Sinopsis — ¡Que hablen de mí! Victoria Montaldo lo perdió todo en un solo día: a su padre, víctima de un ACV tras el embargo del hotel familiar, y a su confianza, destrozada al descubrir a su novio Fabián Segovia en los brazos de su mejor amiga, Valerie Nóbile. Convertida en la Reina de Hierro, jura no volver a confiar. Pero cuando su padre le pide como último deseo verla casada, Victoria recurre a una mentira piadosa: un matrimonio falso con Samuel Duarte, un recepcionista humilde que también lucha por salvar lo único que le queda, la casa de su madre. Lo que comienza como un contrato frío pronto se convierte en un campo de batalla emocional. Y cuando Samuel descubre que es hijo ilegítimo del magnate rival de los Montaldo, la verdad amenaza con romperlos para siempre. ¿Será este pacto su perdición… o la única oportunidad de encontrar el amor real?
Leer másCapitulo- 1 La propuesta
El olor a alcohol médico se mezcló con el aftershave que siempre usó Ernesto, como si el tiempo se hubiera detenido en el quirófano. Victoria Montaldo se sentó al lado de la cama, su mano envolviendo la de su padre—débil, fría, con las uñas arrugadas por la enfermedad. Ernesto abrió los ojos lentamente después de un mes en coma inducido, su mirada borrosa se centró en ella, y soltó un susurro que apenas se oyó: “Hija… casada… antes… irme…” Victoria apretó su mano, fingiendo una sonrisa aunque las lágrimas le quemaran las pestañas. “Lo sé, papá. Lo haré.” Esa fue la tercera vez que él repetía la misma frase en el día. El médico había dicho que el ACV isquémico le dejaba poco tiempo de vida , yque seguro su único deseo era verla “protegida” por un marido. Ella, que había jurado no confiar en nadie después de ver a Fabián—el hombre en quien creyó—y a Valerie—su mejor amiga—en el despacho, solo podía pensar en una solución: un matrimonio falso. Cuando salió del hospital, su auto se dirigió directamente al Hotel Montaldo. El lobby estaba lleno de huéspedes, pero su mirada se fijó en el despacho de gerencia: Samuel Duarte estaba allí, revisando una hoja de inventario con la misma serenidad que había mostrado en la entrevista. Recuerda la entrevista de ayer—ella lo puso a prueba con un escenario de caos, y él respondió con claridad: “Mantengo la calma y priorizo el equipo”. También recordó la carta que él guardaba en el bolsillo durante la entrevista: un aviso de embargo de la casa de su madre.Eso fue lo que vio accidentalmente cuando se agachó para recoger la mochila. En ese momento, la oficina de Victoria Montaldo era un bloque de hielo perfectamente decorado. Samuel Duarte permanecía de pie frente al escritorio de mármol, sintiendo el peso de su mirada gélida. —Duarte —la voz de Victoria cortó el aire como una cuchilla—. Cierre la puerta. Samuel obedeció. Cuando se dio vuelta, ella ya no miraba papeles. Lo observaba a él, como si fuera un problema a resolver. —Su casa o la de su madre. Está embargada. —No era una pregunta. Era un hecho, arrojado sobre la mesa como un guante de desafío. Samuel contuvo la respiración. ¿Cómo lo sabía? —Sí, señorita Montaldo. “No voy a dar vueltas”, dijo Victoria, con la voz que usaba para tomar decisiones—firme, sin vacilaciones, pero con un matiz de vulnerabilidad que apenas se notaba. “Mi padre está muriendo. Su último deseo es verme casada. Yo necesito un marido falso. Tú necesitas dinero para pagar la deuda de tu madre. Hacemos un pacto de matrimonio.” El silencio invadió el despacho. Samuel miró el papel, luego a Victoria, y notó el brillo de lágrimas que ella intentaba ocultar en el rincón de los ojos—diferente de la “Reina de Hierro” que había visto ayer al despedir a un gerente por incompetencia. “¿Un pacto?” repitió él, con voz baja. “Un contrato de confidencialidad”, explicó ella, sacando otra hoja de su bolso. “Durará hasta que mi padre se vaya. Después, nos divorciamos. Yo cubro tu deuda, y tú te haces pasar por mi pareja en frente de él. Nadie más lo sabe. ¿Aceptas?” Samuel permaneció en silencio, su mente un torbellino. Recordó que cuando el Sr. Ernesto enfermó repentinamente ese día, él estaba terminando un check-out en la recepción. Ese día su desempeño había dejado a Ernesto sorprendentemente satisfecho,se lo había dicho esa mañana. En medio del caos, vio a Victoria agarrando con fuerza la mano de su padre. Recordó también la furia helada de Victoria al despedir al gerente anterior y recordó la carta de embargo que llegó a su casa , la amenaza concreta de perder el último pedazo de su madre. —Es una mentira —logró decir, casi sin aire. —Es una mentira piadosa —corrigió ella, implacable—. Y será legalmente vinculante. Un contrato de confidencialidad que lo obligará a guardar las apariencias y le hará pagar lo que corresponde más daños y perjuicios,si la verdad se descubre. ¿Lo entiende? Sus ojos, del color de una tormenta inminente, no se apartaban de los suyos. Desafiándolo. Retándolo a negarse. —¿Por qué yo? —preguntó Samuel, buscando una lógica donde solo parecía haber locura. —Porque necesita el dinero, pero no es un oportunista como Fabian. Porque es lo suficientemente inteligente para mantener las apariencias, y lo suficientemente discreto para guardar un secreto. Y porque a mi padre… —dudó por primera vez—, a mi padre le cae bien. El silencio se extendió. Samuel podía oír el latido de su propia sangre en sus oídos. Era una locura. Arriesgada. Humillante, quizás. Pero también era la única tabla de salvación para la casa de su madre. Y, en el fondo de esa locura, había algo en la fragilidad oculta de Victoria, en el peso monumental de su petición, que le impedía decir que no. —Bien —dijo Victoria, interpretando su silencio como aquiescencia. Tomó una carpeta y la deslizó hacia él—. Son las cláusulas. Léalas. Fírmelas. La función comienza ahora. Samuel tomó la carpeta. Sus páginas pesaban como plomo. Acababa de vender su futuro a la Reina de Hierro a cambio de una mentira. Y no tenía idea de cuánto cambiaría ese pacto sus vidas para siempre.Capítulo7 — Bajo el mismo techoLa mansión Montaldo, acostumbrada al eco de pasos distantes y recepciones de gala, se había convertido en un espacio distinto. Ya no era escenario de fiestas ni de reuniones con empresarios y amigos, sino un lugar en remodelación. El primer piso estaba lleno de barandas nuevas, rampas, alfombras antideslizantes. Todo olía a madera recién cortada y a pintura fresca.Victoria recorría los pasillos con los brazos cruzados, chequeando cada detalle. Samuel, en camiseta blanca y jeans, sostenía una caja de herramientas mientras ajustaba un barandal. Era un contraste extraño: ella, la Reina de Hierro, impecable hasta en la comodidad del hogar; él, el falso esposo, de rodillas en el suelo, asegurando la casa para un hombre que no era su padre, pero que lo trataba como si lo fuera.—Faltan los protectores de esquinas —señaló Victoria, con esa voz firme que parecía un informe más que una observación.Samuel se limpió el sudor de la frente.—Mañana los coloco. Hoy
Capítulo 6— Sombras legales El despacho de Ricardo Segovia olía a cuero caro y whisky añejo. Las cortinas cerradas dejaban apenas pasar un resplandor anaranjado de la tarde, como si todo allí se tejiera en penumbra. Fabián, impecable en su traje azul, sonreía con la satisfacción de un cazador que ya tenía la presa acorralada. —¿Lo ves, primo? —dijo, alzando una carpeta con el sello del juzgado—. Con el software que metimos en el hotel, las cuentas quedaron como un tablero de espejos. Compras hechas, dinero que nunca llegó a los proveedores, líneas de crédito infladas… y todo atado con contratos que llevan la firma de Victoria y de su padre. Ricardo apoyó la copa de whisky en la mesa. —Demasiado fácil. Ese “sistema innovador” era un caballo de Troya. Ganamos tiempo, desviamos fondos y encima, cuando reclamaron los pagos, ya teníamos lista la empresa fantasma para embargarlos. Ambos sonrieron con esa complicidad que solo da la sangre mezclada con el fraude. —Y lo mejor —añadió Fab
Capítulo 5 — Veneno en el lobbyEl lobby del Hotel Montaldo resplandecía como siempre: mármol brillante, lámparas de cristal encendidas, empleados circulando con carpetas y sonrisas ensayadas. Pero debajo de esa perfección flotaba un murmullo distinto, cargado de ansiedad.El motivo cruzó la puerta con paso seguro y tacones rojos. Valerie Nobile. Vestida con un traje impecable color marfil, gafas oscuras, labios pintados de rojo intenso, caminaba como si aún fuera la dueña invisible de aquel lugar. Durante años, como “la mejor amiga de Victoria”, había entrado sin pagar una sola noche, disfrutado de la piscina privada, recibiendo cortesías que nunca agradeció.Pero ahora, en la recepción, Omar —el jefe de seguridad— se adelantó con gesto frío.—Señorita Nobile, usted está en la lista negra. La señora Montaldo prohibió expresamente su ingreso.Valerie se quitó las gafas con lentitud, mostrando unos ojos azules cargados de un brillo venenoso.—¿Lista negra? —dijo con fingida sorpresa—.
Capítulo 4– Las reglas del hierroEl sol apenas comenzaba a teñir de dorado la fachada del Hotel Montaldo cuando la camioneta negra se detuvo frente a la entrada principal. Adentro, el silencio pesaba más que las palabras. Samuel mantenía las manos firmes sobre sus rodillas, mientras a su lado Victoria repasaba mentalmente el guion que había decidido imponer.—Si vamos a entrar juntos, hay cosas que tenés que entender —dijo ella, clavando los ojos en el parabrisas, sin girarse hacia él—. A partir de hoy, tenemos que empezar a mostrarnos como pareja dentro del hotel.Samuel asintió despacio.—Está bien.—No vas a meterte en nada de lo que yo diga. No cuestionás mis decisiones, no hablás de nadie. Y recordá la cláusula: si alguien se entera del contrato, vos vas a pagar caro.Él la observó de reojo. Había algo en su tono que sonaba más a advertencia que a instrucción.—Si usted no dice nada, yo no diré nada —respondió, con calma. Luego, bajando apenas la voz, añadió—: Tengo palabra, señ
Capítulo 3 – Mentira PiadosaEl reloj de pared del hospital marcaba las ocho de la mañana cuando la voz quebrada de Ernesto Montaldo rompió el silencio.—Vicky… —susurró, con un hilo de voz—. Verte… casada… antes de irme.Clara, que estaba sentada a su lado, le acarició la mano con ternura. Sus ojos húmedos imploraban lo que las palabras del marido apenas alcanzaban a expresar. Victoria sintió que un hierro al rojo vivo le atravesaba el pecho. No era la primera vez que lo pedía, pero esa mañana lo repitió con una claridad que no dejaba lugar a dudas: quería verla con alguien a su lado, aunque supiera que la enfermedad lo estaba consumiendo.Samuel estaba allí, en un rincón, cumpliendo con el rol que Victoria le había impuesto. No llevaba la seguridad de un actor, sino la incomodidad de un hombre que jamás supo fingir. Su traje parecía quedarle demasiado rígido, y sus manos, escondidas en los bolsillos, se tensaban cada vez que Ernesto lo miraba.—Papá,mira ya no estoy sola…Entonces,
Capítulo 2 – Las cláusulas del hierroLa oficina de Victoria Montaldo olía a cera y a orden excesivo. Cada objeto sobre el escritorio de mármol estaba dispuesto con precisión matemática: las carpetas alineadas, los lapiceros en un mismo ángulo, el reloj marcando las 9:00 exactas. A esa hora, Samuel Duarte cruzó la puerta con un nudo en la garganta.En sus manos llevaba la carpeta que ella le había entregado la noche anterior: el contrato. Cada página pesaba como plomo. Lo había leído una, dos, cinco veces durante la madrugada, y todavía sentía que aquello era una locura demasiado grande para su vida.Victoria lo observaba desde su silla, erguida como un soldado.—Siéntese, Duarte.Samuel obedeció. El cuero de la silla crujió bajo su peso. Abrió la carpeta y pasó la primera hoja con los dedos rígidos. La cláusula uno brillaba en negritas: “Confidencialidad absoluta: la relación no podrá ser divulgada fuera del círculo familiar inmediato.”Tragó saliva.—Señorita Montaldo… —su voz tembl
Último capítulo