviera bailando merengue dentro de mí. Los médicos decían que todo iba bien, pero “con cautela”: presión un poquito alta, algo de retención de líquidos, y la cicatriz del sangrado anterior que todavía me recordaba que esta niña llegó peleando desde el primer día. Reposo relativo, caminatas cortitas por los jardines, y nada de estrés. Doña Adriana —mi suegra, mi segunda madre, la reina absoluta de esta casa— había convertido l





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